Lo que otros ojos no ven

Cuando estaba en secundaria me gustaba pasar los descansos leyendo un libro en la biblioteca del instituto, así que no me relacionaba mucho con mis compañeros. No es que fuera tímida, simplemente no le encontraba interés a conversar con chicos de mi edad, en cambio, a veces conversaba con mis profesores o gente mayor: me encantaba escucharlos, saber de sus experiencias.

La primera vez que me fijé en un hombre, él tenía el doble de edad que yo, así que siempre sentí que fui un poco diferente a los niños de mi edad. Por esa misma razón muy poco tenía amistades, y las que estaban, duraban muy poco. Siempre me decía que no era mi culpa, que eran ellos los que no me comprendían.

Pero ahí estaba, esperando la llamada de un desconocido que vivía al otro lado del continente.

—Hola, Lily, ¿cómo estás? —escuché su voz por segunda vez.

—Bueno… —no sabía si contestar que bien, no había necesidad de mentir—, ¿qué te puedo decir? Siento que me estoy ahogando, que estoy atrapada en un lugar y necesito correr. Pero sé que todo está en mi mente y por eso no puedo encontrar una solución para mi problema.

­—Eso es muy bueno, porque has avanzado, lo ves como algo malo, pero es buenísimo —soltó con alegría.

—¿Cómo puedes decir que es algo bueno? Siento… que me voy a volver loca a este paso.

—Porque te has dado cuenta que no querés la vida que estás llevando ahora.

Solté un suspiro nervioso y mis ojos pasearon la habitación, me di cuenta que quería más privacidad, así que decidí salir al balcón de mi casa que quedaba en el segundo piso.

Al ya estar allí, me senté en un bordillo de ladrillos, desde ahí podía apreciar parte de la gran ciudad, era como estar encima del cielo, porque los muchos foquitos daban aquella impresión.

Una lágrima corrió por mis mejillas, deslizándose hasta el mentón y cayendo para mezclarse con el cosmos.

—Si necesitás llorar… podés hacerlo —esbozó, algo que produjo que el hielo en mi garganta que me quemaba comenzara a derretirse.

—Yo… —sollocé— no sé qué es lo que quiero en mi vida. —Llevé una mano a mi frente mientras cerraba los ojos—. Me siento perdida, que… no tengo ningún rumbo en mi vida.

—Muchos hemos pasado por ello alguna vez en nuestra vida. Y está bien, está bien que te sintás así, porque es el primer paso para el cambio. Tenés un gran recorrido, Lily, será bastante difícil, pero deberás hacerlo para que comencés a sentirte mejor.

—Eso… me da mucho miedo —confesé—. Siempre he creído que moriré joven, que no tengo un espacio en esta vida, un… lugar.

—Nadie tiene un lugar en este mundo, Lily, tú eres quien debe crearlo y estás en la obligación de hacerlo.

—Entonces… ¿deberé seguir así? ¿Vivir de esta forma?

—¿Cómo que de esta forma? —inquirió.

—Así, sintiendo que no tengo un lugar en este mundo de m****a y que mucho menos tengo a alguien en mi vida.

Se escuchó un suspiro en la línea, por último, hubo un momento de silencio que en ocasiones era interrumpido por mis sollozos.

—Lily, eso lo vas a cambiar. Si algo no te gustá, ¿por qué aceptarlo en tu vida? Ve y cambiálo si no te gustá.

Si algo no me gustaba de mi vida debía cambiarlo. Sonaba muy fácil, sencillo, que era cuestión de dar un paso y hacerlo. En el momento creí que sí, era cierto, debía simplemente cambiarlo poco a poco para poder tener esa vida que tanto quería, sin embargo, estaba muy equivocada: eso mismo sería lo que me haría tocar fondo.

