Limpiar los baños, trapear los pisos, limpiar los cuartos, ayudar con la cocina, podar las flores… sus tareas todos los días eran diferentes, pero siempre las terminaba. Y lo que más le encantaba a aquellas mujeres, era que lo hacía bien y en el tiempo que se le daba o antes.
Y no les gustaba porque les aliviara la carga, sino poque sabían que eso dejaría a Nathan atragantado con sus palabras.
Llevaba en aquella prisión una semana, no había visto a Nathan ni por casualidad y no se atrevía a preguntar por él, no fuera que lo invocara y apareciera para humillarla aún más, aunque pensaba que eso ya no era posible.
Ese día, en que hay un sol radiante y una brisa deliciosa, sale a caminar en su hora de descanso y se da cuenta que en el patio trasero hay una perrera. Camina hacia el lugar, pero el jefe de seguridad, quien descubrió se llama Jason, la detiene.
—No le recomiendo que vaya hasta allí, esos perros solo obedecen al señor, por eso permanecen encerrados cuando él no está.
—Pero es horrible que estén encerrados, ¿y si mi esposo no vuelve jamás?
Mira al suelo luego de darse cuenta cómo lo ha llamado, para ella es su esposo, aunque también sea su carcelero.
—Eso no le preocupa a nadie aquí, señora —se le escapa de manera brusca, pero luego suaviza la voz—, es mejor que vuelva adentro.
Ella asiente, pero no se queda tranquila. Para ella los animales siempre han sido seres nobles, en especial los perros. Su madre la llamaba «la encantadora de perros», porque siempre que uno se le acercaba, terminaba jugando con ella.
Ese día le corresponde limpiar las habitaciones, por lo que se apresura a subir para terminar temprano, Dalia, la ama de llaves le permite leer si termina temprano y le consiguió uno de los libros de Nathan de la universidad, pero no de los que están en la biblioteca, sino en el ático.
Termina exhausta, pero consigue hacerlo temprano y a la perfección, Dalia evalúa su trabajo y la felicita.
—No habría esperado que hicieras tan bien todo.
—Mi nana me dejaba jugar con ella al hotel —se ríe Mía—. Aprendí a hacer las tareas del hogar de esa manera.
Pero eso no era todos los días ni con tareas tan arduas, por lo que al pasar las manos por su uniforme, se queja de dolor en las manos y cuando Dalia las toma para verlas, se queda paralizada.
Tenía gruesas llagas, algunas cicatrizadas y otras de ese día.
—¡Señora, por Dios! —le dice con el horror en la voz.
—No es nada, enserio… —trata de minimizarlo, pero la mujer no se queda tranquila.
—No la puedo dejar así —saca una radio de su bolsillo y llama a Jason, quien le responde enseguida—. Manda al doctor a la mansión, la señora tiene heridas en las manos.
—De inmediato —responde el hombre con seriedad.
La mujer baja con Mía a la cocina, la sienta en una silla y para cuando el doctor llega, lo pone al tanto de la situación. La muchacha se esperaba un hombre mayor, pero al oír su voz se da cuenta que estaba en un error.
A su lado se para un hombre de unos treinta años, de ojos dorados, como el sol del más bello día, cabello castaño claro, nariz perfecta y labios gruesos… tal vez si no estuviera tan enamorada de Nathan, podría fijarse en él.
—Buenas tardes, señora Moore, soy el doctor Steven Sanders, ¿me permite? —le señala las manos y ella asiente, extendiéndolas. En cuanto las ve, el hombre arruga el ceño.
Comienza a dar órdenes y las mujeres comienzan a moverse por la cocina, pero Mía solo se queda abstraída por la belleza y la manera tan delicada del hombre al tratarla.
—Listo —le dice con una sonrisa que deja ver sus perfectos dientes—. Ahora sólo debe cuidarse aquellas heridas. Algunas era muy profundas, por esa razón le vendé las manos y no puede mojarlas por nada del mundo, mañana vendré para ver cómo van.
—Pero… ¿cómo me bañaré, limpiaré, lavaré trastes?
