Las puertas de la gran mansión se abrieron ante sus ojos. Irene observó maravillada los árboles con ramas recortadas que custodiaban todo el camino que conducía a la mansión.
Al bajar del carruaje, Irene acomodó el velo rojo sobre su cabeza y bajó con rapidez.
Si en su vida le hubiesen dicho que viviría en aquella mansión y que se convertiría en la esposa de un patricio, Irene jamás lo creería… Ahora, tenía una nueva oportunidad ante sus ojos. Sin embargo, le daba mucho miedo enfrentarse a Publius Caesar.
Irene entró a la mansión. La belleza del lugar se perdió de inmediato en cuanto ingresó. ¿Por qué de repente aquel lugar se sentía frío y aterrador? Las sobras se cernían sobre ella. Estaba segura de que se estaba asfixiando por dentro.
Estaba realmente abrumada, quería estar en cualquier lugar menos allí.
Irene respiró profundamente y se exaltó cuando notó que una criada de la mansión del gran tutor la sujetó del brazo y la arrastró hacia el interior. Trastabilló con el dobladillo de la falda, pero no cayó. Finalmente, llegó a la sala blanca, el lugar donde la familia del gran tutor esperaba por ella.
En realidad, la familia del hombre no era nada numerosa. En una esquina estaba la madre adoptiva, la noble Popea y por otro lado la señorita Elektra, hija natural y patricia de nacimiento.
Irene esperó con paciencia a que Publius Caesar hiciera presencia en el lugar. Esperó por mucho tiempo… una hora, dos horas… hasta que finalmente pasaron cinco horas. Empezó a impacientarse. ¿Qué hombre se tardaba tanto en llegar a su boda?
Irene trató de ver a través del velo escarlata, pero solo pudo vislumbrar figuras distorsionadas danzando a su alrededor.
De repente, sintió un estruendo. Las puertas del lugar se abrieron de par en par y por fin aquel aterrador hombre entró. Pero para sorpresa de Irene, este no entró solo. ¡Parecía que había al menos una docena de hombres!
Ella no logró comprender qué era lo que pasaba. Sin embargo, tras la algarabía de las personas reunidas allí, de quienes supuso que eran otros patricios, Irene intuyó que algo no iba bien. Sintió jadeos, alaridos y gemidos de dolor… ¿Qué carajos ocurría?
Irene sintió como toda la presión se acumulaba en sus hombros.
Sin preverlo, Irene fue abofeteada con brutalidad. Cayó de bruces sobre el suelo casi que inconsciente. Su mejilla se hinchó casi de inmediato. El circulo rojo que se instauró en su rostro junto con el hilillo de sangre que brotó de su boca le hizo marearse por unos breves instantes.
¿Publius Caesar la había golpeado?
El velo salió de su rostro y por fin pudo entender lo que sucedía. No, el gran tutor no la había golpeado.
Irene se aterrorizó. La boda se había convertido en una batalla entre barbaros, y lo peor de todo era que ella estaba en medio, permaneciendo en el centro del huracán, obligando a su cuerpo para que reaccionara.
Su cuerpo no respondió.
Se quedó paralizada ante el ataque de uno de los hombres. Cerró los ojos justo antes de que este le apuñalara el corazón con su afilada espada. Sin embargo, en vez de percibir el dolor punzante y agónico en su pecho, Irene sintió que una especie de líquido espeso y caliente se deslizaba por su rostro y pecho.
Cuando abrió los ojos, vio la clara figura de Publius Caesar en frente de ella. En ese momento, Irene murió y volvió a vivir por causa del pánico.
La mirada del gran tutor imperial era feroz, pero lo que en realidad la alarmaba era el cuerpo que previamente Publius Caesar había derribado justo en frente de ella.
El cuerpo nunca le reaccionó. Tiritaba, y no precisamente por causa del frío.
Irene pestañeó varias veces y respiró profundamente, consiguiendo con ello liberarse del pánico que la mantenía presa. Movió ligeramente los pies, pero simplemente no pudo resistir estar de pie y ver la sangre de los rebeldes derramada sobre el marmolejo de excelsa belleza… Todo era tan tétricamente extraño, sublime e inquietante.
La melodía de la muerte la perseguía donde quiera que fuese.
Cayó sobre el suelo, consiguiendo mancharse aún más.
El olor metálico de la sangre entró por sus fosas nasales, impidiéndole respirar con normalidad. Tenía náuseas y estaba bastante mareada… Se sentía miserable.
El susto no dejaba su corazón. ¿Cómo podía hacerlo cuando sabía que ella misma estaba engañando a Publius Caesar y que podía correr el mismo destino que el rebelde tirado sobre su propia sangre? Si él la descubría la iba a matar y cortar en trocitos… Iba a sufrir un peor destino que el hombre apuñalado en el suelo.
Irene se deslizó en el charco de sangre. Lloró de la impotencia al no poderse librar de aquella terrible sensación. Se encontraba nadando en un río rojo, gateando como un gatito ciego en medio de la avalancha nauseabunda.
