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Fui llevada a una habitación oscura y fría. Me ataron con cadenas de pies y manos, como si fuera un animal rabioso del cual debían protegerse. Las cadenas eran pesadas; con cada movimiento sentía el frío metal clavarse en mi piel. Pero lo peor no era eso. Me sentía mal, debilitada de una forma que nunca antes había experimentado. Mi fuerza se había esfumado por completo, y aunque trataba de entender qué me estaba ocurriendo, no encontraba explicación. Era como si algo vital en mí hubiera sido arrancado.

La puerta se abrió con un chirrido metálico, y Eirik entró. Llevaba un plato en la mano. Se acercó sin prisa, dejando el plato en el suelo frente a mí. Dentro había varias frutas, frescas y tentadoras, pero no me importaban. Mi cuerpo clamaba por energía, pero mi mente estaba atrapada en la rabia y el dolor.

—Veo que estás bien; solo debes resistir un poco más —me dijo con una calma que me hizo hervir por dentro.

El resentimiento se acumulaba en mi pecho, sofocándome, aunque sabía que
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