Estoy de regreso, dejenme su apoyo para que esta historia continúe.
Al atardecer, Irene salió de la mansión del gran tutor imperial en compañía de su marido, la noble Elektra y su madre Popea. La procesión se extendió por las calles de Roma como un festín lleno de vertiginosa solemnidad. Era así como la esclava se convertía en ama, como su piel de oveja se arrancaba para siempre de su presencia. Sí, ese día Irene se convirtió en un lobo más de la familia imperial. Ya no temía nada, ahora solo buscaría elevarse sobre los demás y vengar a su familia. Irene observó a través de la ventanilla del carruaje. El corazón se le estrujó por un instante, sintió la soledad, pues ahora ni siquiera sabía donde se encontraba su hermana. Finalmente, llegaron al monte palatino, el lugar más importante de todo el imperio, porque allí vivía el emperador. Irene siguió a Publius Caesar, quien encabezaba la caminata hacia el interior del mayor de los palacios. Estaba maravillada por la belleza del lugar y la opulencia. —Sigue el protocolo que haga Elektra, no te pasará n
—¿Cómo puedes estar tan segura? —arremetió mientras se acercaba a ella. Arrinconándola contra la pared, haciendo que ella se asustara.—Como su esposa, mi lealtad hacia Publius Caesar es un vínculo eterno e inquebrantable y en mi corazón arde la promesa de apoyarlo en cada batalla, no solo como su esposa, sino como su fiel seguidora —dictó con férrea determinación. Sin temer que él pudiese estrangularla debido a la ira—. Ahora, su señoría debería suplicar por que el emperador se recupere. No es un buen momento para que ambicione el trono, no deje entre ver su verdadero deseo… Será el único consejo que le daré de todo corazón.Luego de decir aquello, Irene se zafó como pudo y caminó rápidamente de regreso mientras todavía temblaba. Respiraba agitada, pero a la vez con la certeza de que había tramado a Lucius.Irene entró de nuevo en la habitación del rey.El aire en la habitación del rey era pesado y cargado de tensión, impregnado con el olor a incienso y enfermedad. Irene, con paso de
Mientras Irene continuaba su andar por el salón principal, sus oídos captaron el murmullo de los nobles y el tintineo de las copas de vino. Su atención se desvió hacia un grupo de esclavos que se mantenían en un rincón apartado de la sala, entre ellos destacaba uno que era distinto, con una mirada aguda y una presencia que no pasaba desapercibida. Era Claudio, el esclavo con dotes de médico que ella había hecho traer de Macedonia por orden del rey.Irene se acercó a él con pasos decididos, su curiosidad despertada por la misteriosa figura.—¿Eres tú Claudio? —preguntó con voz firme pero amable.El esclavo asintió con modestia, sus ojos oscuros brillando con humildad y conocimiento. "—Sí, mi señora —respondió con cortesía.Irene sonrió levemente.—Cladio, me conoces, fui esclava al igual que tú… Soy Irene.El hombre observó con detenimiento a Irene y luego de un rato, abrió los ojos con sorpresa. Irene sonrió en respuesta.—Estás aquí y el emperador te agradece su salud —continuó Iren
Irene caminaba por los exuberantes jardines del palacio, su mente absorta en pensamientos tumultuosos sobre su relación con Publius Caesar. La brisa suave acariciaba su rostro mientras recordaba la última conversación que había tenido con Lucius, plagada de tensiones y secretos no dichos. Su corazón latía con fuerza, lleno de anhelos y temores, mientras se dirigía hacia la sección del palacio donde toda la familia de Publius Caesar se estaba quedando. Al doblar una esquina, se topó con Publius Caesar, quien la esperaba bajo la sombra de un antiguo roble. Su presencia imponente la dejó sin aliento, y por un instante, el tiempo pareció detenerse mientras se miraban el uno al otro con una mezcla de deseo y cautela. —Publius —murmuró Irene, su voz era apenas un susurro en la brisa—, ¿se encuentra bien el emperador? Publius asintió en silencio, sus ojos oscuros brillaban con una intensidad que la hizo estremecer. —Ya está estable. El médico que mandaste a traer es muy bueno. De seguro