Cuando siempre has estado acostumbrado a vivir de cierta forma, para poder cambiar deberás pasar por un tiempo de incomodidad, dejar hábitos y comenzar con unos nuevos. Esa es la única forma para poder mejorar y sacar la mejor versión que guardas en tu interior. Pero… ¿cómo mejorar si no sabes que tienes esa versión útil y funcional dentro de ti? No está en tu realidad esa versión, de hecho, es imposible imaginarlo.

Mucha gente gorda quiere bajar de peso, comer sano, poder ser esa persona delgada y atlética que sabe que tiene por dentro, sin embargo, muy pocas personas logran crear un hábito alimenticio y una rutina de ejercicio para lograr esa meta. Al final, sólo lo dejan y siguen con aquella vida, únicamente que, con la diferencia, de que esta vez lo hacen quejándose. Y así, una y otra vez, siguen dentro de ese círculo vicioso. Pasa con casi todos los cambios drásticos de vida que a lo largo y ancho de todo el planeta que los humanos queremos tener, y desgraciadamente muchos se quedan en el intento.

Yo estaba ya en el círculo vicioso donde sabía que mi vida era una m****a aburrida sin sentido alguno, una monotonía. Sabía que algo dentro de mí estaba mal, que no deseaba seguir así, pero no sabía cómo arreglarlo, aunque, curiosamente, creía que podría arreglarlo y que tenía a Gabriel que podría ayudarme de cierta manera. Parecía un chico que sabía mucho del tema, tal vez era un aficionado de la psicología, y eso me dejaba un poco más tranquila.

Yo estaba sentada en aquel bordillo, meciendo mis piernas mientras observaba el vacío. Estaba a un filo de la muerte. Por cortos segundos pensé que si me lanzaba no quedaría viva: no si lo hacía apuntando primero mi cabeza contra el duro suelo. Esa era mi realidad, en ella únicamente existía las muchas formas de morir, que… el humano es un ser tan débil que puede morir de la forma más tonta posible; al menos las cucarachas, aunque son repugnantes, pueden sobrevivir a la detonación de una bomba nuclear.

Al colgar, volví a mi habitación y me acosté boca arriba en mi cama, reflexionando sobre qué cosas podría cambiar en mi vida.

¿Qué cosas quería hacer en mi vida? No tenía ni la más remota idea…

Ese otro día me encontraba con unas enormes ojeras, veía al profesor de epistemología hablando sin poder seguir su explicación, porque mi cuerpo estaba ahí, mas mi mente se encontraba anclada una vez más en la conversación que tuve con Gabriel. Mentiría si dijera que Gabriel me caía muy bien, lo sentía como una piedra en el zapato que necesitaba.

Al finalizarse la clase, Marcela, mi compañera con la que regularmente hacía mis trabajos, me explicaba cómo debíamos hacer un video para la clase. Como siempre, la oí hablar, era bueno que ella fuera parlanchina, ya que así no se mostraba mucho que yo era una chica bastante callada y distraída del mundo.

Me tocaba fingir, en cada aspecto de mi vida me mostraba totalmente diferente a la Lily que era. En la universidad era una chica callada, pero seria. En el centro de desarrollo infantil era una joven mucho más alegre, que le encantaba los niños y siempre aportaba ideas para hacer más dinámicas las clases. En mi casa era mucho más distraída, apática a las conversaciones, pero obediente con mis deberes para que mis padres no me molestaran.

Mi vida… era un sinfín de actuaciones, un sinfín de caras que… en algún momento se iban a romper.

—Entonces, ¿tú editas el video? —me preguntó Marcela.

—Sí, claro —respondí mientras me acomodaba en mi puesto, intentando hacer volver mi mente a la realidad—. ¿Esta noche me quedo en tu casa y terminamos la otra parte como habíamos acordado?

—Ay, sí nena, porque nos vamos a demorar harto haciendo eso.

—Sí… ¿y cómo vas con la encuesta? —le pregunté.

—Faltan veinte personas. ¿Podrías enviársela a tus amigos de la fundación?

—¿A los profesores? —Tragué en seco—. No lo sé, bueno… voy a ver.

