Capítulo 3

Mientras salía de la habitación de su ama, Irene observó al joven Gayo entrar a la mansión. Él era un importante erudito de la familia. Si bien no era un patricio, el estatus que él poseía era bastante elevado en comparación del de ella, que era una plebeya, antes una esclava.

Irene se desplazó sutilmente y le observó detrás del imponente poste blanco.

Sus ojos cristalinos miraron con curiosidad y embeleso como el muchacho caminaba hacia la casa central de la mansión. Ella había hablado con Gayo en varias ocasiones, él era un hombre culto, era inteligente y atractivo. Sin embargo, ella no debía aspirar a más.

Irene replicó en su mente. Después de todo, ella quería convertirse en la esposa de un patricio, ¿no era digna de un erudito? 

Pese a todo, muy en el fondo, Irene sabía que era difícil conseguir algo por sí misma. Sonaría poco honrado y hasta descarado, pero debía optar por otras formas sutiles, que no implicaran destacar con talento. El talento estaba de más cuando se nacía siendo pobre y común.

Irene recordó algunas palabras que su padre alguna vez le dijo:

Mi buena hija, ¿Cómo te conseguiré un esposo? No eres bella como tu hermana, lo único que destaca es tu cabello rubio.

No necesito un esposo, padre. Yo sola sé protegerme, usted lo verá.

Mi niña, no digas cosas irreales… ¿quién te protegerá cuando yo muera?

Irene no tenía dudas. No era una belleza y definitivamente ningún hombre caería rendido a sus pies con tan solo verla. Sin embargo, ella quería intentar acercarse un poco más al joven Gayo, quizá… su verdadera belleza podía ser apreciada por otros ojos.

Armada de valor, se acercó al hombre, siguiendo su camino hacia el interior de la mansión. Sentía su corazón latir a millón, sus manos sudaban y presentía que en cualquier momento iba a caer desmayada de la emoción.

—¡Joven Gayo! —llamó apresuradamente antes de que el muchacho entrara a la mansión.

Para Irene compartir unos breves instantes con el intelectual era un verdadero placer. A ella no le importaba conformarse con las migajas del joven Gayo.

¿Qué era la luz que provenía de los ojos de Gayo? Irene no lo comprendía. Solo sabía que le gustaba aquella frescura, su voz calmada y vibrante, sus ojos raros, profundos, intensos.

El joven Gayo se detuvo camino a la mansión y le sonrió ampliamente.

—Señorita Irene —sonrió—. ¿Su ama quiere que haga algo por ella?

Irene negó de inmediato. ¿Cómo iba a justificar dirigirle la palabra cuando no debía hacerlo? Él era muy elevado para ella.

—Joven Gayo, ¿viene a ver al joven Ikarius?

El muchacho asintió.

—Por supuesto, el gobernador está afanado en conseguir que su hijo sea parte del senado, así que me ha pedido que venga personalmente a enseñarle.

Irene asintió encantada. Su voz era tan melódica, que no le importaba quedarse sentada a escucharle todo el día.

—Joven Gayo, ¿por qué no aspira usted también al senado?

El joven Gayo borró la sonrisa que había en su rostro.

—Temo que no puedo aspirar a ello…

—¿Por qué? —preguntó Irene extrañada. Para ella un genio como Gayo debía si o si ser un hombre de renombre—. Usted proviene de una familia de eruditos, tiene posibilidades.

—Señorita Irene, entrar al senado no es algo a lo que puedo aspirar —contestó débilmente—. Por ahora, me conformo con tener pupilos y que ellos me deban el favor… Ahora, debo irme.

Gayo se despidió rápidamente de ella y avanzó hacia la entrada de la mansión. Irene lo observó irse. La figura alta y espigada se fue perdiendo en la lejanía hasta que finalmente no lo vio.

[…]

Irene deseó haber negado la petición de la señorita Galiana. Gracias a ella, ahora se encontraba en un gran problema. Ella mordió sus labios con nerviosismo en cuanto vio aparecer al amo Ikarius, el hijo mayor del gobernador y actual aspirante al senado.

Ante la vista pública, el joven Ikarus se regodeaba con su clase patricia y evitaba a toda costa que fuese relacionado con los jóvenes inmorales que despreciaban sus orígenes nobles y se daban a la perdición. Sin embargo, Irene había sido víctima de sus constantes ataques impúdicos.

¿Cómo un hijo noble de roma iba a querer siquiera tocar la piel de una esclava? Aquello no era tan inconcebible para Ikarus, que muchos creían que su aversión por los esclavos se estaba tornando en una obsesión.

Irene se encontraba sola en medio de la carretera principal que conducía hasta el interior del monte, y no paraba de preguntarse si alguna vez la señorita Galiana iba a dejar sus juegos con los esclavos e iba a actuar con madurez.

