—Sus cervezas, caballeros.— La voz dulce de la cantinera no perturbó la gélida expresión de Tabar. Tomó el jarro con un simple gesto de cabeza en modo de agradecimiento. La taberna se encontraba en silencio. No solía llenarse hasta entrada la noche cuando los campesinos terminaban su labor o los guerreros cambiaban de guardia. —Gracias, Kanya— Fue Jabari quién finalmente contestó con una sonrisa amable. La joven se sonrojó, desacostumbrada a las palabras cálidas luego de atender hombres ebrios cada noche durante tantos años.—Sigues siendo un rompecorazones—Se burló Tabar una vez que la Kanya se alejó hacia el otro extremo de la barra, ganándose una patada del guerrero. —Cierra el pico ¿O quieres que mi mujer venga a matarme desde el otro mundo?—Es a mi a quien tu mujer va a venir a degollar desde el otro mundo. Sobretodo si sigues bebiendo en su tumba como si te hubieses abandonado a la muerte.— Jabari parecía sorprendido de que Tabar supiera sobre sus visitas a la tumba de su di
—¿Me mandó a llamar, mi Señor?—El sol de la tarde asomaba por los cristales de la ventana con timidez. Ada se encontraba de pie en la oficina de Tabar. Las manos entrelazadas sobre el vientre, a la expectativa de cualquier palabra que saliera de los labios del hombre. Tabar se levantó de su silla con pesadez. Parecía cargar en el cuerpo el cansancio de mil días más todo aquello que lo atormentaba sólo había sucedido en ese día que parecía jamás acabar. —Si, hay algunas cosas que debo discutir contigo.— Se recostó sobre el escritorio quedando frente a frente con la mujer, inspeccionando cada detalle de sus ropajes. Maldijo por dentro al comprobar que las palabras de Munira eran ciertas. Era normal incluso entre las sirvientas de alto rango usar túnicas de lino crudo pues eran fáciles de lavar y no era costoso cambiarlas. La túnica de invierno que llevaba Ada era de una costosa e impoluta seda blanca que destacaba entre las demás. Sus mangas caían en flecos ostentosos que se diferencia
Zarah despertó esa mañana con los resabios del alcohol envenenando su cuerpo. Hacía tiempo que no sentía las náuseas que el vino alimentaba luego de una noche de beber sin restricciones. Tabar había marchado hace tiempo. Lo escuchó despertar, vestirse con brusquedad y escapar de los aposentos cuando el sol apenas asomaba tras las montañas. Se sentía una tonta por todo aquello que había confesado a su esposo. Decirle a un hombre que estuvo un año escapando a la muerte, mientras veía caer a sus mejores guerreros en batalla, que deseaba morir. “¿En qué momento pensé que era una buena idea? Suena casi como un insulto a todas las batallas luchó. Mientras él estaba lejos de su hogar deseando regresar con vida yo estaba pensando en tirarme por ese ventanal cada noche. Por supuesto que lo ofendí con mis palabras” Se acurrucó entre las sábanas de seda deseando desaparecer en ese instante. Se preguntó con qué cara enfrentaría a Tabar después de esa funesta noche juntos. Cuando las doncellas l
—Zarah…—Tabar carraspeó. La incomodidad en su semblante era evidente. En contraste, Ada sonreía de pie a su lado.— Mi Señora, usted jamás me interrumpe. Siempre es bienvenida aquí en mi oficina.— Zarah sonrió débilmente sin responder. No lograba que las palabras salieran de su garganta. Fue Tabar quién rompió el incómodo silencio— Veo que fueron a cazar. —Si — Respondió cuando al fin encontró su voz.—Said y yo estuvimos todo el día en el bosque. Fue por eso que no pude acompañarlo a almorzar como usted me pidió. Espero no le moleste, mi Señor. —Said y tú… ¿solos?—Los modales de Tabar desaparecieron en un instante. Clavó los ojos negros en el guerrero.— Creí haberte dicho que fueran acompañados de las doncellas por si cualquier cosa sucedía. Cada palabra salió como un puñal que buscaba atravesar la carne del guerrero de cabello rojizo pero este no se inmutó. Zarah observó por encima del hombro a Said. Parecía tenso pero era incapaz de faltar el respeto a Tabar. O al menos no lo h
