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La noche finalmente llegó, y las estrellas junto con las dos lunas iluminaban nuestro camino de manera tenue pero constante. Yo ya estaba agotada; los pies me dolían de tanto caminar, como si estuvieran llenos de fuego. Por lo que podía escuchar, no era la única. Muchos de los hombres también se quejaban en voz baja, agotados como yo.

—Quiero descansar —le dije a Eirik, mi voz cargada de cansancio y frustración.

Él iba unos pasos delante de mí, pero al escucharme, se detuvo y volteó a verme, sus ojos reflejando una mezcla de exasperación e impaciencia.

—No tenemos tiempo —me respondió con frialdad.

Sin decir más, me dejé caer al suelo con un suspiro. Ya no me importaba lo que él pensara, mis pies ardían y mis piernas no daban más. No podía seguir.

Eirik me observó por un momento, y entonces, inesperadamente, alzó la voz:

—Nos quedaremos aquí esta noche —gritó a sus hombres.

Los hombres, visiblemente aliviados, se detuvieron al instante y comenzaron a buscar lugares donde sentarse o re
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