Meses antes...
Cuando Irene se enteró de que la mujer más digna del imperio residía en la ciudad de Roma, no pudo evitar preguntar a su madre como era dicha ciudad y por qué esa mujer residía allí. Lejos de comprender el significado de las palabras de su madre, Irene solo pensó en ingresar algún día a Roma y convertirse en la más respetada de todas las mujeres.
Sin embargo, pronto descubrió que, siendo una prisionera de guerra y de origen griego, solo podía ser una pobre esclava.
Desde ese día, su futuro estuvo plagado de espinas y humo. Había sido una niña consentida, pero aquel recuerdo se había convertido en algo borroso. Sus padres no habían conservado la gracia y la fortuna, siendo víctimas de un fatal accidente mientras huían de la guerra.
Estaba sola en compañía de su hermana menor, una chica de trece años que había afrontado la desgracia junto a ella. Aquella niña, se había hecho adulta siendo tan solo una pequeña. Sus padres habían sido grandes personas, pero sus nombres pronto fueron olvidados.
Ella no era más que una niña escuálida de cabellos rubios, casi blancos a la luz del sol, de mirada esquiva y pensamientos extraños. Con catorce años, había afrontado la esclavitud, las penurias y el prejuicio. Ahora, teniendo dieciocho años, Irene se había convertido en una liberta, condición que le permitía conseguir con su servicio, la libertad de su hermana menor.
Ella era una criada libre que estaba al servicio de la señorita Galiana, la hija del gobernador de la provincia de Macedonia, una patricia, una muchacha extrovertida y habladora que siempre estaba metida en problemas, y que solo se salvaba de los castigos gracias a la ayuda de Irene, quien siempre le daba ideas para burlar la furia del gobernador.
Aquella mañana, Irene se levantó temprano para atender a su señorita, como era la costumbre.
Cuando entró a la enorme y cálida habitación, Irene vio a su ama tendida sobre el lecho mientras se retorcía con fuerza, sollozando débilmente por lo que parecía ser una pena de muerte. La señorita siempre había sido melodramática, mucho más cuando se trataba del romance tórrido que tenía con uno de sus esclavos.
Irene aceleró el paso y se detuvo junto en frente del lecho, sacudió a la señorita haciendo que esta se apartara abruptamente. Irene tomó un pañuelo de algodón y se lo tendió a la mujer para que se secara las lágrimas. Aquella era una escena de nunca acabar.
—Señorita, su padre la espera… dice que debe presentarse lo antes posible, que no acepta negativas.
La señorita se dio la vuelta. Sus ojos verdes estaban rojos e hinchados por el llanto, pero ni siquiera en esas condiciones Irene se sintió entristecida por el estado de su ama.
—¿Por qué nuestra familia tiene que afrontar tantas dificultades? —preguntó mientras lloraba profusamente—. Mi hermano debe irse a la guerra y además mi padre ha aceptado el edicto perpetuo del pretor… ¡Me han ordenado casarme!
Irene trató de verse afectada por la noticia de la señorita cuando en realidad le interesaba muy poco. Quizá, si se esforzaba podía utilizar aquella situación para su beneficio. Sin embargo, tenía poca información.
—¿Qué hará su padre?
—¡Ha aceptado! —exclamó.
—¿Con quién se casará? —preguntó mientras le peinaba el cabello negro—. No creo que su unión sea mala.
—¡Eso es lo peor! —reprochó mientras volvía a llorar—. ¿Cómo aceptó mi padre? ¿Cómo se le pasó por la cabeza aceptar a Publius Caesar como mi marido?
Irene se encontraba detrás de la señorita Galiana peinándole el cabello. Pero en cuanto escuchó la mención de aquel hombre, dejó caer el peine al suelo, haciendo que este se rompiera en pedazos.
Publius Caesar…
Irene parpadeó. El pitido chillante se instauró en sus oídos.
Su nombre era como una sombra enorme y misteriosa, que cubría con su oscuridad toda la corte y la ciudad imperial, haciendo que la gente incluso caminara con los cuerpos encorvados y tiritantes del miedo.
Irene también le tenía miedo, pero pensaba que esa era la oportunidad de oro que tenía para saber qué era lo que les había pasado a sus padres. Pues en aquel entonces, los rumores adjudicaron la masacre de Atenas a Publius Caesar, quien cumplía los veintidós años en aquel momento.
La señorita Galiana miró a Irene con enojo y la empujó con el pie, haciendo que cayera al suelo con rudeza. Irene se arrodillo y empezó a recoger los pedazos del peine. De haber sido otra sirvienta, ya podría dar por segura una golpiza, pero la señorita Galiana al menos le tenía un poco de consideración por las ayudas que Irene le brindaba cada vez que salía para verse a escondidas con el esclavo.
Irene pensó un poco. El camino era claro ante sus ojos.
Ella debía aprovechar aquella oportunidad tan única… Incluso si Publius Caesar podía torcer su cuello como si fuese el pescuezo de una gallina, Irene se iba a arriesgar una vez más para obtener la verdad.
