Al final del pasillo la muchacha se sonrojaba y tartamudeaba frente al micrófono de una televisión nacional. Sus manos gesticulaban nerviosas, excesivas, mientras trataba de explicarles cómo había sucedido y, sobre todo, trataba de transmitir la sensación extraña de ver a un chico con el hígado agujereado peleando con un tipo que le sacaba dos cuerpos y que, ahora mismo, seguía vivo y la había salvado a ella.
Martín tocó el timbre de la enfermera de turno y esta acudió. El chico le pidió que le llevara agua.
—Nada de agua, nada de nada hasta que lo diga el doctor —contestó ella secamente. Era la tercera vez que el chico le pedía agua y ella le contestaba lo mismo.
—¿Qué pasa afuera?
La enfermera le miró sin sonreír y sin pizca de asombro.
—Es la televisión. Vienen por ti.
Antes de que pudiera preguntarla más la enfermera salió de la habitación. “Rancia” pensó Martín mientras la observaba cerrar la puerta tras ella.
Se pasó la lengua por los labios secos. La televisión ¿estaba allí por él? Llevaba desde los doce callejeando y ya había cumplido los diecisiete. Sabía que aquella herida era mortal, que, como aquella muchacha le había dicho, él no debería seguir vivo.
De forma innata llevó su mano derecha a la herida que ahora tenía una venda abultada. No sentía nada al presionar. Sólo tenía una sed horrible.
Seguía siendo menor de edad. Pensó en la posibilidad de que le obligaran a volver a la casa de sus padres adoptivos. Aquello sí le hizo sentir algo. La rabia al pensar en aquel hombre le hacía latir más rápido el corazón. Tal vez, no le vendría mal volver ahora. Ahora que ya no era el crío de doce años.
La puerta se abrió y el médico que había llevado a cabo su operación le saludó con un ligero movimiento de cabeza al que Martín respondió de igual forma. Le gustaba aquel hombre. Era un tipo callado y discreto, y además olía bien.
Martín se sorprendió pensado aquello. Últimamente se fijaba mucho en los olores, y, a pesar de que nunca había sido una persona muy pacífica, cada vez tenía instintos más violentos.
Puede que las palizas y los encierros repetidos a los que su padre le había sometido tuvieran mucho que ver.
—¿Cómo te encuentras?
El doctor se colocó a los pies de la cama articulada.
—Estoy bien, me siento perfecto sólo… sólo tengo una sed insoportable.
El médico se acercó a la cabecera y pulsó el botón que servía para avisar a la enfermera. Cuando ella abrió la puerta le ordenó que trajera una botella de agua.
—Martín, no se ha presentado ni un solo familiar tuyo. En esa dirección que me facilitaste no vive nadie y el número que me diste no pertenece a ninguna línea activa.
La enfermera volvió con la botella de agua y un vaso de plástico. El doctor lo rellenó y se lo tendió a Martín. Él bebió de un trago y lo volvió a extender hacia el doctor que se lo volvió a rellenar y, luego, cerró la botella y la dejó sobre la mesilla. Cuando Martín volvió a ofrecer el vaso él se lo retiró de la mano.
—Vamos poco a poco.
—Me encuentro bien —protestó él. Aquella sed le quemaba la garganta.
—Nadie aparece preguntando por ti. El número no existe, ¿vas a decirme la verdad?
Martín movió la cabeza a ambos lados. Sabía que su destino era una familia adoptiva de nuevo o la asistencia social. Le quedaba poco menos de un año para la mayoría de edad. Quizá pudieran ponerle una especie de tutor provisional ante el que presentarse o algo así.
—Vivo en las calles desde los doce —dijo al fin—. Mi…padre adoptivo no me trataba demasiado bien.
Se encogió de hombros tratando de aparentar indiferencia.
El médico se cruzó de brazos y se balanceó un poco sobre sus pies.
—Llevas cinco años viviendo solo…
—Sí.
Los ojos le brillaron y el médico pensó que se echaría a llorar. Le hizo un gesto con la cabeza apuntando la botella de agua y Martín se lanzó sobre ella. Desechó el vaso y bebió directamente a morro. El litro escaso que quedaba desapareció en segundos.