Finalmente, con un grito desgarrador, Irene logró alertar a Publius Caesar, quien ya regresaba hacia ella. El asesino estuvo a punto de apuñalarle el corazón, pero desde la distancia Publius Caesar lanzó una daga tan pequeña como letal. La figura enmascarada cayó sobre el suelo, desangrandose en el proceso. Irene corrió frenéticamente hacia el Publius Caesar, su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho mientras buscaba desesperadamente refugio y ayuda. La adrenalina seguía bombeando por sus venas, su mente aturdida por la cercana cercanía de la muerte. Se refugió con Publius Caesar, quien la recibió con sorpresa y preocupación en sus ojos oscuros. Sin aliento y temblando de miedo, Irene apenas pudo articular palabras coherentes mientras relataba el ataque y suplicaba ayuda para identificar al perpetrador. Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que supiera quién la había intentado asesinar, pues reconoció el rostro del asesino una vez Publius quitó la mascara. Se trata
Irene tragó saliva, sintiendo el peso abrumador de la verdad en sus hombros mientras se enfrentaba al emperador. Sabía que no podía negar la realidad de su pasado, pero tampoco podía permitir que su identidad la definiera. Con la espalda erguida y la determinación en sus ojos, respondió con voz firme: —Sí, mi señor, es verdad que fui una esclava. Pero también es verdad que he luchado por mi libertad y he demostrado mi valía en este palacio. El emperador la observó con atención, sus ojos oscuros buscando cualquier indicio de mentira en sus palabras. Sin embargo, antes de que pudiera decir algo más, su mirada se desvió hacia la figura de Galiana, quien estaba de pie en una esquina de la habitación, mirándola con una sonrisa burlona en los labios. Irene sintió un escalofrío recorrer su espalda al darse cuenta de que había sido observada todo el tiempo, que sus secretos habían sido expuestos ante los ojos del emperador y su corte. Sin embargo, en lugar de retroceder ante la mirada despe
Irene caminaba por los pasillos del palacio con el corazón latiendo con fuerza en el pecho. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que vio a su hermana Hemera, y ahora, gracias a una orden del emperador, tendría la oportunidad de reunirse con ella una vez más. Aunque el emperador no había demostrado abiertamente su confianza en Irene, el simple hecho de permitirle ver a Hemera era un gesto significativo. Finalmente, llegó a la puerta de la habitación donde se encontraba Hemera. Respiró hondo antes de abrir la puerta y entrar con paso decidido. Hemera estaba sentada junto a la ventana, con una expresión de sorpresa al ver a Irene entrar. —Irene... Irene se acercó a ella con una sonrisa emocionada, sin poder contener la alegría de volver a ver a su hermana. —Hemera, hermana mía... Es tan bueno verte de nuevo. Hemera se lanzó a los brazos de Irene, abrazándola con fuerza como si temiera que desapareciera si la soltaba. —No puedo creer que estés aquí. Pensé que nunca volvería
El gran salón del palacio imperial estaba lleno de expectación cuando el emperador subió al estrado para dirigirse a su corte. Todos los presentes, desde los nobles más altos hasta los sirvientes más humildes, se habían congregado para escuchar sus palabras. El emperador contempló a su audiencia con solemnidad antes de continuar su anuncio. —¡Honorables cortesanos y leales súbditos del imperio! Ha llegado el momento de demostrar la fuerza y la destreza de nuestros hombres más valientes. Por ello, anuncio la celebración de un gran torneo que determinará nuevos puestos en nuestro imperio. El murmullo de emoción se extendió por la sala mientras los presentes absorbían la noticia. Todos los hombres del palacio serían llamados a participar en esta competencia, un desafío de habilidad y valentía que determinaría quiénes serían dignos de servir en roles de mayor importancia en el imperio. El emperador continuó explicando las reglas y los detalles del torneo, mientras los corazones de los