Se arrodilló nuevamente y observó a la señorita Galiana.
—¿Por qué no deja que ocupe su lugar?
Irene se sorprendió con la propuesta que salió de sus labios. Lo había pensado, pero no tanto como para sopesar los riesgos que aquel engaño podía significar.
La señorita Galiana la observó en silencio. De repente, abrió los ojos y sonrió aliviada.
—¡Sabía que tenías una solución a esto! —replicó emocionada.
Irene sonrió con timidez.
—Señorita, esta vez necesitamos el consentimiento de su padre… si hacemos esto por nuestra cuenta, la familia entera podrá verse afectada.
—¿Estás demente? —replicó Galiana—. Mi padre no aceptará.
—Si lo persuadimos de la manera correcta le aseguro que apoyará esta idea. Ahora, lo importante es hablar del divorcio o la anulación.
—¿Qué quieres decir?
—Este matrimonio solo afecta la honorabilidad de la familia. Si se rechaza, cabe la posibilidad de que las familias patricias se alejen de su familia. En cambio, si se alega que hubo un malentendido, el pretor que ordenó el matrimonio deberá rectificar su edicto… Eso significa que esta vez sí necesitará la autorización del palacio. Posiblemente, el matrimonio quede roto.
—¿Quieres decir que al final desistirá?
Irene asintió.
—¡Exacto! No le conviene ventilar que en su jurisdicción hubo tal error —respondió Irene—. Si lo hacemos, usted podrá casarse con quién desee y no con este hombre sanguinario.
—Pero Publius Caesar es cercano a la familia real, es el tutor de los príncipes… Es el hijo adoptivo de la hermana del emperador.
Irene no se terminaba de convencer con su propia idea, pero tampoco podía permitir que la señorita Galiana sospechara algo malo. Cuadró los hombros y enfrió la mirada; hizo todo a su alcance por verse segura.
—Esta vez contamos con un poco de gracia. Su familia no sufrirá mucho… No debe preocuparse, yo tomaré su lugar. Moriré si usted se ve perjudicada.
Mientras salía de la habitación de su ama, Irene observó al joven Gayo entrar a la mansión. Él era un importante erudito de la familia. Si bien no era un patricio, el estatus que él poseía era bastante elevado en comparación del de ella, que era una plebeya, antes una esclava.Irene se desplazó sutilmente y le observó detrás del imponente poste blanco.Sus ojos cristalinos miraron con curiosidad y embeleso como el muchacho caminaba hacia la casa central de la mansión. Ella había hablado con Gayo en varias ocasiones, él era un hombre culto, era inteligente y atractivo. Sin embargo, ella no debía aspirar a más.Irene replicó en su mente. Después de todo, ella quería convertirse en la esposa de un patricio, ¿no era digna de un erudito? Pese a todo, muy en el fondo, Irene sabía que era difícil conseguir algo por sí misma. Sonaría poco honrado y hasta descarado, pero debía optar por otras formas sutiles, que no implicaran destacar con talento. El talento estaba de más cuando se nacía sien
Con la orden final del pretor, Irene fue enviada hacia Roma, en donde se celebraría la auspiciosa boda.Antes de salir de la mansión, la señoría Irene entró a la habitación y ayudó a prepararla. Pues, tenían mucho trabajo por hacer.—Irene, ¿estás segura? —preguntó Galiana—. Te extrañaré mucho, no sé si esta es una buena decisión. Además, ¿qué pasará si él se entera demasiado pronto?—No debe preocuparse, él no sospechará… no por ahora.Irene por fin fue ataviada con la túnica blanca y los collares de perlas de la familia del gobernador de Macedonia. Finalmente, Galiana misma le ajustó el cinturón a Irene y la dejó salir de la habitación hacia el carruaje que esperaba en la entrada de la mansión.La tarea en ella había sido rigurosa. Pues, físicamente Irene y Galiana no eran nada parecidas. Al final de la jornada, el cabello rubio de Irene se manchó con tintura negra, consiguiendo una tonalidad parecida al de la hija del gobernador.Cuando Irene montó en el carruaje, conectó la mirada
Irene caminó hacia el interior de su nueva habitación y observó en silencio la majestuosidad del lugar. Parecía que para la gente rica aquello era muy normal. Aun no podía comprender como otros vivían en la abundancia mientras que otros morían sin esperanza y en la miseria. Irene se sentó en el tocador y vio su rostro enrojecido. Se seguía sintiendo incómoda, pues no había lavado su cabello y tan solo había quitado la sangre con una toalla, ya que temía que la tintura oscura se saliera. Allí aceptó que debía conseguir más tinte negro antes de que el tutor imperial descubriese su secreto. Viéndose frente al espejo, Irene le señaló a su criada el peine. Quería que peinara su cabello, quería recordar lo que era que otra persona la peinase. El ultimo recuerdo de su madre era ese; una noche tranquila, ella sentada en el suelo y la mujer peinando sus cabellos dorados. —Péiname —ordenó Irene con suavidad a Jonia. Jonia la observó a través del espejo y le sonrió con desprecio. Sujetó el pe
