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Capítulo 4: Las marcas de un secreto

Limpiar los baños, trapear los pisos, limpiar los cuartos, ayudar con la cocina, podar las flores… sus tareas todos los días eran diferentes, pero siempre las terminaba. Y lo que más le encantaba a aquellas mujeres, era que lo hacía bien y en el tiempo que se le daba o antes.

Y no les gustaba porque les aliviara la carga, sino poque sabían que eso dejaría a Nathan atragantado con sus palabras.

Llevaba en aquella prisión una semana, no había visto a Nathan ni por casualidad y no se atrevía a preguntar por él, no fuera que lo invocara y apareciera para humillarla aún más, aunque pensaba que eso ya no era posible.

Ese día, en que hay un sol radiante y una brisa deliciosa, sale a caminar en su hora de descanso y se da cuenta que en el patio trasero hay una perrera. Camina hacia el lugar, pero el jefe de seguridad, quien descubrió se llama Jason, la detiene.

—No le recomiendo que vaya hasta allí, esos perros solo obedecen al señor, por eso permanecen encerrados cuando él no está.

—Pero es horrible que estén encerrados, ¿y si mi esposo no vuelve jamás?

Mira al suelo luego de darse cuenta cómo lo ha llamado, para ella es su esposo, aunque también sea su carcelero.

—Eso no le preocupa a nadie aquí, señora —se le escapa de manera brusca, pero luego suaviza la voz—, es mejor que vuelva adentro.

Ella asiente, pero no se queda tranquila. Para ella los animales siempre han sido seres nobles, en especial los perros. Su madre la llamaba «la encantadora de perros», porque siempre que uno se le acercaba, terminaba jugando con ella.

Ese día le corresponde limpiar las habitaciones, por lo que se apresura a subir para terminar temprano, Dalia, la ama de llaves le permite leer si termina temprano y le consiguió uno de los libros de Nathan de la universidad, pero no de los que están en la biblioteca, sino en el ático.

Termina exhausta, pero consigue hacerlo temprano y a la perfección, Dalia evalúa su trabajo y la felicita.

—No habría esperado que hicieras tan bien todo.

—Mi nana me dejaba jugar con ella al hotel —se ríe Mía—. Aprendí a hacer las tareas del hogar de esa manera.

Pero eso no era todos los días ni con tareas tan arduas, por lo que al pasar las manos por su uniforme, se queja de dolor en las manos y cuando Dalia las toma para verlas, se queda paralizada.

Tenía gruesas llagas, algunas cicatrizadas y otras de ese día.

—¡Señora, por Dios! —le dice con el horror en la voz.

—No es nada, enserio… —trata de minimizarlo, pero la mujer no se queda tranquila.

—No la puedo dejar así —saca una radio de su bolsillo y llama a Jason, quien le responde enseguida—. Manda al doctor a la mansión, la señora tiene heridas en las manos.

—De inmediato —responde el hombre con seriedad.

La mujer baja con Mía a la cocina, la sienta en una silla y para cuando el doctor llega, lo pone al tanto de la situación. La muchacha se esperaba un hombre mayor, pero al oír su voz se da cuenta que estaba en un error.

A su lado se para un hombre de unos treinta años, de ojos dorados, como el sol del más bello día, cabello castaño claro, nariz perfecta y labios gruesos… tal vez si no estuviera tan enamorada de Nathan, podría fijarse en él.

—Buenas tardes, señora Moore, soy el doctor Steven Sanders, ¿me permite? —le señala las manos y ella asiente, extendiéndolas. En cuanto las ve, el hombre arruga el ceño.

Comienza a dar órdenes y las mujeres comienzan a moverse por la cocina, pero Mía solo se queda abstraída por la belleza y la manera tan delicada del hombre al tratarla.

—Listo —le dice con una sonrisa que deja ver sus perfectos dientes—. Ahora sólo debe cuidarse aquellas heridas. Algunas era muy profundas, por esa razón le vendé las manos y no puede mojarlas por nada del mundo, mañana vendré para ver cómo van.

