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Capítulo 2: Tan sólo un abusivo más

Mía se siente flotar mientras recorre el camino hasta el altar. No puede evitar dejar salir un suspiro al ver a Nathan parado allí, se ve tan imponente, con su porte serio, su altura y su expresión de que sería capaz de ordenar al mundo detenerse.

Cuando llegan hasta él, Todd le entrega la mano de Mía, la recibe sin esbozar ni una sonrisa, ninguna expresión. Pero, al tocar los finos dedos de la chica, siente una especie de calor, electricidad, algo muy diferente y retira la mano enseguida.

Se voltea para mirar al frente, con sus manos entrelazadas y haciendo un esfuerzo para no volver a mirar a la chica.

La ceremonia inicia en silencio, uno al lado del otro. Mía no deja de sentir que su corazón saldrá de su pecho, aquella sonrisa es genuina y contagiosa. A ratos, Nathan la mira y hace lo posible para no sonreír, porque ella le está cambiando sus planes.

Cuando el padre les pregunta si aceptan ser marido y mujer, Mía acepta sin dudarlo. Pero cuando le corresponde a Nathan, se queda en silencio, hasta que el padre le pregunta de nuevo y Hank le tiene que tocar el hombro.

—Sí, acepto —dice con tono frío.

Al momento de ser declarados como un matrimonio, el cura dice la típica frase «puede besar a la novia» y Mía se gira hacia Nathan emocionada. Pero él solo la ve con verdadera molestia.

Ella lo ve con los ojos ilusionados, con aquella sonrisa que ilumina todo el lugar, pero al ver que el hombre no se acerca, se levanta el velo para ella hacerlo por él y deja un suave beso en la mejilla, porque no se atreve a besar en los labios a su ahora esposo.

Nathan la mira con los ojos oscuros, es como si una nube negra se hubiese cernido sobre él y estuviese a punto de sacar rayos y centellas.

La toma del brazo y la saca de allí casi corriendo, ante la mirada atónita de los invitados y los padres de los novios. Abre la puerta de un auto negro que los espera allí, sin flores ni adornos, ella se sube casi dudar, seguida por él.

—A la mansión.

—¿Nos iremos a la recepción?

—Yo no perderé mi tiempo en tonterías —le dice él sin mirarla y Mía siente de pronto que el auto está tornándose muy frío.

—Pero… no podré lanzar el ramo.

Nathan se lo quita, abre la ventana y lo lanza a la calle mientras el auto va en movimiento, haciendo que ella se encoja, se abrace a sí misma y fije la mirada en un punto de su vestido.

—No me digas que vas a llorar —le dice él con un bufido, pero ella niega.

No dice palabra alguna.

Solo mira ese punto en su vestido y se retrae en sus pensamientos.

No se da cuenta que entran a la propiedad, la que está rodeada de grandes murallas de concreto, custodiada por al menos una veintena de hombres.

El auto se detiene, Nathan se baja y al ver que ella se mantiene en la misma posición, rodea el auto y abre la puerta, tomándola con violencia del brazo y sacándola de allí.

Camina con la chica hasta la casa, casi empujándola, pero Mía simplemente no reacciona, y eso solo lo desespera más, por lo que entra directo a la habitación que le tiene preparada, una que está al lado de la cocina.

Las mujeres del servicio ven a la chica y sienten lástima por ella, porque saben lo que le espera. Nathan la mete en una habitación con una cama unipersonal, sin ventilación ni calefacción y la tira sobre la cama. Solo allí ella reacciona.

—Mi abuelo quería que me casara y lo hice, mi padre quería que fuera contigo, y acepté… pero a mí nadie me dice lo que tengo que hacer, sin que yo me quede de brazos cruzados.

—Pero yo pensé… —intenta decir ella, con el corazón medio roto, pero Nathan la interrumpe con sarcasmo.

—¿Qué pensaste? ¿Qué dormirías en la habitación principal, en mi cama? ¡Te equivocas! Y ni creas que mis empleados te atenderán o tendrán alguna consideración contigo por ser la inútil princesita de papá.

—Si no querías casarte conmigo… debiste… debiste decir que no —dice ella tratando de ocultar su dolor y decepción, bajando la mirada.

—Adivina… lo hice, pero a cambio me dijeron que si no me casaba, lo perdería todo… trabajé duro para levantar esa empresa y no lo iba a perder por una mocosa que no sabe lo que quiere.

—Nathan… déjame ir, olvidemos todo esto… —le suplica ella, pero un bufido cargado de ironía sale del hombre —, pero por favor, no me encierres aquí.

—Lo siento, querida esposa —dice con rabia, apretando los dientes y Mía puede ver el odio en sus ojos—, pero si yo hago eso, me quitarán lo que más me importa y no lo voy a perder por una niña llorona.

—No estoy llorando —le dice ella con una valentía llena de dulzura que a Nathan solo le enciende más la rabia que siente por ella.

