Capítulo 4

Con la orden final del pretor, Irene fue enviada hacia Roma, en donde se celebraría la auspiciosa boda.

Antes de salir de la mansión, la señoría Irene entró a la habitación y ayudó a prepararla. Pues, tenían mucho trabajo por hacer.

—Irene, ¿estás segura? —preguntó Galiana—. Te extrañaré mucho, no sé si esta es una buena decisión. Además, ¿qué pasará si él se entera demasiado pronto?

—No debe preocuparse, él no sospechará… no por ahora.

Irene por fin fue ataviada con la túnica blanca y los collares de perlas de la familia del gobernador de Macedonia. Finalmente, Galiana misma le ajustó el cinturón a Irene y la dejó salir de la habitación hacia el carruaje que esperaba en la entrada de la mansión.

La tarea en ella había sido rigurosa. Pues, físicamente Irene y Galiana no eran nada parecidas. Al final de la jornada, el cabello rubio de Irene se manchó con tintura negra, consiguiendo una tonalidad parecida al de la hija del gobernador.

Cuando Irene montó en el carruaje, conectó la mirada en el joven Gayo. Su corazón estaba aplastado. Sin embargo, ella era más fuerte. Se engañaría hasta el punto de ni siquiera recordar que en algún momento le había amado.

Sintió un nudo en la garganta y sin soportar verle allí de pie, Irene cerró las cortinas del carruaje, obligándose a olvidarle de una vez por todas y sin remordimientos.

El viaje demoró varios días. Pero finalmente, pudo presenciar con sus propios ojos la cosmopolita Roma, una ciudad moderna y adelantada en comparación de las otras provincias.

Irene observó las calles abarrotadas de gente y como esta se apartaba para darle paso al carruaje.

Era una tarde diferente. El sol empezaba a ocultarse.

Irene presentía que ese día sería especial. Cuadró los hombros, arregló sus cabellos negros tinturados y miró nuevamente por la ventana. Justo cuando lo hizo, el carruaje se detuvo en la entrada de la mansión personal del gran tutor.

Irene observó curiosa los alrededores hasta que su mirada se detuvo sobre un par de hombres. Ocurría algo allí, pero ella no podía descifrar bien qué era lo que pasaba. De repente, uno de los hombres, quien al parecer vestía como oficial, atravesó al otro con la espada, haciendo que quedara laxo, muerto sobre el suelo.

Irene cerró afanada la cortina y tocó su pecho.

El carruaje empezó a moverse nuevamente.

Irene respiró agitada. De un momento a otro, el vestido le apretaba demasiado en el pecho y sentía como el aire empezaba a faltarle en los pulmones.

La mansión del gran tutor era aterradora. Desde la misma entrada, la muerte la iba persiguiendo como una sombra silenciosa y tirana.   

Irene se encontraba horrorizada.

Publius Caesar no tenía corazón… Incluso sus subalternos hacían honor a su deplorable fama.

Estaba entrando a la mansión de Publius Caesar. Desde ese momento, ella pasaría a ser de su propiedad… ¿Qué faltal final le esperaba? Irene solo esperaba que al menos descansara con todos sus miembros completos.

¿Y si era arrojada a una montaña luego de ser despedazada?

Irene cerró los ojos. La idea le resultaba escalofriante. Pero lo peor significaba que Publius Caesar era capaz de todo…

[...]

Al final, Irene no se equivocó. 

El día más importante de su vida… terminó convirtiéndose en un auténtico baño de sangre. Publius Caesar era un hombre peligroso. Ella debía ser cautelosa para no fracasar en su arriesgado plan.

Cuando la ceremonia nupcial terminó, condujeron a Irene a su propia habitación, se sentó sobre la tina y miró la pared de baño con fijeza. Respiraba con aparente tranquilidad, pero por dentro estaba desecha; casi que desmayándose con cada recuerdo. Suspiró, cerró los ojos y abrió la boca. ¿Qué tenía que hacer para recuperar la compostura?

Estaba tremendamente abrumada por su extraña ceremonia de bodas y tan solo quería que toda la sangre que tenía encima desapareciera en un abrir y cerrar de ojos.

Irene giró el rostro hacia su nueva criada, una muchacha que había escogido personalmente la señorita Galiana para que le sirviera a ella mientras se quedaba como la esposa de Publius Caesar.

