Con la orden final del pretor, Irene fue enviada hacia Roma, en donde se celebraría la auspiciosa boda.
Antes de salir de la mansión, la señoría Irene entró a la habitación y ayudó a prepararla. Pues, tenían mucho trabajo por hacer.
—Irene, ¿estás segura? —preguntó Galiana—. Te extrañaré mucho, no sé si esta es una buena decisión. Además, ¿qué pasará si él se entera demasiado pronto?
—No debe preocuparse, él no sospechará… no por ahora.
Irene por fin fue ataviada con la túnica blanca y los collares de perlas de la familia del gobernador de Macedonia. Finalmente, Galiana misma le ajustó el cinturón a Irene y la dejó salir de la habitación hacia el carruaje que esperaba en la entrada de la mansión.
La tarea en ella había sido rigurosa. Pues, físicamente Irene y Galiana no eran nada parecidas. Al final de la jornada, el cabello rubio de Irene se manchó con tintura negra, consiguiendo una tonalidad parecida al de la hija del gobernador.
Cuando Irene montó en el carruaje, conectó la mirada en el joven Gayo. Su corazón estaba aplastado. Sin embargo, ella era más fuerte. Se engañaría hasta el punto de ni siquiera recordar que en algún momento le había amado.
Sintió un nudo en la garganta y sin soportar verle allí de pie, Irene cerró las cortinas del carruaje, obligándose a olvidarle de una vez por todas y sin remordimientos.
El viaje demoró varios días. Pero finalmente, pudo presenciar con sus propios ojos la cosmopolita Roma, una ciudad moderna y adelantada en comparación de las otras provincias.
Irene observó las calles abarrotadas de gente y como esta se apartaba para darle paso al carruaje.
Era una tarde diferente. El sol empezaba a ocultarse.
Irene presentía que ese día sería especial. Cuadró los hombros, arregló sus cabellos negros tinturados y miró nuevamente por la ventana. Justo cuando lo hizo, el carruaje se detuvo en la entrada de la mansión personal del gran tutor.
Irene observó curiosa los alrededores hasta que su mirada se detuvo sobre un par de hombres. Ocurría algo allí, pero ella no podía descifrar bien qué era lo que pasaba. De repente, uno de los hombres, quien al parecer vestía como oficial, atravesó al otro con la espada, haciendo que quedara laxo, muerto sobre el suelo.
Irene cerró afanada la cortina y tocó su pecho.
El carruaje empezó a moverse nuevamente.
Irene respiró agitada. De un momento a otro, el vestido le apretaba demasiado en el pecho y sentía como el aire empezaba a faltarle en los pulmones.
La mansión del gran tutor era aterradora. Desde la misma entrada, la muerte la iba persiguiendo como una sombra silenciosa y tirana.
Irene se encontraba horrorizada.
Publius Caesar no tenía corazón… Incluso sus subalternos hacían honor a su deplorable fama.
Estaba entrando a la mansión de Publius Caesar. Desde ese momento, ella pasaría a ser de su propiedad… ¿Qué faltal final le esperaba? Irene solo esperaba que al menos descansara con todos sus miembros completos.
¿Y si era arrojada a una montaña luego de ser despedazada?
Irene cerró los ojos. La idea le resultaba escalofriante. Pero lo peor significaba que Publius Caesar era capaz de todo…
[...]
Al final, Irene no se equivocó.
El día más importante de su vida… terminó convirtiéndose en un auténtico baño de sangre. Publius Caesar era un hombre peligroso. Ella debía ser cautelosa para no fracasar en su arriesgado plan.
Cuando la ceremonia nupcial terminó, condujeron a Irene a su propia habitación, se sentó sobre la tina y miró la pared de baño con fijeza. Respiraba con aparente tranquilidad, pero por dentro estaba desecha; casi que desmayándose con cada recuerdo. Suspiró, cerró los ojos y abrió la boca. ¿Qué tenía que hacer para recuperar la compostura?
Estaba tremendamente abrumada por su extraña ceremonia de bodas y tan solo quería que toda la sangre que tenía encima desapareciera en un abrir y cerrar de ojos.
Irene giró el rostro hacia su nueva criada, una muchacha que había escogido personalmente la señorita Galiana para que le sirviera a ella mientras se quedaba como la esposa de Publius Caesar.