.

Esa tarde, cuando debía terminar mis lecciones en el centro de desarrollo, volví a sentir el mismo malestar en mi pecho: la tristeza acumulándose.

Me cuestioné mucho, porque era una profesora, de hecho, deseaba seguir trabajando en ese centro de desarrollo cuando me graduara en la universidad. Sin embargo, si mis superiores se enteraban que sufría de una muy fuerte depresión, seguramente me despedirían: no era apta para ser alguien que esté dirigiendo a niños tan pequeños como los que tenía a mi cargo.

Eso fue como darle una copita a mi inseguridad para que pudiera brindar con mi depresión. Esos dos monstruos se estaban burlando de mí esa tarde; lo único que deseaba era que la psicóloga no me viera cuando saliera de su consultorio, porque podría darse cuenta, ¿o no? A veces me saludaba dándome palmaditas en el hombro y sentía como si ella se diera cuenta de lo que había dentro de mí, aunque… si era así, ¿por qué nunca me había preguntado cómo me sentía?

No, la psicóloga no veía que una de las profesoras estaba intentando quitarse la vida. La misma profesora que llevaba tres años trabajando en aquel centro de desarrollo infantil.

 Mientras pensaba en todo esto, limpiaba las pequeñas mesas blancas con stikers de animales tiernos y las sillitas rojas de madera. Después, barrí el piso lleno de tizas de colores, hojas de papel y demás cosas que podría encontrarse en un salón de clase de primaria.

La puerta del salón estaba abierta cuando me quitaba la bata rosada con círculos blancos y la envolvía para meterla en mi bolso. Me quité la moña que recogía mi cabello y lo dejé suelto mientras pasaba las manos por la raíz y lo masajeaba para crear ondas.

Se notaba en mis ojos que estaba bastante cansada después de un largo día que aún no acababa, porque debía pasar toda una noche en vela terminando trabajos en casa de Marcela.

Pude ver por la puerta que uno de los profesores, Alejandro, estaba saliendo. Sólo nos tratábamos por saludo. No es que me agradara mucho, porque se veía muy serio; como era alto y fornido, eso me intimidaba un poco. De hecho, una de mis estudiantes, Lolita, una vez lloró porque él me regañó en frente de ella y desde ese momento Lolita le tenía miedo; y bueno, yo también. Si podía elegir no hablarle, lo hacía.  

Cuando salí de mi salón de clases, vi que los profesores estaban conversando. Son cinco los que siempre se reúnen en la recepción para conversar sobre su día: Leticia, Sarita, Carlos, la profesora Clarena y Alejandro (que pensaba que ya se había ido, pero no, ahí estaba).

A veces escuchaba sus conversaciones porque subían el tono de la voz y, como la recepción está frente al salón donde doy clases, puedo escuchar lo que dicen. Siempre saludaba al grupo cuando iba a salir, sabía que ellos al poco rato se iban, porque acomodaban sus bolsos cuando se despedían de mí.

A veces conversaba con ellos o con otros profesores cuando había tiempo, pero, como yo seguía siendo estudiante, estaba ocupadísima; o bueno, aparentaba eso, porque, la verdad, no me interesaba saber nada de ellos y mucho menos socializar.

Esa tarde no fue la excepción, me despedí de ellos con una sonrisa y seguí mi camino. Mi casa no quedaba tan lejos de allí, así que podía caminar cuando no quería llegar tan pronto a casa, otras veces tomaba el bus para llegar rápido y no tan cansada, y para poder tomar el bus debía pasar por el alto puente; algo que ya no me apetecía hacer. Sin embargo, ese día debía dirigirme a la casa de Marcela para hacer los trabajos que aún no terminábamos, por esa misma razón me tocó sí o sí pasar por el puente.

Fue así como llegué a observar el lugar donde estuve a punto de suicidarme y, curiosamente, me dio ganas de lanzarme: esta vez con mucha más fuerza que antes.

