Mientras piensa en Mía, en su padre, en su infancia y toda esa oscuridad que lo envuelve, que le faltan las fuerzas, un calor comienza a recorrerlo por todo su cuerpo, los huesos le duelen y siente que la cabeza le estallará. Quiere levantarse, pero no lo consigue y cae en una inconsciencia peor a estar despierto. La noche se le pasa entre una fiebre alta y sueños en los que ve a Mía llorando desconsolada. Por más que trata de callarla, no puede, no lo consigue… se frustra, golpea la pared, lanza los platos y ella se agacha para recogerlos, pero en lugar de hacerlo, se corta las manos. —No… no los toques… no lo hagas… —murmura, tratando de despertar, pero no puede. Así es como a las siete de la mañana Mía lo encuentra cuando le lleva el desayuno, le parece extraño que esté en la cama, decide que mejor se va enseguida, pero cuando vuelve a oír su nombre y un rastro de desesperación en el hombre, se acerca con cautela. —¿Nathan? —Mía… no vayas allí, los perros… no toques eso, te h
El primero en despertar es Nathan. Sin abrir los ojos puede sentir el cuerpo pequeño y cálido de Mía pegado al suyo, su trasero está pegado a su abdomen, volviéndolo de pronto un adolescente inexperto que no se puede controlar. Aquella erección comienza a crecer, sin que él la pueda hacer algo para detenerla. Se niega a abrir los ojos, para alargar más ese momento, porque el aroma a jazmín y rosas de Mía es más delicioso de lo que su jardín podrá oler jamás en las primaveras por venir. La cabeza de la chica reposa en su brazo, su respiración es lenta, calmada, tan relajante que podría dejarse ir en un sueño delicioso una vez más sin temor a perderse nada más que su figura y su voz. La mano libre descansa en su vientre, toda ella es tan menuda y frágil. «Si no fueras su consentida, muchas cosas serían diferentes», se dice a sí mismo, porque su plan ahora es muy diferente al inicial. La siente despertar, cierra los ojos y se queda muy quieto, la siente moverse, girar y puede sentir
Mía baja las escaleras corriendo y se encierra en su habitación, dejando a Giovanna y Dalia sumamente preocupadas. —¿Qué le habrá pasado a la señora? —pregunta Giovanna. —No lo sé, supongo que habrán peleado otra vez —dice con un suspiro—. Yo no me voy a meter a ese cuarto, a menos que el señor me llame o baje. Se quedan en silencio, mientras que Mía se deshace en un llanto angustiado, lleno de dolor. Se siente ultrajada, él estuvo a punto de vi0larla sólo porque la creyó una pvta. La habían llamado muchas veces así, pero que viniera de la boca del hombre que ama, es un puñal directo al corazón. Se golpea la cabeza con las palmas de las manos, sintiéndose estúpida por haberse dejado llevar de esa manera. Definitivamente, de todos los abusivos de su vida, Nathan se lleva el premio al más despiadado de todos. Trata de limpiarse un poco las lágrimas, se pone de pie, busca en su closet aquellas golosinas que le pidió a Dalia le comprara la vez anterior y comienza a comer sin parar, l
Mía abre los ojos, ve la hora del reloj en la mesita y salta de la cama, se ha quedado dormida, con todo lo que debe hacer. Se quita el pijama y una mano la atrae a la cama, había olvidado que pasó la noche con Nathan y ahora él no la dejaba vestirse. —¿A dónde vas? —murmura somnoliento—. Es muy temprano. —Tengo que trabajar, Nathan, hay cosas por hacer, ayer dejé que Dalia y Giovanna trabajaran solas porque me sentía mal —se zafa de los brazos cálidos de Nathan y comienza a vestirse a la velocidad del rayo. —No tienes que hacerlo —ella lo observa como si tuviera dos cabezas y él se mueve para sentarse en la cama, aguantando el dolor de cabeza horrible que tiene—. Eres mi esposa, no tienes que trabajar. —Sí, sí tengo, porque me lo dejaste claro, yo no sería una mantenida y tampoco es que quiera serlo —Nathan la observa vestirse, sin que ella lo vea para nada—. Lo siento, pero no te creo —ella termina de subirse la cremallera de su mono de trabajo y Nathan se pone de pie, pero Mía
