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Mael iba a cerrar las puertas a mis espaldas cuando se detuvo, mirando intrigado hacia la escalera. Seguí su mirada y vi que los hijos menores de Milo y Fiona trepaban a los saltos los últimos escalones en cuatro patas y corrían hacia nosotros, colándose dentro entre nuestras piernas. Sus padres los seguían de la mano, las cabezas casi juntas, como una parejita de adolescentes enamorados, platicando con sus mentes a juzgar por sus expresiones.

Milo se veía fatigado, debía haber llegado del norte una hora atrás como mucho, pero volver a estar junto a su compañera bastaba para hacer brillar sus ojos de alegría. Y Fiona se veía ligera, de excelente humor, sin rastros del talante serio con que solía encarar sus deberes al frente del castillo.

Alzaron la vista para saludarnos con grandes sonrisas y entramos los cuatro juntos a la sala de la reina, donde la encontramos riendo bajo un confuso

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