Zarah se presentó al Gran Comedor esa noche. Tabar se sintió inquieto. Cuando salió a buscarla esa tarde después de ese intercambio en la oficina se encontró con la imagen de Said abrazándola. Su primera reacción fue la furia pero pronto comprendió que no se trataba de un afecto pasional lo que compartían. Said la miraba como miraba a Munira, como un hermano preocupado. Entonces sus celos se desvanecieron y la única sensación que quedó rondando su pecho fue la culpa. Él era, otra vez, la causa del sufrimiento de su esposa.Cuando vio entrar a Zarah entrar a través de la puerta del Gran Comedor se imaginó los reclamos velados que recibiría esa noche. Esperaba que le mostrara un abierto desprecio a través de sus acciones o sus palabras. Nada de eso pasó. La mujer hizo una respetuosa reverencia al pisar el umbral. Iba impecablemente arreglada, con un vestido de color turquesa bordado con piedras preciosas e hilos de plata que lo hizo sentir terriblemente vestido para la ocasión. Era una
Zarah se abrazó intentando unir los pedazos de su espíritu destrozado. Su voluntad había sucumbido con tal facilidad ante las caricias de Tabar que se dio lástima. Había estado días sosteniendo su papel indiferente sin flaquear ni una vez pero un roce de sus asperos manos fue suficiente para desarmar sus defensas. —Vete. Las palabras salieron de sus labios con firmeza por más que no expresaran sus verdaderos deseos. —Zarah…— No pensaba dejarse engañar por la voz temblorosa de Tabar. No estaba dispuesta a compartir el afecto de su esposo con otra. No deseaba dejarse enredar en palabras vacías de amor para luego terminar suplicando migajas. —Fuera. Ahora. —Yo… —¡No me importa lo que tengas que decir!— Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro contra su voluntad. Ya no tenía sentido esconderlas.— Vete, Tabar. Corre a los brazos de tu amante y déjame en paz de una buena vez. Bajó la mirada tratando de ignorar la expresión mortificada del hombre. Sentía su cuerpo temblar.
Tabar sintió que su corazón se paralizaba al entrar al Cuarto Blanco y ver aquella escena transcurriendo frente a sus ojos. Zarah se retorcía sobre su cama, cubierta de rasguños que no se desvanecían con la facilidad con que siempre lo hacían sus heridas. Munira y Deka la sostenían por las piernas intentando contenerla. Fausto trataba de sostener sus brazos para que el sanador pudiera verter un brebaje entre sus labios pero los espasmos de su cuerpo eran tan fuertes que no lograban hacerla tragar la medicina. Algunas sirvientas pasaban por detrás de Tabar llenando la bañera con agua helada que parecía recién sacada de los pozos por la escarcha que rodeaba los baldes. ―¡Sostenganla con más fuerza! No siente dolor por las alucinaciones, así que no necesitan ser suaves. ― Reconoció la voz del hombre. Se trataba de Hafid, el sanador encargado de los guerreros. Tabar le había pedido que se quedara en el castillo vigilando a Zarah durante la guerra y que le informará sobre su salud pero n
Siento mi cuerpo consumirse en llamas a causa de la fiebre. Las palabras que oigo no tienen ningún sentido. En algún momento creo escuchar la voz de Tabar pero creo imposible que él esté en mis aposentos luego de la terrible pelea que tuvimos horas atrás. De pronto todo se apaga, los ruidos, la luz, el calor agobiante. Ya no siento nada. Luego de un rato en esa oscuridad absoluta una brisa fría me acaricia el rostro. Abro los ojos lentamente. La luz del sol reflejada en la nieve me deslumbra. Parpadeo un par de veces para adaptar la vista al paisaje. Nunca he estado en ese lugar pero aún así lo conozco. Estoy parada casi sobre la cima de Shanin, la montaña más alta del continente ¿Cómo es posible? Ningún humano ha llegado tan lejos. Miro mis manos pero no las reconozco. El color dorado de mis dedos, las uñas largas como garras, nada es familiar. Frente a mí se extiende un espejo de agua congelada. Me acerco para ver mi rostro. No soy yo. Es una mujer tan hermosa que describirla con p