—Voy a serte sincero. Hay unos periodistas de la televisión nacional ahí fuera que quieren hablar contigo. La noticia de tu… heroicidad y sobre todo del milagro de tu recuperación ha corrido como la pólvora. No es algo que me agrade demasiado, pero tu situación es complicada. Si… si sales en la televisión puede que tu familia adoptiva te vea y decida presentarse.
Martín comenzó a negar con la cabeza. El médico levantó una mano.
—No sería la peor opción. Si alguien se presentara te evitaría una institución social.
—Prefiero eso.
El médico se llevó una mano a la boca y se apretó los extremos de los labios entre los dedos pulgar e índice.
—Pero si apareciera alguien y dado que ya tienes diecisiete años, podría convencerle para que diera el visto bueno a tu emancipación. Tendría que conseguirte un empleo para ello, pero es posible.
Martín no podía creerse lo que estaba sucediendo. Aquel hombre, sin conocerle absolutamente de nada, le estaba ayudando. Aquello era algo totalmente nuevo para él y los sentimientos que le generaba eran contradictorios.
—Es una posibilidad en la que deberías pensar.
Martín negaba con la cabeza con rapidez.
—No tengo nada que pensar.
—¿Quieres que los haga pasar?
Martín repasó rápidamente sus posibilidades y luego trató de sonreír a aquel hombre.
—Adelante —dijo, mientras tragaba saliva y volvía a apretar aquella herida que realmente podía suponer el inicio no de la muerte, sino de una nueva vida.
Abrió la puerta con furia y salió corriendo a través del patio de la casa. Vivían al final de una calle y cada vez más a menudo se escuchaban sus gritos mientras discutían.Su madre quería que volvieran a la colonia.Se había criado escuchando aquella historia. La historia de los híbridos de hombres lobo. Su propia historia.La casa se caía de vieja. Estaba llena de humedad, pero no podían permitirse nada mejor y ella le decía que un día se mudarían a una colonia, la misma de la que habían tenido que escapar, y volverían a estar en su lugar, con los suyos.Aquel era su lugar. ¿Por qué ella no podía entenderle?Se había asustado mucho la primera vez que se había transformado. Poco antes había comenzado a sufrir aquellas horribles pesadillas en las que se veía devorando humanos. Despert
Pablo soñaba a menudo con su mujer. Soñaba que Erika se acercaba a la cama, se sentaba en el borde y le soplaba sobre los párpados.Entonces se despertaba y el cosquilleo que sentía sobre los ojos era el de las lágrimas. Unas veces ya resbalaban por sus mejillas, otras estaban quietas, sujetas entre sus pestañas.Desde que había dejado la colonia, aquella noche, no había un solo día en el que no pensara en Erika.Raúl, al igual que el resto de los niños, había cumplido los diecisiete y conocía la historia de los híbridos de la colonia, de los otros niños dispersos en distintas ciudades, con distintas familias adoptivas, pero no conocía su verdadera identidad.Pablo había ido retrasando esa información. Nunca quiso que creciese como el hijo del hombre sin dedos que condenó a su propia madre además de a una gran parte d
Ibrahim bajó del coche y se sacudió la tierra de los bajos de los tejanos. Aspiró el aire sonriendo un poquito al recordar el olor de la carne putrefacta mientras la enterraba. Ezequiel le había encargado llevarle a aquel crío. Vivo. Podía ser portador del preciado gen que tanto necesitaban. Él también era un inmortal y sabía que le quedarían unos treinta años de plenitud física y después… después, poco a poco, llegaría el deterioro físico y los dolores.La peor parte iba a ser dar con la habitación del híbrido ayudado tan sólo por la foto que aparecía en su móvil, tomada por los periodistas que le habían estado haciendo la entrevista sin saber que, de esa forma, le condenaban a las garras del hombre sin dedos.Se dirigió con paso seguro hacia el hospital. Bien, no iba a preocuparse, no creía que
