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Grité hasta que mi garganta se rasgó; el dolor que sentía me partía en dos, era insoportable. Mi pecho se sentía vacío, toda mi energía estaba drenada. De repente, un estruendoso trueno resonó en el cielo, un eco del tormento que embargaba mi alma. Miré a mi bebé en mis brazos, su pequeño cuerpo inmóvil, como si el destino mismo hubiera decidido arrebatarme toda esperanza.

—No, por favor — supliqué con una voz rota.

Todo esto era culpa de aquella maldición. Me levanté de la cama con mi bebé envuelto en mis brazos, mi cuerpo temblando de frío y desesperación. Me dirigí hacia la puerta, abriéndola con manos temblorosas, y avancé por el pasillo que me conducía a la salida. El sonido de la lluvia, torrencial e implacable, se desbordaba a través de las paredes, como si el cielo compartiera mi pena. Cada gota parecía una lágrima del universo, un lamento que resonaba con la tragedia de mi situación.

Salí al exterior; el agua fría empapaba mi cuerpo y el de mi bebé, como si quisiera borrarnos
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