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4. Yo no rompía las reglas… hasta que llegaste tú

Cada vez que estaba en presencia de esa mujer se sentía desconcertado, fuera de sí. Era como si ella tuviese el completo poder de fastidiarlo y hacerle perder toda perspectiva de la realidad, pero, sobre todo, lo hacía sentir como un quinceañero que apenas se abría paso a las experiencias de la vida… del deseo.

Porque sí, desde el primer segundo que la conoció, algo en su interior se avivó, como si de pronto ella fuese ese algo que había estado, inconscientemente, esperando toda su vida.

Suspiró hastiado, de verdad que estaba demasiado intrigado por esa mujer, tanto que, sin saber por qué diablos tuvo ese impulso, buscó en su correo electrónico algo que le interesaba y sonrió satisfecho después de haberlo encontrado.

— Da la vuelta en el siguiente semáforo — ordenó a su jefe de seguridad, irritado por la muy mala decisión que estaba tomando.

— ¿No irá al apartamento de la señorita Becca? — le preguntó el hombre, sorprendido.

Becca era una mujer que frecuentaba y con la que mantenía encuentros casuales los últimos meses; nada formal, nada de sentimentalismos o vínculos que para él resultaban innecesarios. Solo era sexo… sexo y nada más.

— No esta noche — musitó, serio.

— ¿Lo llevo a algún lugar en particular?

— Sí, acabo de reajustar la dirección en el GPS.

Kira se dejó caer en el cómodo sofá rosa palo que adornaba el centro de su sala y lo contempló todo con satisfacción. Había removido un par de cosas y arreglado otras pocas, desinfectado, ordenado y decorado a su gusto. Por último, metió un pastel de chocolate al horno que era su favorito.

— ¿Qué dices, Félix, te gusta nuestro nuevo hogar? — le preguntó a su gato, esperando, como siempre, que respondiera acurrucándose a un costado de ella — Lo sé, a mí también me gusta.

Haber tenido que dejar Chicago no fue una decisión fácil, aunque sí muy necesaria, y es que después de descubrir a Hunter; su ex esposo, con otro en la cama, el mundo tal y como lo conocía dio un giro que jamás hubiese estado.

Varios golpecitos sobre la puerta la sacaron de sus cavilaciones, y con la frente arrugada, pues era nueva en el edifico y no esperaba a nadie, abrió con cautela, sintiendo de pronto que sus pulmones dejaban de llenarse de aire, y su corazón comenzaba a latir a toda máquina.

— Buenas noches, señorita Raleigh — la poderosa presencia de Jack la tomó por verdadera sorpresa.

— Señor Akerman… — musitó con la boca de pronto seca — ¿Qué hace aquí?

— Lamento la hora — dijo él — no es mi estilo hacer visitas tan tarde, pero en vista de que ahora trabaja oficialmente para mí y yo me preocupo por todos mis empleados, quería saber cómo seguía su pie.

Kira esbozó una media sonrisa y enarcó las cejas, ocultándose un mechoncito rebelde que se había escapado de su coleta.

A Jack le gustó mucho verla así, con el cabello un tanto enmarañado, desmaquillada y con un cómodo pijama de seda que le permitía apreciar unas piernas torneadas y firmes y que sustituía la ropa ejecutiva con la que la había visto los últimos días.

Sin tantas decoraciones, Kira Raleigh era definitivamente guapa.

— ¿Ha venido desde Manhattan a preguntar algo que pudo haber hecho a través de una llamada? — le preguntó ella con un dejo de burla.

— No tenía su número de teléfono.

— ¿Pero sí mi dirección exacta?

— ¿Es que siempre tiene algo que contestar? — gruñó con la mirada clavada en la suya— En su expediente personal solo colocó su dirección, además, no he venido hasta aquí solo por eso.

Ella pasó un trago, de repente nerviosa, y es que sin proponérselo, la presencia de ese hombre traía consigo algo que alteraba sus sentidos.

— ¿Entonces…?

— Me ha dicho Clara que no pasó a enfermería por la receta, así que tuvo que llamarme para que pudiera hacérsela llegar — explicó, sin dejar de mirarla… de pronto desearla — y como ya venía de camino a traérsela, me tomé el atrevimiento de pasar por una farmacia y comprar lo necesario.