Su esfuerzo finalmente se vio recompensado, pues Publius Caesar se compadeció de su desdicha y la levantó del suelo ensangrentado mientras la sostenía por la cintura. Ambos fueron bailarines de una danza purpúrea y sangrienta. Los dos bailaron la danza de la muerte sobre sangre impura.
Publius Caesar…
Irene sintió que los escalofríos recorrieron su espalda… ¿en qué momento había pensado que suplantar a la señorita Galiana era una buena idea? Estaba arrepentida. Moría del miedo, las piernas le temblaban con tanta frecuencia que le era imposible mantenerse en pie.
La luna blanca se había escondido bajo las nubosidades de aquella noche
oscura y fría.
Irene observó con detenimiento el rostro de Publius Caesar solo para darse cuenta de que aquel sujeto tenía una apariencia mucho más amenazante que en sus pesadillas… Era guapo, sí… Pero no podía dejar de pensar en su futuro desdichado cuando él se enterase de su engaño. Tragó en seco.
Él se separó de ella y continuó derribando a los otros rebeldes con la ayuda de los soldados que él mismo comandaba.
Quedando de pie, Irene pudo ver la magnitud de lo sucedido. Los invitados estaban amontonados en las esquinas, los arreglos nupciales estaban destruidos y manchados con sangre, ella misma; su rostro, su cabello tinturado de negro y su túnica blanca ahora estaban teñidos de sangre.
El día más importante de su vida… terminó convirtiéndose en un auténtico baño de sangre.
Publius Caesar era un hombre peligroso. Ella debía ser cautelosa para no fracasar en su arriesgado plan.
Irene se quedó sin aliento.
Publius Caesar… otra vez.
Le temblaban las piernas. Estaba muerta del miedo.
Meses antes...Cuando Irene se enteró de que la mujer más digna del imperio residía en la ciudad de Roma, no pudo evitar preguntar a su madre como era dicha ciudad y por qué esa mujer residía allí. Lejos de comprender el significado de las palabras de su madre, Irene solo pensó en ingresar algún día a Roma y convertirse en la más respetada de todas las mujeres.Sin embargo, pronto descubrió que, siendo una prisionera de guerra y de origen griego, solo podía ser una pobre esclava.Desde ese día, su futuro estuvo plagado de espinas y humo. Había sido una niña consentida, pero aquel recuerdo se había convertido en algo borroso. Sus padres no habían conservado la gracia y la fortuna, siendo víctimas de un fatal accidente mientras huían de la guerra. Estaba sola en compañía de su hermana menor, una chica de trece años que había afrontado la desgracia junto a ella. Aquella niña, se había hecho adulta siendo tan solo una pequeña. Sus padres habían sido grandes personas, pero sus nombres pr
Mientras salía de la habitación de su ama, Irene observó al joven Gayo entrar a la mansión. Él era un importante erudito de la familia. Si bien no era un patricio, el estatus que él poseía era bastante elevado en comparación del de ella, que era una plebeya, antes una esclava.Irene se desplazó sutilmente y le observó detrás del imponente poste blanco.Sus ojos cristalinos miraron con curiosidad y embeleso como el muchacho caminaba hacia la casa central de la mansión. Ella había hablado con Gayo en varias ocasiones, él era un hombre culto, era inteligente y atractivo. Sin embargo, ella no debía aspirar a más.Irene replicó en su mente. Después de todo, ella quería convertirse en la esposa de un patricio, ¿no era digna de un erudito? Pese a todo, muy en el fondo, Irene sabía que era difícil conseguir algo por sí misma. Sonaría poco honrado y hasta descarado, pero debía optar por otras formas sutiles, que no implicaran destacar con talento. El talento estaba de más cuando se nacía sien
Con la orden final del pretor, Irene fue enviada hacia Roma, en donde se celebraría la auspiciosa boda.Antes de salir de la mansión, la señoría Irene entró a la habitación y ayudó a prepararla. Pues, tenían mucho trabajo por hacer.—Irene, ¿estás segura? —preguntó Galiana—. Te extrañaré mucho, no sé si esta es una buena decisión. Además, ¿qué pasará si él se entera demasiado pronto?—No debe preocuparse, él no sospechará… no por ahora.Irene por fin fue ataviada con la túnica blanca y los collares de perlas de la familia del gobernador de Macedonia. Finalmente, Galiana misma le ajustó el cinturón a Irene y la dejó salir de la habitación hacia el carruaje que esperaba en la entrada de la mansión.La tarea en ella había sido rigurosa. Pues, físicamente Irene y Galiana no eran nada parecidas. Al final de la jornada, el cabello rubio de Irene se manchó con tintura negra, consiguiendo una tonalidad parecida al de la hija del gobernador.Cuando Irene montó en el carruaje, conectó la mirada