Estaba acorralada. Su ama no aparecía y además debía afrontar al joven Ikarus, quien definitivamente la había visto, por lo que esconderse sería infructífero además de humillante y vergonzoso.

—Joven Ikarius —saludó con respeto una vez el muchacho se ubicó frente a ella.

El joven sonrió con malicia.

—¿No te dije que algún día mi hermana te dejaría y que cuando eso sucediera no ibas a poder escapar de mí?

—Mi ama no me ha abandonado —respondió con seriedad—. No entiendo lo que dice.

—Dices que mi hermana no te ha abandonado, pero yo no la veo por ningún lado.

Irene respiró agitada. Quería llorar, la garganta le picaba.

—Señor, déjeme ir.

—No, no lo haré… Eres una esclava, ¿no sería un honor que seas mía?

Irene sintió asco y muchas ganas de vomitar. Estaba asustada y no tenía ninguna escapatoria real. Sería en vano si corría o gritaba, nadie le haría caso y su reputación estaría manchada… Nadie en la mansión del gobernador la respetaría.

Ella pensó en alguna excusa, una lo suficientemente real como para que el joven Ikarius la dejara en paz.

—¡No soy una esclava y mucho menos seré una suya! —declaró con firmeza mientras imponía distancia—. Si usted se propasa y me deshonra, entonces se meterá en graves problemas con el gobernador… Sí, pues él planea utilizarme para proteger a la señorita Galiana. ¡Yo ocuparé el lugar de su hermana para casarme con Publius Caesar!

El joven Ikarius la tomó fuertemente del brazo y la hizo pegarse a él. Irene trató de librarse.

—¡Mentiras! —reprochó enfurecido—. Mi padre no dependería de una sucia como tú, manchada.

—Pues esta sucia ocupará el lugar de su hermana y la librará de casarse con un hombre sanguinario como lo es Publius Caesar… ¿Pretende dañar los planes de su padre?

Irene habló con fuerza y determinación. Sin embargo, al final la señorita Galiana había decidió regresar por ella.

—¡Ikarius, suéltala! —gritó una vez vio el agarre del hombre— ¡He dicho que la sueltes! ¿Qué crees que haces?

El joven Ikarius explotó en contra de su hermana y la tomó con fuerza por uno de sus delicados brazos.

—¿Por qué defiendes a esta esclava? —bramó enfurecido—¡Sabes que la quiero para mí!

La señorita Galiana manoteó a Ikarius, consiguiendo que él la soltara de inmediato. Ella no tenía intención de quedarse callada.

—¿¡Quién crees que eres tú!? —reprochó en respuesta—. Esta esclava es mía, es de mi propiedad así que tú no puedes tocarle un solo cabello. Si lo haces, prometo que lo pagarás caro con nuestro padre, porque ella salvará a tu preciosa hermana de la deshonra… ¿No lo entiendes? Engañaré a Publius Caesar… Haré que se case con Irene y no conmigo.

El joven Ikarius escupió con fuerza a un lado del camino y se fue derrotado. No podía ir en contra de lo que le decía su hermana Galiana.

[…]

Irene caminó rápidamente hasta alejarse completamente de los dos hermanos. Se suponía que ella era quien acompañaba a la señorita Galiana. Sin embargo, su cabeza había entrado en un lapsus.

De repente, Irene se tropezó con el joven Gayo.

Irene sintió como su corazón latía acelerado y nervioso. ¿Qué había ocurrido? De repente, la luz volvía a resurgir ante sus ojos. Irene estaba maravillada con Gayo y su inteligencia. Él demostraba exuberante magnificencia.

—Joven Gayo, debo confesarle algo —inició Irene.

El silencio se hizo exquisito. Solo con él los intervalos de silencio se volvían anhelantes, casi que dulces como la miel.

—¿De qué se trata, señorita Irene? —preguntó intrigado.

Irene abrió la boca, pero no salió ni una sola palabra. El cuerpo empezaba a engañarla. Pero al final pudo balbucear aquello que tanto había querido decirle.

—Joven amo, sé que en mi posición no debo aspirar a algo más. Sin embargo, cada vez que le veo es como si el mismo sol entrara en mi corazón… He combatido ese sentimiento con mi mente, pero el corazón es terco y me obliga a seguirle amando.

Irene sintió un gran alivio. Era como si descargara de sus hombros una pesada maleta. Sonrió levemente. En el interior sabía cuál era la respuesta del joven Gayo, pero quería escucharla de sus labios.

El joven Gayo arrugó el entrecejo y la apartó de sí, aunque ella no estaba tan cerca.

Irene trastabilló un poco.

—No hice nada para que me quieras. Siento que hayas mal interpretado mi amabilidad.

