EL GATO Y EL RATÓN

El reloj marcaba las nueve, y Rubí aún no llegaba. Mis dedos tamborileaban sobre el borde del escritorio, un ritmo irregular que delataba mi impaciencia. Deslicé la mirada hacia el teléfono por tercera vez en menos de diez minutos. ¿Llamarla? No. No puedes. Sería demasiado obvio, demasiado… necesitado.

Traté de distraerme. Observé mi oficina, ese refugio impecable que había creado a mi medida. Las paredes de un gris sobrio contrastaban con el brillo metálico de los detalles en acero pulido. Los ventanales, amplios y cristalinos, ofrecían una vista nítida de la ciudad, como si la perfección de este espacio pudiera imponer orden en el caos del mundo exterior.

El escritorio de nogal, pulido hasta brillar, tenía todo en su lugar: la computadora en el ángulo exacto, el portaplumas paralelo al borde, y las carpetas apiladas con precisión milimétrica a la izquierda. Nada fuera de su sitio. Nada nunca fuera de su sitio.

Deslicé un documento de la pila superior, pero apenas había leído un párr
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