—Pero… ¿cómo me bañaré, limpiaré, lavaré trastes?

—Simple, lo de bañarse puede solucionarse con ayuda, pero lo demás queda suspendido hasta nuevo aviso.

—Pero… es mi trabajo, por favor…

El hombre aprieta los labios en una fina línea y su mandíbula se tensa, pero no dice nada. Mira a Dalia, que le dedica una mirada cómplice, para luego hablar con ella.

—Haremos algo, llamaré al señor Moore y le preguntaré qué hacer…

—¡No! ¡No pueden decirle! Pensará que soy una inútil… sé que hay algo que pueda hacer sin tener que dejar de lado mis cuidados.

—Oh, me temo que lavamos todos los manteles de la casa —dice la cocinera sin dejar de revolver la comida—. Ahora debemos planchar, doblar y guardar.

Mía le dedica una mirada ilusionada al doctor y él asiente levemente, ella sin pensarlo dos veces da unos saltitos y luego lo abraza con efusividad, haciendo que se tambalee. Las manos del doctor van a su cintura, provocándole algo en lo más profundo de su ser.

Aquella muchacha lo conmovía de una manera especial, desde que la vio sentada allí solo quería protegerla, pero no era suya para hacerlo.

—Gracias —le dice ella apoyando su cabeza en el pecho del hombre, porque es demasiado alto para ella.

—Ven, querida… —Dalia la aparta del hombre y la encamina por el pasillo—. Vamos a bañarte.

—Pero, no deberían tener atenciones conmigo.

—Tampoco podemos dejar que te duermas sucia, cariño —le dice Giovanna, la cocinera, que apaga la estufa para unirse a las otras dos mujeres.

Mientras ellas se pierden en el baño, Steven se queda mirando a la nada, pensando en lo frágil que es y las ganas que tiene de cuidar de ella… para siempre.

Sale de allí antes de verla otra vez, se va directo a su casa a unos cien metros de la casa principal, se encierra en su cuarto y cierra los ojos mientras pega su espalda en la madera. De solo imaginarla desprotegida, siente que podría derribar los muros de aquella mansión, con tal de sacarla de allí.

Nunca una mujer lo impactó tanto como aquella niña y para hacerlo más terrible, no era libre.

En la mansión, las mujeres ayudan a Mía a quitarse la ropa, ella se siente extraña, pero no le queda otra alternativa. Está tan contenta con la ayuda de las mujeres, que se olvida de un gran detalle.

Ambas mujeres notan aquellas marcas en sus brazos y piernas, se miran serias y luego se fijan en el cuerpo de Mía.

—Está muy delgada, señora, tendremos que darle mejores alimentos.

—Oh no, está bien… siempre he sido así —pero el nerviosismo no le pasa desapercibido a las mujeres.

Tras bañarla, secarla y ayudarla a vestirse, la llevan a la cocina para cenar.

—A mí me sirve poquito, no tengo mucha hambre.

—Pero señora, está trabajando mucho y se puede enfermar si come tan poquito como lo hace usted —le dice con un puchero Giovanna—. Y este estofado me quedó tan delicioso.

—Como todo lo que cocina —responde la muchacha con una risa alegre—. Pero está bien, sírvame la porción completa.

Pero para sorpresa de todos, no solo se come ese plato, sino que pide repetición. Al terminar, se levanta para lavar su plato, pero la detienen y la envían a descansar, ella se va al baño para lavarse los dientes, pero antes de eso cumple con su ritual… aquel que viene luego de comer tanto.

Con los ojos llorosos se mira al espejo, los cierra unos segundos y se lava muy bien los dientes, para luego irse a estudiar, encerrada en aquella habitación.

A miles de kilómetros de allí, un hombre no consigue conciliar el sueño, porque la consciencia no se lo permite, pero no dará su brazo a torcer… claro que no.

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