Mía se siente extraña, está allí ayudando a rellenar frascos de conservas y etiquetando, se ríe de las anécdotas de Giovanna en La Toscana, mientras que Dalia la regaña cuando va a contar cosas demasiado íntimas. Saber que puede confiar en ellas es lo mejor que le puede pasar justo en ese momento, porque después de todo lo que ha pasado con Nathan, es como si estuviera muriendo poco a poco. De pronto, recuerda que no ha visto a Steven y no duda den preguntar. —¿El doctor está bien? No lo he visto por aquí hoy. —El doctor se fue a Londres —le dice Dalia cerrando una tapa—, tenía que ir a ver algunas cosas urgentes y creo que se encontraría con su hermano. —¿Tiene un hermano? —pregunta Mía sorprendida. —Gemelo, sí. Hace un tiempo que no se ven, ahora aprovechará de reunirse con él. —¿Y volverá? —Sí —le dice Giovanna a Mía que parece preocupada—. Él mismo dice que mientras más alejado de Europa, mejor para él. Se quedan en silencio un momento y siguen con lo suyo, ya les queda mu
Esas dos palabras salen de la boca de Nathan con tanta sinceridad y desesperación, que Mía duda un momento… está a punto de dejarse llevar por esa deliciosa sensación de sentirse amada y protegida por alguien que no es su familia. Pero esa mezcla de desilusión con actitud svicida gana y se aparta de él. —No te creo… —Vámonos —la interrumpe Nathan y ella no puede evitar la sorpresa. —¿Qué quieres decir? —Vámonos una semana donde tú quieras, yo tenía pensando Florida, pero creo que te gustaría más ir a Alaska… —¿Por qué crees eso? —le pregunta ella con el ceño fruncido. —Ese era uno de tus sueños de niña ¿no? Recuerdo que una vez, mientras yo estaba haciendo la tarea en mi cuarto, tú me dijiste que querías ir a Alaska, para ver cómo el sol no se oculta —él se lleva un dedo a la barbilla y duda un poco—. Mmm… creo que ahora no será posible, porque estamos en otoño… —Oye, para… —Te prometo que iremos a Alaska en verano, si quieres lo podemos pasar allá. Mía lo observa tan entusi
Cuando Mía sale de la ducha, envuelta en aquella toalla enorme que le cubre hasta más abajo de las rodillas, a Nathan se le antoja una niña que él tiene que cuidar, es su niña y por nada del mundo la hará sufrir otra vez. Hace acopio de todas sus fuerzas para no abrazarla, besarla y hacerle el amor allí mismo, le sonríe levemente, para luego casi correr al baño y darse una ducha fría. Mía se seca el cuerpo, luego va al tocador y ve una crema humectante, se coloca la ropa interior, que es de muy buen gusto, de encaje y se imagina a Nathan comprándola para ella, aunque es obvio que se lo pidió a alguien más. Le queda perfecta, sonríe al ver que es de un color que a ella le gusta, rosa pálido. Se acerca a la silla, en donde apoya una pierna y comienza a ponerse crema. Está en eso, cuando Nathan sale del baño y la ve en aquella posición, se ve preciosa, una diosa de la seducción y ni siquiera lo sabe. —Lo siento, pensé que demorarías más —le dice ella cuando lo ve mirándola fijamente.
Como si estuvieran sincronizados, Nathan entiendo el mensaje que el cuerpo de Mía le entrega a través de la unión de sus labios. Decide que lo mejor es apartarse, primero porque la cama tiene aún los platos y porque quiere asegurarse de que Mía quiere ese momento íntimo. —¿Qué pasa? —le pregunta ella con el ceño fruncido—. ¿No quieres que lo intentemos? —Sí, pero no creo que un tenedor sea lo más romántico para este momento —le responde él sacando todo de la cama y sonriendo. —Creo que es verdad… —le dice ella con una risita nerviosa, porque esta vez los dos están de acuerdo en llegar más allá y unirse a su cuerpo es lo que más desea. Cuando Nathan termina de sacar todo, la cama les parece enorme, con el espacio suficiente para entregarse al amor. Se acerca a Mía con una sonrisa relajada, ella lo abraza y se deja besar otra vez. Las manos del hombre van al cinturón de la bata, deshace el nudo y mete las manos dentro para quitarle la prenda, se aparta para verla y sus ojos se oscu