Ella asintió, sorprendida por tanta… amabilidad.

— No tuvo por qué molestarse, señor Akerman.

Jack apretó los puños, experimentando otra vez esa sensación extraña que recorría su pecho cuando estaba en presencia de esa mujer, a solo un palmo de tomarla de las caderas, pegarla firmemente a él y besarla hasta deshacerse de esa fastidiosa necesidad que tenía de ella. Inhaló lentamente. Todo ese asunto se estaba saliendo de su comportamiento habitual.

— Tiene razón — dijo con acidez, extendiendo su mano para que ella tomara la funda de las medicinas — Buenas noches, señorita Raleigh, la veo mañana en la oficina.

Y antes de que desapareciese por el pasillo, ella apretó los puños, se mordió la lengua y sacó medio cuerpo de la puerta.

— ¿Quiere pasar? — le preguntó, intentando no sentirse más nerviosa de lo que ya estaba. Jack entornó los ojos — Digo, ya que está aquí, quizás le apetezca tomar algo.

— No bebo alcohol entre semana — murmuró.

— Estaba hablando de una taza de chocolate caliente — sonrió con inocente picardía — el clima de esta temporada lo amerita.

— Un vaso de agua estaría bien.

Ella asintió y se hizo a un lado, inhalando, sin poder evitarlo, el rastro del perfume masculino que él fue dejando a su paso.

Jack no pudo evitar echar un vistazo a su alrededor. El lugar era pequeño, demasiado, tanto que podía asfixiar a quien no estuviese acostumbrado a espacios así. La decoración era sencilla, minimalista; solo constaba de un sofá amplio, dos bancos en la barra de la cocina que servía como comedor y unos cuadros decorativos que, en especial, uno de ellos llamó su atención.

“La vida no acaba después del divorcio, al contrario, apenas comienza”

Enarcó una ceja. ¿Es que acaso era una mujer divorciada? Le intrigó saber, si apenas, según su hoja de vida, tenía veinticinco. Daba igual, no se sorprendía de que un hombre la dejase, con lo insufrible y terca que era… ¿quién la aguantaría?

— Es una frase muy particular — dijo, buscándola con la mirada. Ella terminaba de servir el agua para él y una taza de chocolate caliente para sí misma.

— La escuché de mi psicóloga.

— ¿Psicóloga? — negó con la cabeza.

— No me diga — suspiró ella — es usted de los que cree que los psicólogos son solo para los locos.

Jack se encogió de hombros. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón.

— ¿Para qué podría ser si no?

— Para ayudarnos a manejar los conflictos que tenemos aquí… y aquí — se señaló la cabeza y después el corazón, y caminó de regreso a la sala con él — ¿Está seguro de que no quiere chocolate? Lo he preparado yo misma, y no es por adularme, pero me queda muy bien.

— No lo dudo, pero no me gusta el chocolate — expresó — el dulce en general.

— Con razón… — murmuró ella en voz baja, ocultando una sonrisa a través de su taza.

— La he escuchado, señorita Raleigh — le dijo con seriedad — y esas indirectas no la llevarán a ninguna parte, además, ¿qué de malo tiene que no me guste el dulce? Es perjudicial para la salud, ¿si lo sabe? Podría desarrollar enfermedades que ahora no ve, pero que más adelante le pasaran factura.

Ella se encogió de hombros, divertida, dando otro sorbo a su taza. Estaba deliciosa.

— No se puede ser tan estricto en la vida, señor Akerman, a veces hay que romper una que otra regla… ¿no se lo parece? — ella se relamió los labios de chocolate y Jack pasó un trago.

No lo soportó más.

Esa mujer era una coqueta por naturaleza, una atrevida, y él… maldición, él era de los que sabía controlarse, pero no con ella.

— Yo no rompía las reglas, Kira… hasta que llegaste tú— dijo en tono letal; era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila, y acto seguido, le quitó la taza de las manos, la tomó de la nuca y enredó los dedos entre su cabello suave. Después, se inclinó a su boca para demostrárselo.

La besó con agonía.

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