—Jonia —llamó en voz baja haciendo que la criada se acercase—. Estoy segura de que Publius Caesar querrá verme, así debes hacer algo por mí. Le dirás que estoy tan conmocionada y asustada que no puedo ni hablar.
La muchacha asintió ligeramente y se quedó a un lado de la bañera para asistirla en el baño. Justo después, Publius Caesar entró a la habitación, sorprendiendo a Irene, aunque ella ya le esperaba. Publius Caesar entró al cuarto de baño y observó de reojo a Irene, quien bajó la mirada y sumergió sus hombros en el agua.
—¿Está bien? —preguntó el hombre.
Irene alzó el rostro y le observó con fijeza. Sin embargo, no le respondió una sola palabra. La voz del gran tutor imperial era potente y segura. Irene bajó la cabeza y empuñó las manos bajo el agua. ¿Por qué era tan cobarde?
Publius Caesar se enojó.
—¿¡No hablas!? —preguntó enfurecido—. ¿Me casé con una muda?
Irene no se asustó con el grito, más bien miró de reojo a su criada. Esta de inmediato supo que debía responder.
—Señoría, mi ama está muy conmocionada por todo lo que ocurrió en su boda. No puede hablar —respondió Jonia—. ¿Desea esperar a fuera mientras la asisto en su baño?
Publius Caesar sonrió sin muchas ganas. Era una de esas sonrisas que podía asustar a cualquiera, incluso a Irene.
—Estoy en mi propia casa, pero aun así me echas.
Irene bajó la mirada y no volvió a levantarla. Esperó que con eso Publius Caesar dejara el cuarto de baño, pero no fue así. Poco después, el gran tutor tomó en sus manos un pedazo de estropajo y se acercó hasta ella.
Irene contuvo la respiración cuando él se agachó, remojó el estropajo en el agua limpia de la tinaja y restregó el estropajo sobre su piel manchada con sangre. ¿Cómo era posible que Publius Caesar estuviera asistiendo su baño? Algo no cuadraba en absoluto.
Irene lo miró con los ojos bien abiertos.
—¿Qué? —interrogó Publius Caesar—. No malinterpretes… hago esto porque me siento en deuda contigo. Tu boda se arruinó por culpa de mis viejos enemigos.
Irene trató de resistirse a que él la tocara. Sin embargo, estaba en una situación de vulnerabilidad y la verdad era que no tenía muchas salidas.
Publius Caesar restregó sus brazos, cuello y piernas con tal de quitarle la sangre que tenía adherida a la piel. Él no dejó que ella se moviera de su lugar.
Aquello hizo enojar a Irene. ¿Por qué parecía que ella era una propiedad más de Publius Caesar? Fuese como fuese, Irene estaba representando a una joven patricia, una niña remilgada de padres aristócratas… Debía abusar de eso para librarse del gran tutor. Mientras él restregaba uno de sus brazos, Irene se negó a consentir tal labor, por lo que se deshizo del agarre y le miró enojada.
Publius Caesar alzó la mirada hacia ella con extrema lentitud. En cuanto lo hizo, sus ojos cafés enmarcados con espesas cejas negras la observaron con reprobación. Irene estaba segura de que esa era una de las miradas más suaves y nada amenazantes del hombre.
El gran tutor imperial la sostuvo con firmeza por el mentón, consiguiendo que ella levantara el rostro y le mirase directamente a los ojos. Irene estuvo a punto de desmayarse del miedo. ¡Era una m*****a cobarde!
—Se lo advierto, no soy un hombre paciente y me he visto obligado a casarme al igual que usted… Le seré sincero; quiero a otra mujer —confesó en un susurro más que amenazante—. Usted es la señora de esta mansión y como tal podrá disponer de toda mi riqueza… pero le advierto una cosa; no me cause problemas o seré duro con usted.
Irene se mordió la lengua. Estuvo a punto de responderle, pero se obligó a no hacerlo, pues entonces él descubriría su mentira. Solo se limitó a asentir con la cabeza.
Publius Caesar sonrió ampliamente. Irene se sorprendió de que el gran tutor imperial tuviera una dentadura impecable.
