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Pasamos todo el día juntos, sin que nadie pensara siquiera en venir a molestarnos. Por la tarde salimos con los niños al prado, y Mael cambió por un rato para jugar con ellos. Quillan y Sheila no se apartaban de su lado, felices de volver a estar con él, y me encantaba verlos a los tres juntos, corriendo y jugando.

Era una faceta de Mael que no conocía, aunque en los últimos meses había tenido sobradas oportunidades de comprobar el irresistible instinto paternal de los lobos. Nunca les importaba si los cachorros eran propios o ajenos. Los protegían con celo, los consentían, los disfrutaban. Y esa tarde, Mael hacía gala de aquel instinto de una forma que me enternecía presenciar.

Por la noche, agotados con tanto ejercicio y tanta excitación, los niños apenas alcanzaron a comer dos bocados antes de caer rendidos frente al hogar. Nosotros terminamos de cenar sin apuro, conversando y bromeando del mejor humor del mundo. No importaba cuánto tiempo pasábamos separados, tan p

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