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La otra cara de la moneda

Rousse, había dicho mi apellido.

Sólo existía un lugar donde no me llamaban por mi nombre: mi trabajo.

De pronto, reconocí la voz. Y fue cuestión de voltear un poco el rostro, notar aquella barba negra perfectamente arreglada para darme cuenta de quién se trataba.

M****a. Ahora estaba peor que antes.

Alejandro…

Como pude, volví a tomar lugar en el bordillo, aunque Alejandro nunca soltó su agarre.

—¡Estoy bien, estoy bien! —solté con la voz temblorosa—, yo voy a…

—¡No, no lo hagas!, por favor —trató de calmar su voz—. Piénsalo mejor. Piensa en tu familia, Rousse, por favor. Tienes a mucha gente que te quiere.

Solté un jadeo al ver que sí, él creía que me iba a suicidar; bueno, es que, si ves a una persona del otro lado del puente, observando el precipicio, es natural que lo piense. No es como que yo no hubiese intentado hacerlo…

—No, no, yo voy… —traté de explicar, paseé la mirada para ver si había más personas, pero no era así, afortunadamente—. No voy a saltar, déjame pasarme al otro lado, por favor.

Con dificultad, pude darme la vuelta para estar de frente al barandal y, así, con esa gran incomodidad, tuve que verlo al rostro. Era la primera vez que estábamos tan cerca, cara a cara.

Lograba sentir su agitada respiración golpear mi rostro, haciéndome cosquillas en la piel. Su agarre era fuerte en mi cintura, como si aún tuviera miedo de que yo me fuera a lanzar. Un pequeño mal movimiento, y adiós: me vería caer hasta el fondo, golpearme con las piedras, sin poder hacer nada para rescatarme.

Y ese pequeño temblor en sus manos…  

Su rostro era de espanto, sorpresa, de alguien que no lo podía creer.

La mía, seguramente, era de alguien abochornada, que quería salir corriendo de aquel vergonzoso momento y, además, que estaba cansada de la vida.

Alejandro me ayudó a pasarme nuevamente al pavimento del puente: al lado de la vida, donde el terreno era firme. Y, cuando pude dar pisadas con seguridad, me di cuenta que mis piernas temblaban como gelatina.

Y ese silencio incómodo.

Ese horrible silencio incómodo…

Esa sensación desagradable que se siente cuando todo te sale mal y alguien pudo verte derrotado en el intento.

¿Qué le diría? ¿Qué podría decirle?

Lo vi pasar saliva, después desviar su mirada hacia la izquierda, como si aún no pudiera creer que yo hace unos segundos estaba del otro lado del puente. Volvió a observarme, como si rectificara que sí, efectivamente, esa compañera de trabajo, estuvo a punto de suicidarse.

Y fue cuando noté en una de sus manos que traía una bolsa negra, la reconocí al instante, era mía.

—Ah… esa bolsa —dije, como si quisiera aferrarme a lo primero que encontrara para poder omitir lo que acababa de suceder.

—Sí… —bajó la mirada hasta sus manos, que apretaron con fuerza la tela de la bolsa— Yo… Bueno… La señora Clarena me pidió que… —inspiró profundo, intentando pasar el susto que se reflejaba en su voz.

Me dio pena, se notaba que realmente había pasado un susto horrible por mi culpa.  

—Entiendo —la tomé con rapidez de sus manos—. Se me quedó —hice un intento rápido por sonreír, algo que no fue nada oportuno—. Gracias.

Los ojos de Alejandro se posaron en mí con mucha impresión, su rostro era de “¡¿en serio estás sonriendo?!”

Borré la sonrisa de inmediato, dejando que se fuera con el viento veraniego que soplaba en el puente. Tragué en seco y pude sentir las espinas incrustarse en mi garganta, haciéndola sangrar.

—Yo… —bajé la mirada hasta mis manos que apretaban la tela negra—. No iba a saltar, en serio.

—Claro —lo escuché decir con tono aburrido y escéptico.

—Bien, no me crea —repuse—. Muchas gracias por traerme la bolsa.

