Dunkel sonrió con una frialdad. Los gritos de rabia y desesperación de Giorgio resonaban en el aire, pero a él solo le divertían. Miró a la mujer en sus brazos, hecha añicos e inerte, y su sonrisa se ensanchó aún más. Caminó con ella, como si su cuerpo no fuera más que un saco de carne, hasta llegar a una habitación fría y oscura. Allí, la arrojó al suelo sin miramientos, como si su vida no valiera nada. Sacó su celular y comenzó a tomar fotografías, capturando cada ángulo de su sufrimiento, cada detalle de su agonía. Dunkel sonrió, sabiendo que, con esto, el había saldado, aunque sea una pequeña parte de su humillación.Envió las fotografías a Mikaela. Sabía que pronto se enfrentarían, que pronto ella vería el precio de haberlo traicionado años atrás. Esto era solo el comienzo. La hija que tanto había cuidado, Abigail, ahora yacía destrozada, y Dunkel se regodeaba en su venganza.—Señor ¿qué hacemos con el cuerpo? —preguntó uno de sus hombres, rompiendo el silencio.—Tírenla —ordenó
Todo mi mundo había cambiado desde que ella se fue. La busqué con la desesperación, tenia la esperanza de encontrarla con vida, pero solo era un sueño. Yo mismo había visto su cuerpo inerte, frío, sin vida. Cada vez que ese recuerdo cruzaba mi mente, sentía cómo mi corazón se desgarraba en mil pedazos. Gabriele y yo, definitivamente habíamos terminado nuestra relación. Nunca lo perdonaría por lo que me había hecho, y ahora, yo era su piedra en el camino.Me había involucrado de lleno en joderle la vida. Si yo no era feliz, él tampoco lo sería. Estaba decidido a encontrar una rasgadura en su armadura, y de hecho, creía haberla encontrada. Miré el enorme edificio de apartamentos y sonreí con amargura. Mi hermano, Gabriele, había estado frecuentando este lugar durante meses, y eso era extraño. Demasiado extraño. Hoy descubriría de qué se trataba.Dentro del apartamento, Gabriele yacía en la cama, envuelto en los brazos de una pequeña mujer de cabello negro. Ella parloteaba sobre su traba
No podía creer que habían pasado tantos meses. El tiempo parecía haberse desvanecido en un abrir y cerrar de ojos, y ahora, aquí estaba, a punto de dar a luz a un niño. Mi mente estaba en caos. Estaba desconcertada, asustada y desesperada.Me levanté de la camilla con dificultad, sintiendo el peso de mi vientre y la pesadez de mis pensamientos. Caminé lentamente hacia la ventana de la habitación, apoyándome en las paredes para no perder el equilibrio. Respiré profundamente, tratando de calmarme, pero el aire mismo parecía cargado de preguntas sin respuesta. ¿Era esto real? ¿O acaso había despertado en otra realidad, en un mundo paralelo donde las reglas que conocía ya no aplicaban?—¿Abby?— Escuché una voz llamarme desde la puerta. Me di la vuelta lentamente, como si temiera que, al moverme demasiado rápido, la ilusión se desvanecería. Y allí estaba ella. Mi madre. Un poco más vieja, con algunas arrugas, pero era ella. La reconocí al instante. Su cabello, sus ojos... todo en ella grit
El frío de la noche envolvía el refugio cuando entré. Las paredes de piedra, siempre húmedas, parecían susurrar mi nombre, como si supieran que había vuelto. No había terminado de cerrar la puerta cuando la voz de mi madre resonó en el silencio. —¡Abigail! —gritó, con un tono entre el enojo y la preocupación—. ¿Dónde te habías metido? ¿No entiendes el peligro?— me pregunto furiosa. Me giré para mirarla. Sus ojos brillaban en la penumbra, llenos de reproche. Respiré hondo antes de responder. —Nadie me reconoció, mamá —dije, tratando de mantener la calma—. Y menos con este vientre. No saben quién soy. Ella se acercó, sus manos temblorosas se posaron sobre mis hombros. Me miró de arriba abajo, como si buscara alguna señal de que estaba bien. Luego, sin decir nada más, me abrazó con fuerza. —Estoy preocupada, Abigail —susurró en mi oído—. No puedo perderte. No otra vez. Sentí un nudo en la garganta, pero no podía permitirme ceder. Me separé de su abrazo y la miré directamente a los