Irene ya estaba preparada para recibir dicha respuesta. Sin embargo, nadie antes tuvo la gentileza de avisarle cuanto dolía un rechazo. De repente, el color abandonó su rostro.

Era una reverenda estúpida.

El joven Gayo en realidad sí la había rechazado. Nada era más doloroso que sentir cuando el orgullo era pisoteado al final de un acantilado filoso. Él no estaba mal, el problema era ella.

El erudito no era cruel, el joven Gayo era un buen hombre… Ella fue quien malinterpretó todo.

Irene giró el cuerpo y salió corriendo. Debía esconderse, la tierra debía abrirse y tragarla en ese mismo instante. Sintió sus mejillas enrojecerse y de repente, empezó a llorar mientras corría despavorida.

Era débil… ¿en realidad lo era?

[…]

Cuando regresó a la mansión, el gobernador estaba esperando en la entrada. Al parecer, el joven Ikarius había ventilado su plan. Y la señorita Galiana no sabía como apaciguar la inquietud de su propio padre.

Al ver a los hijos y al gobernador, Irene secó las lagrimas que corrían por sus mejillas y endureció el semblante.

—¿Por qué tu hermano está diciendo que no vas a casarte con Publius Caesar y que además le engañarás al entregarle a tu sirvienta? —preguntó el gobernador a la señorita Galiana una vez Irene estuvo frente a ellos.

La señorita Galiana no esperó aquella pregunta. Quedó sin palabras, casi que con la lengua atragantada en su garganta.

Irene la observó de reojo y al no ver ninguna reacción de su parte, se agachó a los pies del gobernador y habló por ella. Era la oportunidad. Por un momento debía olvidarse de todo y solo centrarse en la forma de casarse con Publius Caesar. 

—Mi señor, usted mismo debe saber que Publius Caesar es un hombre despiadado y salvaje… Ni siquiera vive en la ciudad de Roma, siempre está en tras campaña para su tío emperador. En la batalla es un hombre excepcional y todos los enemigos de Roma le tienen pavor. Es bien sabido que tiene un temperamento feroz, no apto para una dama delicada como es su hija… ¿Acaso no ha escuchado de los asesinatos masivos que se comenten en la mansión del gran tutor cada vez que este regresa? Es sangriento… disfruta de ver sufrir a los más débiles. Es perverso —respondió con tenacidad—. Mi señor, ¿quiere que su hija pase por un sufrimiento como ese?

El gobernador de Macedonia soltó un gemido. Él siendo un hombre benevolente y cariñoso con sus hijos le preocupaba el bienestar que estos tendrían en un futuro. Era un buen hombre, aunque uno muy cobarde.

Irene había dado en el clavo; su consentida hija Galiana.

—¿Por qué tú tomarías su lugar? ¿Quieres dirigirte a la muerte? No puedo entenderte, Irene —preguntó el gobernador.

—Mi señor, aprecio a la señorita Galiana… Ella me ha permitido quedarme a su lado, y me ha dado la libertad. No veo otra forma de pagarle mi deuda.

El gobernador asintió mientras la miraba de reojo. Parecía no estar convencido del todo.

—¿Es eso todo?

Irene quedó en silencio.

La brisa sopló con suavidad y removió los cabellos rubios que sobresalían de la raída cofia blanca, que cubría su pequeña cabeza. Respiró con profundidad antes de responderle con toda la sinceridad.

—No —aseveró. De inmediato, llamó la atención del gobernador y su hija, quienes se vieron sorprendidos por su respuesta—. Publius Caesar desgració a mi familia. Yo debo saber la verdad, quiero vengarme, debo hacerlo.

El gobernador se quedó estupefacto. No sabía qué responder.

—Usted y su familia no se verán involucrados, pues ya he pensado muy bien lo que haré. Sin embargo, ustedes deben hacer dos cosas por mí. Una como recompensa y otra como beneficio para ustedes —respondió Irene con firmeza.

Sus ojos se cristalizaron. La soledad del fino cristal era tan profunda, que incluso en medio de las penas y las olas azules se veía reflejada su desgracia.

—¿Qué es? —preguntó el gobernador.

Irene respiró nerviosa. Después de tantos años podía hacer aquella solicitud. Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. No era tiempo para derramar lágrimas, era el momento de mostrarse animosa y decidida.

—Primero, deben considerarme legalmente como hija de la casa del gobernador. Segundo, quiero que liberen a mi hermana. Si ustedes me conceden lo último, prometo que pagaré incluso con mi vida la deuda que tengo con ustedes.

—¡Hecho! —respondió el gobernador de inmediato.

Irene levantó el rostro. ¿Había aceptado el gobernador?

Todo indicaba que así era.

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