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Tiana sostenía al bebé con delicadeza, su mirada llena de amor; ella parecía eclipsada por el bebé. Mientras lo alimentaba, sus ojos brillaban con una mezcla de felicidad y orgullo. Yo, en cambio, sentía un nudo en el estómago, una sensación extraña e incómoda que me impedía siquiera mirarlo. Era como si una barrera invisible me separara de esa pequeña criatura que, de alguna manera inexplicable, había regresado de entre los muertos.

—Es hermoso, será igual a ti cuando sea grande —me dijo Tiana con una sonrisa serena.

Agaché la cabeza; el silencio entre nosotros se volvió pesado. Mi mente estaba llena de preguntas y temores, me sentía en un huracán.

—¿Qué diste a cambio? —le pregunté finalmente, rompiendo el silencio. Sabía que algo tan extraordinario no podía ser gratis; algo debía haberse intercambiado por este milagro.

Tiana levantó la vista; sus ojos reflejaban una calma inquietante. Pero yo tenía miedo, tenía miedo de lo que ella fue capaz de dar por la vida de nuestro hijo. En e
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