Para Fer, tomar ese avión y viajar a más de tres mil doscientos kilómetros, a un poco más de cuatro horas de vuelo, es la muerte misma.Nunca sintió ese miedo, el vacío de su corazón instalarse de esa manera al dejar a una mujer, siempre fue todo lo contrario, casi como un nuevo trofeo para su larga trayectoria conquistadora, pero Diane fue distinta desde que la vio ese día en la oficina.Las horas lejos de ella se le vuelven lentamente una eternidad, le pesan y eso se le nota al caminar.Cuando llega con uno de los agentes a cargo de la logística, este lo mira y silba escandalosamente al ver la expresión de Fer.—Quién te viera y quién te ve… no puedo creer que esté frente a mí el gran Ferdinand Kast enamorado de una mujer… una sola.—Déjame en paz, Gómez —le gruñe Fer y el hombre se ríe más.—Te pegaron dudo, hombre… en fin, vamos con el trabajo.Los dos se sumergen en lo que Ferdinand debe hacer de ahora en adelante para proteger a Faviana y evitar que se meta en problemas.Poco a
Día de la boda…La madre de Mía la ayuda a terminar de arreglarse, mientras que el equipo estilista que contrató su padre deja la habitación en silencio, luego de haber maquillado y peinado a la novia. Ambas miran el espejo y sonríen felices, no parece una princesa, se siente así, como si estuviera viviendo su propio cuento de hadas.Mía se da la vuelta y puede observar a través del delicado velo de encaje que su madre está llorando.—No llores, mami —le dice ella con su melodiosa y delicada voz—, no me iré para toda la vida. Podré visitarte y tú también podrás hacerlo… estaremos a un auto o un teléfono de distancia.—Yo debería consolarte a ti… —dice la mujer, limpiándose las lágrimas—. Soy una tonta, pero no puedo dejar de pensar que te perderé.—No me perderás —le dice ella tomando sus manos y regalándole esa sonrisa hermosa—. Más bien, ganarás un hijo, ese que no pudieron tener… y yo ganaré al amor de mi vida.—Eso espero… ese hombre es tan extraño, su mirada parece la de un hombr
Mía se siente flotar mientras recorre el camino hasta el altar. No puede evitar dejar salir un suspiro al ver a Nathan parado allí, se ve tan imponente, con su porte serio, su altura y su expresión de que sería capaz de ordenar al mundo detenerse.Cuando llegan hasta él, Todd le entrega la mano de Mía, la recibe sin esbozar ni una sonrisa, ninguna expresión. Pero, al tocar los finos dedos de la chica, siente una especie de calor, electricidad, algo muy diferente y retira la mano enseguida.Se voltea para mirar al frente, con sus manos entrelazadas y haciendo un esfuerzo para no volver a mirar a la chica.La ceremonia inicia en silencio, uno al lado del otro. Mía no deja de sentir que su corazón saldrá de su pecho, aquella sonrisa es genuina y contagiosa. A ratos, Nathan la mira y hace lo posible para no sonreír, porque ella le está cambiando sus planes.Cuando el padre les pregunta si aceptan ser marido y mujer, Mía acepta sin dudarlo. Pero cuando le corresponde a Nathan, se queda en
Dos meses atrás…Tyron Moore entra a la oficina de su hijo, acompañado de su padre, quien toma asiento frente al hombre con cierta dificultad.—Abuelo, no debiste venir… podría haber ido yo a visitarte.—Me temo que no podía esperar, hijo… —Nathan puede ver el rostro de su abuelo y sabe que hay algo grave detrás de aquella visita.—¿Qué pasa? —Nathan se pone de pie y se acerca al hombre, para arrodillarse frente a él.Norman Moore es para Nathan su verdadero progenitor, haría por él cualquier cosa con tal de hacerlo feliz, pero últimamente insistía que debía casarse y en eso no se estaban poniendo de acuerdo.Porque para Nathan la libertad de ir y venir por la empresa sin tener que preocuparse por nadie era impagable.—Venimos del médico —le dice su padre—. Las noticias no son alentadoras.—Tengo cáncer, Nathan —le dice el hombre con la voz baja sin más preámbulos, porque no es necesario—. Me queda al menos un año de vida… quizás uno y medio. Por eso, vengo a rogarte que te cases, no