Ezequiel escuchaba la voz de Ibrahim al otro lado del móvil. Su rostro no dejaba entrever nada a Daniel. Siempre le había admirado por ello. Él, en cambio, era como un libro abierto y sus emociones solían darle problemas.Su padre sujetaba el móvil con su mano mientras mantenía aquella en la que le faltaban los dedos, guardada en el bolsillo de su traje. Le había contado la historia de su madre, de cómo le había comido los dedos para seguir produciendo leche y que así él no muriera de hambre o deshidratado. Parecía emocionado mientras se lo contaba, la voz se le entrecortaba un poco y los ojos se movían mientras se mantenían fijos en un punto.Sin embargo, Daniel no lo olvidaría nunca, tras dar por terminada la historia se había vuelto de espaldas a él y había dejado que su voz ronca se despachara a gusto.—La muy hija de puta
Pablo detuvo el coche en una gasolinera. Recargó el depósito y continuaron hasta el pueblo más cercano. El médico le tendió un par de billetes a Raúl.—Busca una tienda y cómprale algo de ropa —dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia Martín.Raúl cogió los billetes y se apeó del vehículo. Antes de que cerrara la puerta, Pablo volvió a dirigirse a él.—No tardes, tengo hambre.Raúl se alejó del coche a grandes zancadas y Pablo se volvió para mirar a Martín. El chico había cambiado tanto. Recordaba que de niño era muy rubio, pero ahora su cabello había oscurecido y se había tornado castaño, aunque bastante claro. Tenía una cicatriz en forma de T sobre su pómulo izquierdo. Pablo entrecerró los ojos mientras la observaba.—¿Qué te oc
Pablo dejó un poco perdida la mirada y comenzó a contar la historia:La polémica comenzó con la llegada de aquel hombre. Era un tipo elegante que, a pesar de su corta estatura, atemorizaba un poco con su presencia.Tenía la mirada torcida. El puño de su mano izquierda, sin dedos, guardada siempre en el bolsillo de su traje, sobrio y moderno. Usaba gafas de pasta pero levantaba la mirada sobre ellas y siempre miraba a su interlocutor fijamente a los ojos.Llegó una tarde de invierno, cuando comenzaban a caer los primeros copos de nieve sobre Puenteviejo. Todos sabían que a partir de ese momento la nieve cubriría las carreteras y básicamente dejaría aislado al pueblo.Entró en la cantina, solo. Se apoyó en la barra, sin importarle las miradas de los vecinos y pidió un vino blanco. Preguntó al dueño, mientras le servía, dónde pod&iacu
La puerta del copiloto se abrió y Raúl entró cargado con dos bolsas de ropa para Martín. Apenas les vio la cara supo que el muchacho ya conocía su situación.—Ya se lo has contado ¿verdad?Pablo se volvió para mirar a Raúl.—Una parte, ahora falta la del gen, la más importante.Pablo continuó con su historia:La mujer se recostó en el sillón y luego comenzó a hablar.—Si le preguntas a cualquier experto en licantropía si conoce a Valdius el sanguinario, te dirá que es parte de una leyenda de hace unos trescientos años.Esperé a que la mujer encendiera otro pitillo.—Sé que es difícil de creer, pero, ya entonces, Valdius buscaba algo tan codiciado como es la inmortalidad.Traté de contener mi lado racional. Había acudido
Cuando Pablo terminó de explicarle lo del gen a Martín ya estaban comiéndose el postre en un pequeño bar que servía comida casera. El muchacho dejó la cuchara dentro de su taza de natillas y se limpió los labios con la servilleta de papel.—Al final, resulta que voy a ser un héroe.Los otros guardaron silencio.—Involuntario, pero un héroe.Pablo imaginó que el muchacho tardaría en asumir la información. Que tendría que pasar un tiempo antes de que comprendiera que su muerte era inminente. Se recostó en la silla y observó cómo Raúl le colocaba al otro muchacho una mano sobre un hombro.—Puede que existe alguna forma...—Raúl...El muchacho clavó en Pablo sus ojos negrísimos.—Tú mismo dijiste que podía ser así.—H