—Simple, lo de bañarse puede solucionarse con ayuda, pero lo demás queda suspendido hasta nuevo aviso.
—Pero… es mi trabajo, por favor…
El hombre aprieta los labios en una fina línea y su mandíbula se tensa, pero no dice nada. Mira a Dalia, que le dedica una mirada cómplice, para luego hablar con ella.
—Haremos algo, llamaré al señor Moore y le preguntaré qué hacer…
—¡No! ¡No pueden decirle! Pensará que soy una inútil… sé que hay algo que pueda hacer sin tener que dejar de lado mis cuidados.
—Oh, me temo que lavamos todos los manteles de la casa —dice la cocinera sin dejar de revolver la comida—. Ahora debemos planchar, doblar y guardar.
Mía le dedica una mirada ilusionada al doctor y él asiente levemente, ella sin pensarlo dos veces da unos saltitos y luego lo abraza con efusividad, haciendo que se tambalee. Las manos del doctor van a su cintura, provocándole algo en lo más profundo de su ser.
Aquella muchacha lo conmovía de una manera especial, desde que la vio sentada allí solo quería protegerla, pero no era suya para hacerlo.
—Gracias —le dice ella apoyando su cabeza en el pecho del hombre, porque es demasiado alto para ella.
—Ven, querida… —Dalia la aparta del hombre y la encamina por el pasillo—. Vamos a bañarte.
—Pero, no deberían tener atenciones conmigo.
—Tampoco podemos dejar que te duermas sucia, cariño —le dice Giovanna, la cocinera, que apaga la estufa para unirse a las otras dos mujeres.
Mientras ellas se pierden en el baño, Steven se queda mirando a la nada, pensando en lo frágil que es y las ganas que tiene de cuidar de ella… para siempre.
Sale de allí antes de verla otra vez, se va directo a su casa a unos cien metros de la casa principal, se encierra en su cuarto y cierra los ojos mientras pega su espalda en la madera. De solo imaginarla desprotegida, siente que podría derribar los muros de aquella mansión, con tal de sacarla de allí.
Nunca una mujer lo impactó tanto como aquella niña y para hacerlo más terrible, no era libre.
En la mansión, las mujeres ayudan a Mía a quitarse la ropa, ella se siente extraña, pero no le queda otra alternativa. Está tan contenta con la ayuda de las mujeres, que se olvida de un gran detalle.
Ambas mujeres notan aquellas marcas en sus brazos y piernas, se miran serias y luego se fijan en el cuerpo de Mía.
—Está muy delgada, señora, tendremos que darle mejores alimentos.
—Oh no, está bien… siempre he sido así —pero el nerviosismo no le pasa desapercibido a las mujeres.
Tras bañarla, secarla y ayudarla a vestirse, la llevan a la cocina para cenar.
—A mí me sirve poquito, no tengo mucha hambre.
—Pero señora, está trabajando mucho y se puede enfermar si come tan poquito como lo hace usted —le dice con un puchero Giovanna—. Y este estofado me quedó tan delicioso.
—Como todo lo que cocina —responde la muchacha con una risa alegre—. Pero está bien, sírvame la porción completa.
Pero para sorpresa de todos, no solo se come ese plato, sino que pide repetición. Al terminar, se levanta para lavar su plato, pero la detienen y la envían a descansar, ella se va al baño para lavarse los dientes, pero antes de eso cumple con su ritual… aquel que viene luego de comer tanto.
Con los ojos llorosos se mira al espejo, los cierra unos segundos y se lava muy bien los dientes, para luego irse a estudiar, encerrada en aquella habitación.
A miles de kilómetros de allí, un hombre no consigue conciliar el sueño, porque la consciencia no se lo permite, pero no dará su brazo a torcer… claro que no.
