La batalla de voluntades estaba en su apogeo, la sangre corría por las venas con una presión inquietante. Sus miradas chocaban entre sí en una danza mortal. Elektra se abría paso entre los pensamientos de Irene, avasallándola con su brillante mirada, con la seguridad de su cuerpo que era como golpes en la piel de Irene. Su determinación inquebrantable. Se acercó sigilosa, y cuando finalmente la tuvo a su alcance, la tomó por sorpresa. Irene, la traidora, la que había engañado a Publius Caesar. Elektra la sobornó, exigiéndole que revelara su verdadero nombre. Irene, temerosa por la vida de su hermana Hemera, se resistió, pero finalmente cedió ante la implacable presión de Elektra. Pero incluso en medio de la tensión, Elektra no la culpaba. Al notar la preocupación de Irene por Hemera, Elektra prometió protegerla. Sus palabras resonaron en la noche, como una promesa sagrada. —Prometo que protegeré a tu hermana —advirtió con voz potente—. Esta noche la despojaré de su posición de escla
Publius Caesar se volvió hacia Irene, tomó una copa de vino y la observó con intensidad mientras ella se alejaba. Justo antes de que Irene desapareciera del pasillo, Publius Caesar habló con voz fuerte, haciendo que ella frenara su apresurado paso.—Pronto tendremos que visitar al emperador en el monte Palatino. Ha estado impaciente por conocerte desde que escuchó sobre ti —dijo con una sonrisa siniestra en su rostro—. Asegúrate de prepararte.Irene tragó saliva y trató de mantener la compostura. Sabía que esta visita era crucial para su ascenso al poder, pero también temía lo que pudiera pasar. Sabía que, si daba un paso en falso frente al emperador, su muerte estaba más que determinada pasara lo que pasara.—Lo entiendo, mi señor —respondió con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza dentro de su pecho.Publius Caesar se acercó a ella y la tomó por el brazo con fuerza, acercándola a su cuerpo.—Recuerda, Galiana, que tu destino está en mis manos. Puedo hacerte o destruirte con
Irene se sentó en el tocador y dejó que las criadas peinaran su cabello. Se observó en el reflejo amarillento y sonrió débilmente. Publius Caesar no era lo que ella pensaba, era mucho más que eso. Estaba aliviada, pues todavía permanecía con vida, pero la expectativa de lo que sucedería ese día la mantenía alerta. Para la familia noble de Publius Caesar, presentarse ante el emperador de Roma era solo un protocolo más a seguir. Sin embargo, para ella significaba demasiado. Ella había sido una esclava y de la noche a la mañana se había convertido en una señora rica y poderosa, la esposa de un patricio. Los cambios en su vida eran extraños y eso la asustaba, pues, así como estaba en la cima, así mismo podía caer a lo más profundo. Desde ese día, algo dentro de Irene cambió. Mantenerse con vida ya no solo dependía de ella, sino también de Publius Caesar, Elektra y la noble Popea. Ahora, debía defender la única identidad que le servía; la de esposa de un noble romano. Se miró las manos
Al atardecer, Irene salió de la mansión del gran tutor imperial en compañía de su marido, la noble Elektra y su madre Popea. La procesión se extendió por las calles de Roma como un festín lleno de vertiginosa solemnidad. Era así como la esclava se convertía en ama, como su piel de oveja se arrancaba para siempre de su presencia. Sí, ese día Irene se convirtió en un lobo más de la familia imperial. Ya no temía nada, ahora solo buscaría elevarse sobre los demás y vengar a su familia. Irene observó a través de la ventanilla del carruaje. El corazón se le estrujó por un instante, sintió la soledad, pues ahora ni siquiera sabía donde se encontraba su hermana. Finalmente, llegaron al monte palatino, el lugar más importante de todo el imperio, porque allí vivía el emperador. Irene siguió a Publius Caesar, quien encabezaba la caminata hacia el interior del mayor de los palacios. Estaba maravillada por la belleza del lugar y la opulencia. —Sigue el protocolo que haga Elektra, no te pasará n