Limpiar los baños, trapear los pisos, limpiar los cuartos, ayudar con la cocina, podar las flores… sus tareas todos los días eran diferentes, pero siempre las terminaba. Y lo que más le encantaba a aquellas mujeres, era que lo hacía bien y en el tiempo que se le daba o antes. Y no les gustaba porque les aliviara la carga, sino poque sabían que eso dejaría a Nathan atragantado con sus palabras. Llevaba en aquella prisión una semana, no había visto a Nathan ni por casualidad y no se atrevía a preguntar por él, no fuera que lo invocara y apareciera para humillarla aún más, aunque pensaba que eso ya no era posible. Ese día, en que hay un sol radiante y una brisa deliciosa, sale a caminar en su hora de descanso y se da cuenta que en el patio trasero hay una perrera. Camina hacia el lugar, pero el jefe de seguridad, quien descubrió se llama Jason, la detiene. —No le recomiendo que vaya hasta allí, esos perros solo obedecen al señor, por eso permanecen encerrados cuando él no está. —Per
Los días siguieron pasando, las manos de Mía se acostumbraron al trabajo duro y ella se veía realmente feliz en aquella casa. Nadie diría que venía de una de las familias más adineradas de la ciudad, socia de la familia de su esposo, porque no le importaba sudar al sol, mientras arrancaba hierbas y plantaba nuevas flores. Se detiene para descansar un momento, bebe agua de una botella y mira de nuevo el refugio de los canes. Mira a todos lados, se da cuenta que nadie la observa y camina hasta el lugar con especial sigilo. Se encuentra con cuatro pitbull, reconocidos por su agresividad cuando se les entrenaba de esa manera. En cuanto la ven acercarse, le ladran furiosos, como si supieran que su dueño la detesta, pero ella comienza a hablarles tranquila, sin temor, y acerca su mano poco a poco para que la huelan. Uno de ellos se calma un poco, solo le gruñe y saca apenas el hocico por una rendija de su prisión, ella aprovecha para acariciar su nariz y le habla con ternura. —¿Qué le p
Mía abre los ojos, se prepara para ir a trabajar y al salir, se encuentra un desayuno listo en su puesto. Al acercarse se da cuenta que es un pocillo con cereales y leche, además de una fruta. —Buenos días… yo podía prepararme mi desayuno, pero gracias —le dice a Giovanna con una sonrisa. —Mientras el señor no esté, déjeme consentirla. Mía asiente, se come su desayuno en silencio y luego se pone de pie para lavarse los dientes, algo en lo que Giovanna pone especial atención, por encargo del doctor. Pero no oye nada extraño, así que corre a su puesto antes de que la muchacha salga del baño. —Bien… creo que hoy no me verán mucho por aquí, más que para el almuerzo y la cena —dice buscando guantes de limpieza y otros artículos que va a necesitar—, por encargo de mi esposo, debo limpiar el ático. —Señora… eso es mucho trabajo, deje que alguien le ayude… —No, señora Giovanna, él no dijo que podía hacerlo con ayuda y no quiero que falten a sus órdenes. Sale de allí con todas las cosas
Un par de horas después, Mía abre los ojos y sonríe al ver que Steven está allí. Él se acerca para ver cómo está, con el temor de lo que pasará de allí en adelante. —¿Cómo te sientes? —Bien… aunque algo cansada, es como si mi cuerpo estuviera sin energías —Steven no quiere decirle que Nathan llegó, pero no le queda más remedio, porque seguro en cualquier momento el hombre volverá. —Mía, tengo que decirte… que el señor Moore llegó. —Supongo que no podía estar sola para siempre, ¿verdad? —su sonrisa es triste y eso le retuerce los sentimientos a Steven. —Me ordenó que te llevara a la casa en cuanto despertaras. Mía solo asiente, no es que pueda oponerse tampoco, pero haber estado un par de horas en un lugar en donde se sentía cómoda y protegida le deja la sensación de que allí es donde quiere estar. Steven llama a Dalia y le pide que lo ayude a llevar a Mía hasta a la casa. Al llegar, la mujer le indica en dónde se quedará y Mía no puede ocultar su sorpresa al saber que será en e