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La reina nos esperaba en la sala, con Ronda sentada a su lado y los bebés en su falda, en un gran sillón situado frente a los ventanales abiertos. Me recibió con una sonrisa afectuosa y me indicó que me sentara en el sillón junto al suyo. Por suerte, Mora no estaba a la vista.

La reina volvió la cara hacia mí como si me observara, y yo sabía que me estudiaba con sus otros sentidos. Permaneció un momento en silencio, muy quieta, y luego asintió lentamente con sonrisa triste.

—¿Estás bien, hija? —preguntó con suavidad.

—Sí, Majestad, gracias. Los masajes de Ronda me dejaron como crema batida, pero confío en que mis rodillas me sostienen bien.

Ellas rieron por lo bajo y la reina tendió su mano para cubrir las mías, cruzadas sobre mi falda.

—Me escuchaste —susurró con un guiño travieso.

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