—No todavía… —y eso a Mía le sabe a una advertencia clara y pura.

Sale de allí, cerrando la puerta con llave y Mía se lanza para golpearla, mientras grita el nombre de su esposo, su verdugo.

—¡Nathan, ábreme la puerta! ¡Nathan!

Aquella voz delicada y débil resuena en los oídos de Nathan hasta que se encierra en el despacho de su casa. Se dirige al bar, pensando en que ha iniciado una guerra interna, porque aquella parte cuerda le dice que está mal, que aquella criatura no se merece que se desquite por los intereses de otros.

Pero en los juegos del poder, siempre hay quien sale lastimado y no será él… no esta vez. Ahora puede defenderse y no permitirá que vuelvan a hacer con él lo que quieran, ahora él puede ser quien manipula el títere. Se sirve un vaso de whisky y se lo bebe de una vez, se sirve un segundo y un tercero, dejando que el líquido pase por su garganta como si fuera agua.

Su teléfono repica una y otra vez en su bolsillo, lo mira y ve que es su hermano. La rabia bulle en su interior y lo lanza contra la pared.

—¡Si tanto te importaba la mocosa, tú debiste casarte con ella!

Pero esa sola posibilidad lo llena de un miedo terrible.

Se pasa las manos por el cabello y decide que esa casa lo asfixia, que no puede estar allí. Se quita la corbata, la lanza lejos y sale del despacho, su asistente se acerca a él enseguida y le ordena sin una pizca de emoción.

—Consígueme otro teléfono y manda a preparar el avión, me voy a Alemania.

—¿Para qué hora lo necesita?

—Para ahora.

El hombre comienza a hacer las llamadas pertinentes, siguiendo a su jefe a aquel viaje repentino, su jefe de seguridad está parado en la puerta y Nathan le dice enojado.

—Ella no sale, no recibe visitas, nadie entra a esta propiedad, ni nadie sale. Estamos abastecidos para tres meses, así que no hay excusas. Si alguien enferma, que el doctor Sanders los atienda, pero sin que se trasladen de aquí.

La ama de casa se acerca a él, en cuanto termina las instrucciones con el jefe de seguridad, se gira hacia ella.

—Esa niña es una empleada más en esta casa. Se levantará a las cinco, como todos los que trabajan para mí, nadie hará nada por ella, se tiene que ganar la estadía en esta casa, porque yo no quiero una mantenida.

—Sí, señor.

—Dale un uniforme de trabajo y algo de ropa, pero nada costoso —le dice mientras se quita la pajarita y el saco del traje, en lo que camina a la entrada de la casa—. Vamos a darle un golpe de realidad, a ver si deja de creer que es una princesita.

Todos asienten ante sus palabras y se va de allí sin mirar atrás, pero sobre todo, haciéndose el sordo, porque aquella muchacha ya está ronca de tanto gritar que la saquen.

En cuanto Nathan sale de la propiedad, el ama de llaves camina hasta la habitación con el corazón encogido, con tres mudas de ropa y el uniforme de la casa. En cuanto gira la llave, los gritos cesan, la puerta se abre y aquella niña se lanza a sus brazos.

—Gracias… muchas gracias… —dice entre sollozos, la mujer cierra los ojos, porque está entre el deber y el querer, pero lamentablemente el querer no le daba de comer ni pagaba las medicinas de su madre, así que…

—No me agradezcas nada —intenta decirle con firmeza—. Aquí tienes ropa, cámbiate y hazlo rápido, porque debo asignarte tareas que cumplir.

—No… no entiendo.

—Las órdenes son claras, eres una empleada más de esta casa y como tal se te debe tratar.

Y otra vez, Mía vuelve a fijar su mirada en un punto determinado, recibe la ropa en silencio, se gira sin llorar ni gritar, y cierra la puerta para cambiarse.

Tanto la ama de llaves, la cocinera y el jefe de seguridad la miran con una profunda tristeza, pero no pueden hacer nada por ella.

—Me pregunto qué es lo tan grave que le hizo al jefe —dice la cocinera.

—Sólo se me ocurre que era algo así como la novia y lo engañó —dice el hombre.

—Conociendo como conozco al joven, seguro bastó con que se cruzara en sus planes —dice el ama de llaves.

Los tres aprietan los puños cuando ven a aquella niña con el uniforme que le queda enorme, sus bellos ojos azules, rojos de tanto llorar y la mirada perdida en alguna parte.

—Estoy lista para lo que sea —aunque su voz es la de una niña, es firme y decidida.

Nathan Moore cometió un error con ella, porque cree conocerla, pero no tiene idea de las cosas que ha pasado en su vida. Un abusivo más en su vida, es solo otro obstáculo para ser feliz.

Así, con el corazón destrozado, sigue a aquella mujer que la mira con compasión y le asigna su primera tarea.

A kilómetros de allí, Nathan se sube a ese avión, sin saber cuándo se atreverá a regresar.

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