Mi mano izquierda se paseaba por la baranda amarilla algo desgastada en algunos lugares. La brisa veraniega soplaba lentamente y revoloteaba por mi cabello. El uniforme violeta impermeable que llevaba el escudo de la universidad de pronto se volvió frío y algo incómodo.

Me detuve en medio del puente, apreciando la panorámica, sintiendo que el bolso negro en mi espalda se hacía pesado, aburrido, molestoso: como mi vida.

Curiosamente, esa tarde tampoco había nadie a la vista. Al otro lado del puente, en el paradero de buses, no había personas, y los vehículos pasaban de vez en cuando y a toda marcha.

Esa carretera era así, bastante muerta a esas horas de la tarde, pero, al hacerse las siete u ocho, era cuando había más transeúntes. Así que era mi oportunidad si realmente quería acabar con mi vida ese día.

Me subí a la barandilla, quedando mi cintura por encima de la baranda completa. Si subía a la siguiente, podría pasar al otro lado del puente y saltar.

Mentiría si dijera que no estaba sintiendo mi corazón palpitar como un loco en aquel momento, además que, sin darme cuenta, mis lágrimas estaban emanando de mis ojos sin que yo se los pidiese.

Esta vez no habría llamada que me lo impidiera, mucho menos una persona caminando por allí que me dijera que me bajara.

No enviaría un mensaje de despedida: simplemente moriría, era la oportunidad perfecta. El momento exacto para dejar de existir y descansar.  

Subí al segundo barandal, esta vez un poco encorvada para poder hacer equilibrio al sostenerme con las manos y así poder pasarme. Llevé una pierna al otro lado de la baranda y después la otra.

Para aquel momento, ya estaba sólo sosteniéndome con mis brazos de la baranda detrás de mi espalda, y un pequeñito bordillo de concreto de varios centímetros debajo de mis pies que me ayudaba a mantenerme en equilibrio y sostenía mi vida.

Cerré los ojos para poder calmar mi respiración y los temblores que ya me tenían las piernas hechas gelatinas.

Mi instinto de supervivencia me gritaba: “¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?, ¡AFÉRRATE A LA BARANDA Y PÁSATE AL OTRO LADO, LOCA!”

Pero seguía ahí, sosteniéndome, con un semblante serio casi decidido a hacerlo. Mi inercia me decía que ya no había vuelta atrás: debía saltar.

¿Realmente era tan fuerte como para hacerlo?, ¿de verdad lo iba a hacer?

La voz al fondo de mi mente se apagó y quedó mi cuerpo actuando por cuenta propia.

Y entonces inhalé profundo y mis ojos se cerraron mientras mi cuerpo se inclinaba hacia adelante, hacia el precipicio. Mis brazos se separaron de la baranda, comenzando a dejar caer mi cuerpo al vacío.

De repente, sentí unos brazos que me tomaron de las manos, me apretaron con muchísima fuerza, como aferrándose a mí. Comenzaron a subirme de a poco. Escuchaba gritos detrás de mí.

Un muy mal reflejo me hizo tambalear, haciendo que mi cuerpo cayera un poco y mis pies patearon el vacío.

—¡AH…! —solté desde mis adentros y el grito se alargó con el eco.

El miedo estaba agrupado en mi pecho y mis ojos ardían al dejar salir las lágrimas como cascadas. Sólo estaba sostenida por esa persona que empezaba a abrazarme desde mi cintura.

—¡Te tengo, te tengo! —escuché la voz de un hombre.

Había comenzado a sudar frío. Estaba a punto de hacerme en los pantalones. Veía el precipicio abrir sus fauces para tragarme.

La muerte estaba a mi lado, dándome su mano para que saltáramos juntas.

Pero había alguien que me sostenía desde la cintura, estaba aferrado a mí. Su voz no la reconocía, parecía ser un desconocido.

—¡No saltes, por favor! —Me gritó al oído—. ¡Déjame ayudarte! Rousse, por favor, déjame ayudarte. 

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