—Nos vamos entendiendo, señorita Galiana —dijo el gran tutor imperial con una sonrisa—. Seré un buen marido. Usted tendrá mi fortuna mientras yo estoy en campaña, ¿no es perfecto? No tendrá que soportarme aquí cada día de su vida. Solo le advierto una cosa; no sobrepase los límites que yo le estableceré.
Irene caminó hacia el interior de su nueva habitación y observó en silencio la majestuosidad del lugar. Parecía que para la gente rica aquello era muy normal. Aun no podía comprender como otros vivían en la abundancia mientras que otros morían sin esperanza y en la miseria. Irene se sentó en el tocador y vio su rostro enrojecido. Se seguía sintiendo incómoda, pues no había lavado su cabello y tan solo había quitado la sangre con una toalla, ya que temía que la tintura oscura se saliera. Allí aceptó que debía conseguir más tinte negro antes de que el tutor imperial descubriese su secreto. Viéndose frente al espejo, Irene le señaló a su criada el peine. Quería que peinara su cabello, quería recordar lo que era que otra persona la peinase. El ultimo recuerdo de su madre era ese; una noche tranquila, ella sentada en el suelo y la mujer peinando sus cabellos dorados. —Péiname —ordenó Irene con suavidad a Jonia. Jonia la observó a través del espejo y le sonrió con desprecio. Sujetó el pe
Irene conocía cada rincón y recoveco de la imponente mansión en la que habitaba junto a su esposo, Publius Caesar. Sin embargo, había un lugar en particular que siempre había sido un misterio para ella, una habitación secreta en la que su esposo pasaba horas sin que nadie supiera qué hacía allí. La curiosidad finalmente la venció y, una noche, mientras creía que su esposo dormía profundamente, Irene decidió investigar. Con sigilo, abrió la puerta de la habitación secreta y, con un pequeño candelabro en la mano, se adentró en la oscuridad. De repente, una figura surgió de la oscuridad. Era Publius, su esposo, y sus ojos la miraban con una mezcla de ira y reprobación. Era como si supiera que ella lo estaba vigilando desde el primer momento. Sin decir una palabra, Irene se dio cuenta de que había cruzado una línea.Irene trató de retroceder, pero la pared le impedía escapar. Publius se acercó a ella con determinación, su presencia imponente la dejaba sin aliento. Ella le tenía miedo, per
La batalla de voluntades estaba en su apogeo, la sangre corría por las venas con una presión inquietante. Sus miradas chocaban entre sí en una danza mortal. Elektra se abría paso entre los pensamientos de Irene, avasallándola con su brillante mirada, con la seguridad de su cuerpo que era como golpes en la piel de Irene. Su determinación inquebrantable. Se acercó sigilosa, y cuando finalmente la tuvo a su alcance, la tomó por sorpresa. Irene, la traidora, la que había engañado a Publius Caesar. Elektra la sobornó, exigiéndole que revelara su verdadero nombre. Irene, temerosa por la vida de su hermana Hemera, se resistió, pero finalmente cedió ante la implacable presión de Elektra. Pero incluso en medio de la tensión, Elektra no la culpaba. Al notar la preocupación de Irene por Hemera, Elektra prometió protegerla. Sus palabras resonaron en la noche, como una promesa sagrada. —Prometo que protegeré a tu hermana —advirtió con voz potente—. Esta noche la despojaré de su posición de escla
Publius Caesar se volvió hacia Irene, tomó una copa de vino y la observó con intensidad mientras ella se alejaba. Justo antes de que Irene desapareciera del pasillo, Publius Caesar habló con voz fuerte, haciendo que ella frenara su apresurado paso.—Pronto tendremos que visitar al emperador en el monte Palatino. Ha estado impaciente por conocerte desde que escuchó sobre ti —dijo con una sonrisa siniestra en su rostro—. Asegúrate de prepararte.Irene tragó saliva y trató de mantener la compostura. Sabía que esta visita era crucial para su ascenso al poder, pero también temía lo que pudiera pasar. Sabía que, si daba un paso en falso frente al emperador, su muerte estaba más que determinada pasara lo que pasara.—Lo entiendo, mi señor —respondió con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza dentro de su pecho.Publius Caesar se acercó a ella y la tomó por el brazo con fuerza, acercándola a su cuerpo.—Recuerda, Galiana, que tu destino está en mis manos. Puedo hacerte o destruirte con
