73

El frío de la noche envolvía el refugio cuando entré. Las paredes de piedra, siempre húmedas, parecían susurrar mi nombre, como si supieran que había vuelto. No había terminado de cerrar la puerta cuando la voz de mi madre resonó en el silencio.

—¡Abigail! —gritó, con un tono entre el enojo y la preocupación—. ¿Dónde te habías metido? ¿No entiendes el peligro?— me pregunto furiosa.

Me giré para mirarla. Sus ojos brillaban en la penumbra, llenos de reproche. Respiré hondo antes de responder.

—Nadie me reconoció, mamá —dije, tratando de mantener la calma—. Y menos con este vientre. No saben quién soy.

Ella se acercó, sus manos temblorosas se posaron sobre mis hombros. Me miró de arriba abajo, como si buscara alguna señal de que estaba bien. Luego, sin decir nada más, me abrazó con fuerza.

—Estoy preocupada, Abigail —susurró en mi oído—. No puedo perderte. No otra vez.

Sentí un nudo en la garganta, pero no podía permitirme ceder. Me separé de su abrazo y la miré directamente a los
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