Ni siquiera yo podía creer lo que había estado a punto de hacer. Aún no procesaba que había soltado mis manos del barandal y que, de no haber sido por Alejandro, habría estado en ese momento debajo del puente sin vida.

Di media vuelta y comencé a caminar con rapidez hacia la parada de bus, suplicando que no me estuviera siguiendo o mirando. Al llegar, me senté en la banca metálica para esperar a que el bus pasara y pudiera irme a casa de Marcela.

No era capaz de respirar con tranquilidad, acababa de cometer la peor de las equivocaciones, y no era tanto porque Alejandro me acabara de ver a punto de quitarme la vida, era porque… Alejandro sería el próximo coordinador del centro de desarrollo: adiós futuro trabajo, adiós buena hoja de vida.

Había una sola cosa en mi vida que deseaba mantener impecable: mi hoja de vida. Era tanta mi obsesión que, cuando me hacía falta tres años para graduarme de bachiller, creé mi proyecto de vida a cinco años en el cual incluía el no tener novio o cualquier relación amorosa que me desconcentrara de mi objetivo: ser la mejor estudiante.

Y así fue, en esos tres últimos años siempre ocupé el primer lugar en mi salón de clases, con notas casi perfectas; mientras mis compañeros sufrían por reprobar un examen, yo lo hacía porque no había sacado un noventa y había dañado mi nota perfecta.

Recuerdo que mis compañeros, aunque siempre me sonreían y yo a ellos, los escuchaba hablar mal de mí a mis espaldas, diciendo que era una presumida. Era por esa misma razón que no tenía ni un solo amigo de mi época de primaria o bachiller.

En mis vacaciones siempre tomaba algún curso corto y, cuando llegué a último año, los únicos recuerdos que tengo son de haber hecho un pre-ICFES con el cual pude ganar un muy buen puntaje que fue uno de los mejores de todo el instituto, y, después, hice un preuniversitario.

No tenía tiempo para más nada, lo único que sabía pensar era en estudiar todo lo que pudiera para ser la mejor: siempre la número uno.

 Los profesores estaban orgullosos de mí, así mismo como mis padres. Eso me hacía sentir bien, era como si estuviera teniendo la recompensa de mi esfuerzo. Aunque, por dentro, nada de eso me satisfacía, era como… no sentir nada.

En el examen de admisión a la universidad, estuve entre los cien mejores puntajes, y lo sorprendente era que, en total, éramos nueve mil aspirantes. Con mi puntaje podía ingresar hasta a la carrera de medicina. De hecho, antes de pasar mi solicitud para la carrera de licenciatura, varias personas cercanas a mí me dijeron que escogiera una carrera que me diera un trabajo mejor pagado. Me veían como una chica prodigio que estaba desperdiciando todo su potencial.

Eso me enojó, porque, parecía que la sociedad que me rodeaba quería controlar mi vida. Y fue la primera vez que me sentí rebelde. Mi pequeña pataleta por hacer lo único que me gustaba en este mundo: la docencia.

Lily Rousse, la chica inteligente que eligió ser profesora de castellano. La decepción en mi familia fue grande.

“Conozco a un profesor que maneja taxi” me decían mis tías.

“¿Sabes que pudiste haber sido doctora?” Me decían mis conocidos.

“¿Y tú sí tienes paciencia para enseñar?” Me preguntaba mi madre.  

Así fue como me obsesioné más en demostrar que sí tenía futuro con la carrera que había elegido, por eso mismo, cuando ingresé a primer semestre, me concentré en volver a ser la mejor de mi grupo.

Y lo logré: me dieron una beca completa por excelencia académica para toda la carrera.

Al principio, les daba tutorías a mis compañeros, que sorpresivamente, esta vez sí eran más sinceros conmigo y amigables, aunque seguía sin tener un sólo amigo: no tenía tiempo para hacer amistades. Además, me daba miedo socializar, mostrar mi verdadera personalidad y que todos me rechazaran, era mejor mantener una distancia y que nadie se enterara que sufría de depresión y estaba a un paso de volverme loca.

