65

Los días pasaron, pero para mí, el tiempo había perdido todo significado. Las horas se arrastraban lentamente. No tenía ganas de moverme, de respirar siquiera. Solo lloraba. Las lágrimas caían sin cesar, como si mi cuerpo intentara expulsar el dolor que me consumía por dentro. Sabía lo que era perder a alguien, lo había vivido antes, pero esta vez era diferente. Esta vez, la culpa era mía. Yo había provocado la muerte de la madre de Giorgio, y él me odiaba. Lo sabía, lo sentía en cada fibra de mi ser.

La puerta de la habitación se abrió con un chirrido suave, y Lidia entró, se sentó en el borde de la cama, y su mano se posó sobre mi hombro.

—Deberías levantarte y comer algo —me sugirió —. No es saludable que te quedes aquí, Abigail.

Pero yo no quería moverme. No quería comer. No quería hacer nada. Solo deseaba quedarme allí, en la penumbra de aquella habitación, donde las sombras parecían abrazarme y protegerme de la realidad. En mi mente, una y otra vez, se repetía la imagen de Giorg
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