Los meses pasaron y mi hermano no dejó a esa humana. Me harté de esperar. Él no merecía ser feliz, mucho menos con alguien como ella.Le hice llegar un par de fotografías de su preciosa novia en su lugar de trabajo. Sabía que reaccionaría. Conocía a Gabriele mejor que nadie.La puerta de mi oficina se abrió de golpe. Él entró como una fiera, sus ojos estaban llenos de odio, su mirada se clavó en la mía, con cada paso que daba podía sentir su rabia y frustración. Se sentó frente a mí, tirándome las fotos sobre el escritorio.—Ella no tiene nada que ver con nosotros —me dijo. su mandíbula se apretó.Sonreí. Era tan jodidamente contradictorio toda esta situación, ahora era el quien venía a mí a pedir que no hiciera nada contra la mujer que amaba.—Claro que tiene que ver con nosotros. Se está follando a un miembro del consejo —respondí con una calma, disfrutando de toda la situacion.Gabriele se tensó. Se veía como un perro de pelea acorralado. Su mandíbula se marcó con tanta fuerza que
En el lugar de siempre. Ese pequeño café en la esquina donde Jim y yo nos habíamos reunido tantas veces antes. Cuando llegué, él ya estaba allí, sentado en nuestra mesa, con una taza de café entre las manos. Al verme, se levantó de inmediato. Sus ojos se iluminaron y, antes de que pudiera decir algo, corrió hacia mí y me abrazó con fuerza.—Pensé que estabas muerta —dijo con la voz entrecortada.—No lo estoy. No puedo estarlo, al menos no por todo este tiempo —respondí.Me abrazó con más fuerza, hasta que mi respiración se entrecortó.—¡Abigail! —exclamó, su voz temblorosa—. Te he buscado por meses. Pensé lo peor... creí que te había perdido.Sentí su abrazo, cálido y familiar, pero también la tensión en su cuerpo. Lo tranquilicé con una palmada suave en la espalda.—Estoy bien, Jim —dije, separándome un poco para mirarlo a los ojos—. Estoy aquí.Nos sentamos en la mesa, y él no dejaba de mirarme, como si temiera que fuera a desaparecer de nuevo. Tomé un sorbo de café antes de hablar.
Me quedé allí, inmóvil, observando a Lucrecia y a esa mujer que ahora ocupaba mi lugar. La esposa de Pietro. Mi suegra bajó las escaleras con prisas, sus ojos llenos de odio, y se acercó a mí con intención de intimidarme. Agarró mi brazo con fuerza, sus uñas clavándose en mi piel, pero no me inmuté. Con un movimiento rápido, le quité su mano de encima y la sostuve con firmeza antes de soltarla.—Suegra —dije, manteniendo la voz baja pero cargada de advertencia—, créame, no le conviene hacerme o decirme algo.Lucrecia no era de las que se quedaban calladas. Gritó, llamando a los empleados para que me sacaran a rastras de “su casa”. Pero antes de que pudieran tocarme, mis dos guardaespaldas entraron, bloqueando el camino. La expresión de sorpresa en su rostro fue deliciosa.—si no recuerdo mal, esta casa es mía— le dije.—¡Esta casa ya no es tuya! —rugió Lucrecia, desesperada—. ¡Todo es de mi hijo ahora!Sonreí. No podía evitarlo. Miré a la mujer embarazada. Mi pregunta era ¿ella sabia
La oficina de casa olía a madera encerada y menta. Un contraste asqueroso con el tufo a miedo y sangre que emanaba de Pietro. Estaba ahí, encorvado en la silla frente a mí, llorando como un niño. Las lágrimas le resbalaban por la barbilla, mezclándose con el sudor y la sangre. Patético. Apreté los puños bajo el escritorio, las uñas clavándose en mis palmas. ¿De verdad este era el hombre por el que alguna vez me desesperé? Ni siquiera su sufrimiento me causaba placer. Solo asco. Qué imbécil fui al dejar que alguien como él me pisoteara. —¿No dirás nada? —le pregunté. Levantó la cabeza y me miró. —¿Dónde la llevaste? —preguntó con voz ronca. Puse los ojos en blanco. —Cuando me des lo que necesito, tal vez te lo diga —aseguré. Pietro me sostuvo la mirada. En sus ojos vi la desesperación y el dolor que lo consumían. —Cambiemos de tema. Sé que sabes lo que soy —dije, arrastrando cada palabra lentamente—. Y también sé que eres la mano derecha de Gabriele. Sus ojos, rojos e hinchados