Irene caminó hacia el interior de su nueva habitación y observó en silencio la majestuosidad del lugar. Parecía que para la gente rica aquello era muy normal. Aun no podía comprender como otros vivían en la abundancia mientras que otros morían sin esperanza y en la miseria. Irene se sentó en el tocador y vio su rostro enrojecido. Se seguía sintiendo incómoda, pues no había lavado su cabello y tan solo había quitado la sangre con una toalla, ya que temía que la tintura oscura se saliera. Allí aceptó que debía conseguir más tinte negro antes de que el tutor imperial descubriese su secreto. Viéndose frente al espejo, Irene le señaló a su criada el peine. Quería que peinara su cabello, quería recordar lo que era que otra persona la peinase. El ultimo recuerdo de su madre era ese; una noche tranquila, ella sentada en el suelo y la mujer peinando sus cabellos dorados. —Péiname —ordenó Irene con suavidad a Jonia. Jonia la observó a través del espejo y le sonrió con desprecio. Sujetó el pe
Irene conocía cada rincón y recoveco de la imponente mansión en la que habitaba junto a su esposo, Publius Caesar. Sin embargo, había un lugar en particular que siempre había sido un misterio para ella, una habitación secreta en la que su esposo pasaba horas sin que nadie supiera qué hacía allí. La curiosidad finalmente la venció y, una noche, mientras creía que su esposo dormía profundamente, Irene decidió investigar. Con sigilo, abrió la puerta de la habitación secreta y, con un pequeño candelabro en la mano, se adentró en la oscuridad. De repente, una figura surgió de la oscuridad. Era Publius, su esposo, y sus ojos la miraban con una mezcla de ira y reprobación. Era como si supiera que ella lo estaba vigilando desde el primer momento. Sin decir una palabra, Irene se dio cuenta de que había cruzado una línea.Irene trató de retroceder, pero la pared le impedía escapar. Publius se acercó a ella con determinación, su presencia imponente la dejaba sin aliento. Ella le tenía miedo, per
La batalla de voluntades estaba en su apogeo, la sangre corría por las venas con una presión inquietante. Sus miradas chocaban entre sí en una danza mortal. Elektra se abría paso entre los pensamientos de Irene, avasallándola con su brillante mirada, con la seguridad de su cuerpo que era como golpes en la piel de Irene. Su determinación inquebrantable. Se acercó sigilosa, y cuando finalmente la tuvo a su alcance, la tomó por sorpresa. Irene, la traidora, la que había engañado a Publius Caesar. Elektra la sobornó, exigiéndole que revelara su verdadero nombre. Irene, temerosa por la vida de su hermana Hemera, se resistió, pero finalmente cedió ante la implacable presión de Elektra. Pero incluso en medio de la tensión, Elektra no la culpaba. Al notar la preocupación de Irene por Hemera, Elektra prometió protegerla. Sus palabras resonaron en la noche, como una promesa sagrada. —Prometo que protegeré a tu hermana —advirtió con voz potente—. Esta noche la despojaré de su posición de escla
Publius Caesar se volvió hacia Irene, tomó una copa de vino y la observó con intensidad mientras ella se alejaba. Justo antes de que Irene desapareciera del pasillo, Publius Caesar habló con voz fuerte, haciendo que ella frenara su apresurado paso.—Pronto tendremos que visitar al emperador en el monte Palatino. Ha estado impaciente por conocerte desde que escuchó sobre ti —dijo con una sonrisa siniestra en su rostro—. Asegúrate de prepararte.Irene tragó saliva y trató de mantener la compostura. Sabía que esta visita era crucial para su ascenso al poder, pero también temía lo que pudiera pasar. Sabía que, si daba un paso en falso frente al emperador, su muerte estaba más que determinada pasara lo que pasara.—Lo entiendo, mi señor —respondió con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza dentro de su pecho.Publius Caesar se acercó a ella y la tomó por el brazo con fuerza, acercándola a su cuerpo.—Recuerda, Galiana, que tu destino está en mis manos. Puedo hacerte o destruirte con
Irene se sentó en el tocador y dejó que las criadas peinaran su cabello. Se observó en el reflejo amarillento y sonrió débilmente. Publius Caesar no era lo que ella pensaba, era mucho más que eso. Estaba aliviada, pues todavía permanecía con vida, pero la expectativa de lo que sucedería ese día la mantenía alerta. Para la familia noble de Publius Caesar, presentarse ante el emperador de Roma era solo un protocolo más a seguir. Sin embargo, para ella significaba demasiado. Ella había sido una esclava y de la noche a la mañana se había convertido en una señora rica y poderosa, la esposa de un patricio. Los cambios en su vida eran extraños y eso la asustaba, pues, así como estaba en la cima, así mismo podía caer a lo más profundo. Desde ese día, algo dentro de Irene cambió. Mantenerse con vida ya no solo dependía de ella, sino también de Publius Caesar, Elektra y la noble Popea. Ahora, debía defender la única identidad que le servía; la de esposa de un noble romano. Se miró las manos