Los días siguieron pasando, las manos de Mía se acostumbraron al trabajo duro y ella se veía realmente feliz en aquella casa. Nadie diría que venía de una de las familias más adineradas de la ciudad, socia de la familia de su esposo, porque no le importaba sudar al sol, mientras arrancaba hierbas y plantaba nuevas flores. Se detiene para descansar un momento, bebe agua de una botella y mira de nuevo el refugio de los canes. Mira a todos lados, se da cuenta que nadie la observa y camina hasta el lugar con especial sigilo. Se encuentra con cuatro pitbull, reconocidos por su agresividad cuando se les entrenaba de esa manera. En cuanto la ven acercarse, le ladran furiosos, como si supieran que su dueño la detesta, pero ella comienza a hablarles tranquila, sin temor, y acerca su mano poco a poco para que la huelan. Uno de ellos se calma un poco, solo le gruñe y saca apenas el hocico por una rendija de su prisión, ella aprovecha para acariciar su nariz y le habla con ternura. —¿Qué le p
Mía abre los ojos, se prepara para ir a trabajar y al salir, se encuentra un desayuno listo en su puesto. Al acercarse se da cuenta que es un pocillo con cereales y leche, además de una fruta. —Buenos días… yo podía prepararme mi desayuno, pero gracias —le dice a Giovanna con una sonrisa. —Mientras el señor no esté, déjeme consentirla. Mía asiente, se come su desayuno en silencio y luego se pone de pie para lavarse los dientes, algo en lo que Giovanna pone especial atención, por encargo del doctor. Pero no oye nada extraño, así que corre a su puesto antes de que la muchacha salga del baño. —Bien… creo que hoy no me verán mucho por aquí, más que para el almuerzo y la cena —dice buscando guantes de limpieza y otros artículos que va a necesitar—, por encargo de mi esposo, debo limpiar el ático. —Señora… eso es mucho trabajo, deje que alguien le ayude… —No, señora Giovanna, él no dijo que podía hacerlo con ayuda y no quiero que falten a sus órdenes. Sale de allí con todas las cosas
Un par de horas después, Mía abre los ojos y sonríe al ver que Steven está allí. Él se acerca para ver cómo está, con el temor de lo que pasará de allí en adelante. —¿Cómo te sientes? —Bien… aunque algo cansada, es como si mi cuerpo estuviera sin energías —Steven no quiere decirle que Nathan llegó, pero no le queda más remedio, porque seguro en cualquier momento el hombre volverá. —Mía, tengo que decirte… que el señor Moore llegó. —Supongo que no podía estar sola para siempre, ¿verdad? —su sonrisa es triste y eso le retuerce los sentimientos a Steven. —Me ordenó que te llevara a la casa en cuanto despertaras. Mía solo asiente, no es que pueda oponerse tampoco, pero haber estado un par de horas en un lugar en donde se sentía cómoda y protegida le deja la sensación de que allí es donde quiere estar. Steven llama a Dalia y le pide que lo ayude a llevar a Mía hasta a la casa. Al llegar, la mujer le indica en dónde se quedará y Mía no puede ocultar su sorpresa al saber que será en e
Los primeros rayos del sol le llegan en el rostro, coloca la mano en frente para poder abrir los ojos y se da cuenta que se quedó dormido en el sofá. Le duele la espalda y el cuello, pero no es eso lo que le molesta, sino que está cubierto por el edredón de la cama. —Esta chiquilla, no entiende que debe cuidarse… Se levanta con dificultad, realmente molesto, pero luego se le espanta todo cuando ve la escena más adorable que ha visto en mucho tiempo. Mía está hecha un ovillo en la cama, abrazada a una almohada y todo su largo y bello cabello está desparramado. Coloca el edredón de regreso, porque es evidente que tiene frío, se va al baño y se mete a la ducha, sin dejar de pensar que esta es la primera vez que comparte la habitación con una mujer de esa manera tan íntima. Al salir, se cubre con una toalla por la cintura y sale para buscar la ropa que usará ese día, pero no cuenta con que Mía ya está despierta, sentada en la cama. Ella se queda con los ojos muy abiertos, observando
