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El olor a sangre y podredumbre se clavó en mi nariz, mientras avanzábamos por aquel lugar asueroso. Dunkel iba tranquilo, tarareando una canción como si esto fuera un paseo cualquiera, pero yo sentía que mi interior ardía, que la rabia me consumía por dentro, devorándome lentamente.

Dunkel se detuvo frente a una puerta y tocó. Al abrirse, me hizo un gesto para que entrara. Lo hice, y lo que vi me dejó helado. Era ella. Abigail. Estaba allí, temblando como un cachorro maltratado, su cuerpo lleno de moretones, su piel marcada por el dolor. Parecía que la habían roto una y otra vez, y aún así, seguía viva. Mis manos temblaron, mi garganta se secó. No podía creer lo que estaba viendo.

—Levántenla, quiero que vea quién ha venido a visitarla— ordenó Dunkel, con esa voz fría que me hacía hervir la sangre.

Uno de los hombres la agarró bruscamente y la levantó del suelo. Abigail miró en mi dirección, sus ojos rojos e hinchados, llenos de un dolor que me atravesó como una bala. Tragué en seco,
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