Cuando pasó el primer semestre y todos crearon sus grupos de amigos, quedándome totalmente sola, conocí un lugar, un gran edificio de tres plantas con un bello jardín lleno de todo tipo de flores y fachada estilo colonial donde los niños corrían de un lado a otro: el Centro de Desarrollo Integral Rousseau. Fuimos a ese centro de desarrollo infantil con la universidad para el día del niño.

Fue la primera vez que me sentí tan bien en un lugar…

Me visualicé siendo profesora en aquel centro, teniendo mi propio salón de clases, viendo a los pequeños leer en voz alta.

Recuerdo acercarme a la directora al final del evento para preguntarle si aceptaban voluntariados o si podría hacer mis prácticas allí. Su rostro fue de impresión y de que nunca le habían preguntado algo igual.

Tenía un punto a favor y fue que, al ser la mejor de mi grupo, al ser buena oradora, pude hablar por todos mis compañeros en el evento y la directora ya me había conocido por lo mismo. Así que, después de unos minutos de conversación, donde le expliqué cuántas eran mis ganas de ser practicante allí, me aceptó para hacer voluntariado.

Al principio, era la ayudante de una profesora llamada Rosa, que era bastante veterana en su campo y me enseñó muchas cosas. Después, cuando ya tenía seis meses, la maestra Rosa se jubiló y, por mi buen desempeño, me entregaron aquel grupo y me dieron un sueldo por trabajar, pero no tenía la plaza permanente porque no tenía título profesional.

Como deseaba ser profesora, por sugerencia de la directora Sara que vio mi potencial al mantenerme por años en el puesto de profesora, hice un técnico de atención a la primera infancia con la gran esperanza de poder ocupar el puesto de profesora directa del centro de desarrollo.

Mi hoja de vida era más que buena y la directora Sara lo sabía, ella me lo había dicho, una vez que terminara el técnico, con ese título ya podrían ofrecerme un contrato fijo.

Había acabado de terminar mis prácticas de atención a la primera infancia en el centro de desarrollo, ya me estaban hablando de formalizar mi trabajo, pero, debía esperar a que el nuevo coordinador ocupara el cargo, ya que el puesto estaba vacante después de la renuncia del anterior.

Ese nuevo coordinador sería… Alejandro. Y él me acababa de ver a punto de lanzarme de un puente. Yo, la profesora a cargo de niños de seis a ocho años de edad.

El primer error que cometí en mi recorrido hacia el único objetivo que tenía en la vida: sufrir de depresión.

.

Esa noche terminé mis trabajos suplicándole a mi cuerpo que pusiera de su parte. Lastimosamente no pude dormir y era lo que me pedía mi cuerpo, que no deseaba moverse al sentir aquel bajón anímico.

La depresión me abrazaba con cariño esa noche, se arrunchaba en mi cuerpo.

Tuve que fingir una sonrisa cuando estaba con Marcela, calmarla porque es de las que se estresan con facilidad y mostrarme tranquila, que nada sucedía. Aunque por dentro sintiera que mi pequeño mundo construido con esfuerzos se me caía a pedazos.

A ese otro día, después de dos clases en la universidad, volví a mi casa, me di una ducha rápida y me cambié con el uniforme de docente rosado del centro de desarrollo. Practiqué frente al espejo varios saludos sonrientes, la forma de pestañear y hasta de mover los brazos para verme muy relajada, tranquila y dulce.

Mis tutorías comenzaban a las dos de la tarde, así que debía estar en el centro Rousseau a la una para organizar todo para las clases y recibir a los estudiantes.

Faltaban dos semanas para que Alejandro fuera mi superior: el coordinador. Nunca había sido capaz de tutearlo, aunque sólo tuviéramos unos años de diferencia, porque siempre noté que ocuparía un puesto importante en el centro de desarrollo, desde que lo conocí por primera vez en mis semanas de inducciones al entrar como profesora lo pude sentir.

 Así que la percepción que tuviese aquel hombre de mí, al verme a punto de lanzarme de un puente, se habría desquebrajado por completo.

Seguramente su primer informe sería mi falta de competencia para ocupar el cargo de profesora en el Centro de Desarrollo Integral Rousseau.

  

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