Irene se sentó en el tocador y dejó que las criadas peinaran su cabello. Se observó en el reflejo amarillento y sonrió débilmente. Publius Caesar no era lo que ella pensaba, era mucho más que eso. Estaba aliviada, pues todavía permanecía con vida, pero la expectativa de lo que sucedería ese día la mantenía alerta. Para la familia noble de Publius Caesar, presentarse ante el emperador de Roma era solo un protocolo más a seguir. Sin embargo, para ella significaba demasiado. Ella había sido una esclava y de la noche a la mañana se había convertido en una señora rica y poderosa, la esposa de un patricio. Los cambios en su vida eran extraños y eso la asustaba, pues, así como estaba en la cima, así mismo podía caer a lo más profundo. Desde ese día, algo dentro de Irene cambió. Mantenerse con vida ya no solo dependía de ella, sino también de Publius Caesar, Elektra y la noble Popea. Ahora, debía defender la única identidad que le servía; la de esposa de un noble romano. Se miró las manos
Al atardecer, Irene salió de la mansión del gran tutor imperial en compañía de su marido, la noble Elektra y su madre Popea. La procesión se extendió por las calles de Roma como un festín lleno de vertiginosa solemnidad. Era así como la esclava se convertía en ama, como su piel de oveja se arrancaba para siempre de su presencia. Sí, ese día Irene se convirtió en un lobo más de la familia imperial. Ya no temía nada, ahora solo buscaría elevarse sobre los demás y vengar a su familia. Irene observó a través de la ventanilla del carruaje. El corazón se le estrujó por un instante, sintió la soledad, pues ahora ni siquiera sabía donde se encontraba su hermana. Finalmente, llegaron al monte palatino, el lugar más importante de todo el imperio, porque allí vivía el emperador. Irene siguió a Publius Caesar, quien encabezaba la caminata hacia el interior del mayor de los palacios. Estaba maravillada por la belleza del lugar y la opulencia. —Sigue el protocolo que haga Elektra, no te pasará n
—¿Cómo puedes estar tan segura? —arremetió mientras se acercaba a ella. Arrinconándola contra la pared, haciendo que ella se asustara.—Como su esposa, mi lealtad hacia Publius Caesar es un vínculo eterno e inquebrantable y en mi corazón arde la promesa de apoyarlo en cada batalla, no solo como su esposa, sino como su fiel seguidora —dictó con férrea determinación. Sin temer que él pudiese estrangularla debido a la ira—. Ahora, su señoría debería suplicar por que el emperador se recupere. No es un buen momento para que ambicione el trono, no deje entre ver su verdadero deseo… Será el único consejo que le daré de todo corazón.Luego de decir aquello, Irene se zafó como pudo y caminó rápidamente de regreso mientras todavía temblaba. Respiraba agitada, pero a la vez con la certeza de que había tramado a Lucius.Irene entró de nuevo en la habitación del rey.El aire en la habitación del rey era pesado y cargado de tensión, impregnado con el olor a incienso y enfermedad. Irene, con paso de
Mientras Irene continuaba su andar por el salón principal, sus oídos captaron el murmullo de los nobles y el tintineo de las copas de vino. Su atención se desvió hacia un grupo de esclavos que se mantenían en un rincón apartado de la sala, entre ellos destacaba uno que era distinto, con una mirada aguda y una presencia que no pasaba desapercibida. Era Claudio, el esclavo con dotes de médico que ella había hecho traer de Macedonia por orden del rey.Irene se acercó a él con pasos decididos, su curiosidad despertada por la misteriosa figura.—¿Eres tú Claudio? —preguntó con voz firme pero amable.El esclavo asintió con modestia, sus ojos oscuros brillando con humildad y conocimiento. "—Sí, mi señora —respondió con cortesía.Irene sonrió levemente.—Cladio, me conoces, fui esclava al igual que tú… Soy Irene.El hombre observó con detenimiento a Irene y luego de un rato, abrió los ojos con sorpresa. Irene sonrió en respuesta.—Estás aquí y el emperador te agradece su salud —continuó Iren