Irene conocía cada rincón y recoveco de la imponente mansión en la que habitaba junto a su esposo, Publius Caesar. Sin embargo, había un lugar en particular que siempre había sido un misterio para ella, una habitación secreta en la que su esposo pasaba horas sin que nadie supiera qué hacía allí. La curiosidad finalmente la venció y, una noche, mientras creía que su esposo dormía profundamente, Irene decidió investigar. Con sigilo, abrió la puerta de la habitación secreta y, con un pequeño candelabro en la mano, se adentró en la oscuridad. De repente, una figura surgió de la oscuridad. Era Publius, su esposo, y sus ojos la miraban con una mezcla de ira y reprobación. Era como si supiera que ella lo estaba vigilando desde el primer momento. Sin decir una palabra, Irene se dio cuenta de que había cruzado una línea.Irene trató de retroceder, pero la pared le impedía escapar. Publius se acercó a ella con determinación, su presencia imponente la dejaba sin aliento. Ella le tenía miedo, per
La batalla de voluntades estaba en su apogeo, la sangre corría por las venas con una presión inquietante. Sus miradas chocaban entre sí en una danza mortal. Elektra se abría paso entre los pensamientos de Irene, avasallándola con su brillante mirada, con la seguridad de su cuerpo que era como golpes en la piel de Irene. Su determinación inquebrantable. Se acercó sigilosa, y cuando finalmente la tuvo a su alcance, la tomó por sorpresa. Irene, la traidora, la que había engañado a Publius Caesar. Elektra la sobornó, exigiéndole que revelara su verdadero nombre. Irene, temerosa por la vida de su hermana Hemera, se resistió, pero finalmente cedió ante la implacable presión de Elektra. Pero incluso en medio de la tensión, Elektra no la culpaba. Al notar la preocupación de Irene por Hemera, Elektra prometió protegerla. Sus palabras resonaron en la noche, como una promesa sagrada. —Prometo que protegeré a tu hermana —advirtió con voz potente—. Esta noche la despojaré de su posición de escla
Publius Caesar se volvió hacia Irene, tomó una copa de vino y la observó con intensidad mientras ella se alejaba. Justo antes de que Irene desapareciera del pasillo, Publius Caesar habló con voz fuerte, haciendo que ella frenara su apresurado paso.—Pronto tendremos que visitar al emperador en el monte Palatino. Ha estado impaciente por conocerte desde que escuchó sobre ti —dijo con una sonrisa siniestra en su rostro—. Asegúrate de prepararte.Irene tragó saliva y trató de mantener la compostura. Sabía que esta visita era crucial para su ascenso al poder, pero también temía lo que pudiera pasar. Sabía que, si daba un paso en falso frente al emperador, su muerte estaba más que determinada pasara lo que pasara.—Lo entiendo, mi señor —respondió con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza dentro de su pecho.Publius Caesar se acercó a ella y la tomó por el brazo con fuerza, acercándola a su cuerpo.—Recuerda, Galiana, que tu destino está en mis manos. Puedo hacerte o destruirte con
Irene se sentó en el tocador y dejó que las criadas peinaran su cabello. Se observó en el reflejo amarillento y sonrió débilmente. Publius Caesar no era lo que ella pensaba, era mucho más que eso. Estaba aliviada, pues todavía permanecía con vida, pero la expectativa de lo que sucedería ese día la mantenía alerta. Para la familia noble de Publius Caesar, presentarse ante el emperador de Roma era solo un protocolo más a seguir. Sin embargo, para ella significaba demasiado. Ella había sido una esclava y de la noche a la mañana se había convertido en una señora rica y poderosa, la esposa de un patricio. Los cambios en su vida eran extraños y eso la asustaba, pues, así como estaba en la cima, así mismo podía caer a lo más profundo. Desde ese día, algo dentro de Irene cambió. Mantenerse con vida ya no solo dependía de ella, sino también de Publius Caesar, Elektra y la noble Popea. Ahora, debía defender la única identidad que le servía; la de esposa de un noble romano. Se miró las manos
Al atardecer, Irene salió de la mansión del gran tutor imperial en compañía de su marido, la noble Elektra y su madre Popea. La procesión se extendió por las calles de Roma como un festín lleno de vertiginosa solemnidad. Era así como la esclava se convertía en ama, como su piel de oveja se arrancaba para siempre de su presencia. Sí, ese día Irene se convirtió en un lobo más de la familia imperial. Ya no temía nada, ahora solo buscaría elevarse sobre los demás y vengar a su familia. Irene observó a través de la ventanilla del carruaje. El corazón se le estrujó por un instante, sintió la soledad, pues ahora ni siquiera sabía donde se encontraba su hermana. Finalmente, llegaron al monte palatino, el lugar más importante de todo el imperio, porque allí vivía el emperador. Irene siguió a Publius Caesar, quien encabezaba la caminata hacia el interior del mayor de los palacios. Estaba maravillada por la belleza del lugar y la opulencia. —Sigue el protocolo que haga Elektra, no te pasará n