Por la mañana, Mía se siente muchísimo mejor. Cuando abre los ojos, está confundida, porque no es donde ella se quedó a dormir. Nathan no está allí, lo que agradece, porque no quiere enfrentar su mirada de odio.Suspira como siempre y se levanta, llaman a la puerta y tanto Dalia como Steven entran a la habitación.—¡Pero qué maravilla! —dice la mujer feliz de verla más repuesta—. Le traigo el desayuno.—Y yo vengo para quitarle la vía, ya no será necesario que la tenga puesta.—Esa es una buena idea… espero que no se moleste, pero… no comeré aquí, bajaré a la cocina —la mujer deja la bandeja a un lado y se acerca a ella—. Doctor, si puede sacarme esto, para que pueda ir a bañarme y comenzar con mi trabajo.—Hoy debería hacer más reposo, señora —le dice Dalia, pero Mía niega con la cabeza.—No, ya estoy mejor y no me ganaré los gritos de Nathan. Es mejor que salga de aquí lo antes posible.Steven hace lo que le toca, Dalia toma la bandeja y los tres bajan al primer piso. Mía se va dire
Todos están paralizados en la cocina, escuchando los gritos y la reacción de Nathan, pero nadie puede hacer nada. Hasta que Steven se cabrea, se pone de pie y camina con decisión hasta el hombre, para luego apartarlo de allí con violencia. —¡Basta! ¡¿Me puedes explicar qué demonios te pasa con ella?! —¡Pues esto me pasa! —Nathan le muestra la mano ensangrentada y Steven abre mucho los ojos—. ¡La tomé por el brazo y se quejó! Le pregunté qué le pasó y salió corriendo. —Porque seguro le preguntaste así… ¡Como un maldito cavernícola enojado! —aparta a Nathan y llama a la puerta con suavidad—. Mía… soy el doctor Sanders, abre la puerta. —¿Mía? ¿Acaso tuteas a mi esposa? —le dice él molesto y Sanders le dedica una sonrisa de burla. —Cualquiera que te oiga creerá que estás celoso. —¿Celoso yo… por ella? ¡Vamos, Steven! Esa muchacha no despierta ni un mal sentimiento, me molesta que tengas esa cercanía con ella, porque sigue siendo mi esposa y quiero que mantengas tu distancia con ell
Luego de que todos se van a dormir, Mía se levanta a hurtadillas, se va a la cocina y comienza a registrar la alacena, buscando algo de comer. Cierra los ojos, respira profundo y trata de calmarse. «No lo hagas, Mía… comer de esa manera no solucionará tus problemas», le dice esa mínima parte cuerda, pero los acontecimientos del día la abrumaron tanto, que ahora tiene un ansia horrible y sólo puede acallarlo con comida. Encuentra unos pocos snacks, saca pan, pollo y otros ingredientes más, se prepara un par de sándwiches, que comienza a morder sin decoro en ese instante, guarda todo, limpia un poco y luego corre a la habitación con todo lo que sacó. Con cada bocado desesperado que consume siente que esa ansiedad va bajando, siente que es libre y que todo se borrará en cuanto se deshaga de cada miga. Cuando termina, sonríe satisfecha unos segundos, pero luego viene la culpa. —Yo… yo no debí comerme eso —y como cada vez, su consciencia mala le dice que acaba de cometer una estupide
Los días siguen pasando para Mía, cada vez se siente más segura, porque ha logrado dominar las tareas que le han asignado, sabe que con eso deja a Nathan por completo en silencio, aunque él de todas maneras busca la manera de humillarla. En esa vía de venganza sin sentido, Nathan sale de su habitación y ve a Mía en la habitación de enfrente limpiando un espejo de cuerpo completo, de pronto la ve quedarse para frente a él y la ve mirarse en el espejo. Se queda absorto en esa imagen, porque le parece la niña más adorable, pero no puede dejarse vencer por ese sentimiento, así que decide sacar ese ser hostil. —¿Viéndote al espejo y perdiendo el tiempo? —puede ver su expresión de sorpresa y vergüenza a la vez, aquellas mejillas sonrojadas se le hacen de lo más tiernas, pero eso no lo hace retroceder en su propósito—. Por más que te mires al espejo, sigues siendo una muchachita sin gracia. Sin saber lo que eso es para Mía, camina hacia ella, que recoge las cosas rápidamente para irse a