—Jonia —llamó en voz baja haciendo que la criada se acercase—. Estoy segura de que Publius Caesar querrá verme, así debes hacer algo por mí. Le dirás que estoy tan conmocionada y asustada que no puedo ni hablar.

La muchacha asintió ligeramente y se quedó a un lado de la bañera para asistirla en el baño. Justo después, Publius Caesar entró a la habitación, sorprendiendo a Irene, aunque ella ya le esperaba. Publius Caesar entró al cuarto de baño y observó de reojo a Irene, quien bajó la mirada y sumergió sus hombros en el agua.

—¿Está bien? —preguntó el hombre.

Irene alzó el rostro y le observó con fijeza. Sin embargo, no le respondió una sola palabra. La voz del gran tutor imperial era potente y segura. Irene bajó la cabeza y empuñó las manos bajo el agua. ¿Por qué era tan cobarde?

Publius Caesar se enojó.

—¿¡No hablas!? —preguntó enfurecido—. ¿Me casé con una muda?

Irene no se asustó con el grito, más bien miró de reojo a su criada. Esta de inmediato supo que debía responder.

—Señoría, mi ama está muy conmocionada por todo lo que ocurrió en su boda. No puede hablar —respondió Jonia—. ¿Desea esperar a fuera mientras la asisto en su baño?

Publius Caesar sonrió sin muchas ganas. Era una de esas sonrisas que podía asustar a cualquiera, incluso a Irene.

—Estoy en mi propia casa, pero aun así me echas.

Irene bajó la mirada y no volvió a levantarla. Esperó que con eso Publius Caesar dejara el cuarto de baño, pero no fue así. Poco después, el gran tutor tomó en sus manos un pedazo de estropajo y se acercó hasta ella.

Irene contuvo la respiración cuando él se agachó, remojó el estropajo en el agua limpia de la tinaja y restregó el estropajo sobre su piel manchada con sangre. ¿Cómo era posible que Publius Caesar estuviera asistiendo su baño? Algo no cuadraba en absoluto.

Irene lo miró con los ojos bien abiertos.

—¿Qué? —interrogó Publius Caesar—. No malinterpretes… hago esto porque me siento en deuda contigo. Tu boda se arruinó por culpa de mis viejos enemigos.

Irene trató de resistirse a que él la tocara. Sin embargo, estaba en una situación de vulnerabilidad y la verdad era que no tenía muchas salidas.

Publius Caesar restregó sus brazos, cuello y piernas con tal de quitarle la sangre que tenía adherida a la piel. Él no dejó que ella se moviera de su lugar.

Aquello hizo enojar a Irene. ¿Por qué parecía que ella era una propiedad más de Publius Caesar? Fuese como fuese, Irene estaba representando a una joven patricia, una niña remilgada de padres aristócratas… Debía abusar de eso para librarse del gran tutor. Mientras él restregaba uno de sus brazos, Irene se negó a consentir tal labor, por lo que se deshizo del agarre y le miró enojada.

Publius Caesar alzó la mirada hacia ella con extrema lentitud. En cuanto lo hizo, sus ojos cafés enmarcados con espesas cejas negras la observaron con reprobación. Irene estaba segura de que esa era una de las miradas más suaves y nada amenazantes del hombre.

El gran tutor imperial la sostuvo con firmeza por el mentón, consiguiendo que ella levantara el rostro y le mirase directamente a los ojos. Irene estuvo a punto de desmayarse del miedo. ¡Era una m*****a cobarde!

—Se lo advierto, no soy un hombre paciente y me he visto obligado a casarme al igual que usted… Le seré sincero; quiero a otra mujer —confesó en un susurro más que amenazante—. Usted es la señora de esta mansión y como tal podrá disponer de toda mi riqueza… pero le advierto una cosa; no me cause problemas o seré duro con usted.

Irene se mordió la lengua. Estuvo a punto de responderle, pero se obligó a no hacerlo, pues entonces él descubriría su mentira. Solo se limitó a asentir con la cabeza.

Publius Caesar sonrió ampliamente. Irene se sorprendió de que el gran tutor imperial tuviera una dentadura impecable.

—Nos vamos entendiendo, señorita Galiana —dijo el gran tutor imperial con una sonrisa—. Seré un buen marido. Usted tendrá mi fortuna mientras yo estoy en campaña, ¿no es perfecto? No tendrá que soportarme aquí cada día de su vida. Solo le advierto una cosa; no sobrepase los límites que yo le estableceré. 

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