—¿Cómo puedes estar tan segura? —arremetió mientras se acercaba a ella. Arrinconándola contra la pared, haciendo que ella se asustara.—Como su esposa, mi lealtad hacia Publius Caesar es un vínculo eterno e inquebrantable y en mi corazón arde la promesa de apoyarlo en cada batalla, no solo como su esposa, sino como su fiel seguidora —dictó con férrea determinación. Sin temer que él pudiese estrangularla debido a la ira—. Ahora, su señoría debería suplicar por que el emperador se recupere. No es un buen momento para que ambicione el trono, no deje entre ver su verdadero deseo… Será el único consejo que le daré de todo corazón.Luego de decir aquello, Irene se zafó como pudo y caminó rápidamente de regreso mientras todavía temblaba. Respiraba agitada, pero a la vez con la certeza de que había tramado a Lucius.Irene entró de nuevo en la habitación del rey.El aire en la habitación del rey era pesado y cargado de tensión, impregnado con el olor a incienso y enfermedad. Irene, con paso de
Mientras Irene continuaba su andar por el salón principal, sus oídos captaron el murmullo de los nobles y el tintineo de las copas de vino. Su atención se desvió hacia un grupo de esclavos que se mantenían en un rincón apartado de la sala, entre ellos destacaba uno que era distinto, con una mirada aguda y una presencia que no pasaba desapercibida. Era Claudio, el esclavo con dotes de médico que ella había hecho traer de Macedonia por orden del rey.Irene se acercó a él con pasos decididos, su curiosidad despertada por la misteriosa figura.—¿Eres tú Claudio? —preguntó con voz firme pero amable.El esclavo asintió con modestia, sus ojos oscuros brillando con humildad y conocimiento. "—Sí, mi señora —respondió con cortesía.Irene sonrió levemente.—Cladio, me conoces, fui esclava al igual que tú… Soy Irene.El hombre observó con detenimiento a Irene y luego de un rato, abrió los ojos con sorpresa. Irene sonrió en respuesta.—Estás aquí y el emperador te agradece su salud —continuó Iren
Irene caminaba por los exuberantes jardines del palacio, su mente absorta en pensamientos tumultuosos sobre su relación con Publius Caesar. La brisa suave acariciaba su rostro mientras recordaba la última conversación que había tenido con Lucius, plagada de tensiones y secretos no dichos. Su corazón latía con fuerza, lleno de anhelos y temores, mientras se dirigía hacia la sección del palacio donde toda la familia de Publius Caesar se estaba quedando. Al doblar una esquina, se topó con Publius Caesar, quien la esperaba bajo la sombra de un antiguo roble. Su presencia imponente la dejó sin aliento, y por un instante, el tiempo pareció detenerse mientras se miraban el uno al otro con una mezcla de deseo y cautela. —Publius —murmuró Irene, su voz era apenas un susurro en la brisa—, ¿se encuentra bien el emperador? Publius asintió en silencio, sus ojos oscuros brillaban con una intensidad que la hizo estremecer. —Ya está estable. El médico que mandaste a traer es muy bueno. De seguro
Finalmente, con un grito desgarrador, Irene logró alertar a Publius Caesar, quien ya regresaba hacia ella. El asesino estuvo a punto de apuñalarle el corazón, pero desde la distancia Publius Caesar lanzó una daga tan pequeña como letal. La figura enmascarada cayó sobre el suelo, desangrandose en el proceso. Irene corrió frenéticamente hacia el Publius Caesar, su corazón golpeaba con fuerza contra su pecho mientras buscaba desesperadamente refugio y ayuda. La adrenalina seguía bombeando por sus venas, su mente aturdida por la cercana cercanía de la muerte. Se refugió con Publius Caesar, quien la recibió con sorpresa y preocupación en sus ojos oscuros. Sin aliento y temblando de miedo, Irene apenas pudo articular palabras coherentes mientras relataba el ataque y suplicaba ayuda para identificar al perpetrador. Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que supiera quién la había intentado asesinar, pues reconoció el rostro del asesino una vez Publius quitó la mascara. Se trata