Su madre abrió la puerta de la habitación y levantó la persiana. Llovía.
Angélica juraría que la noche anterior había sido clara, que había visto una luna llena, plateada y radiante, emanando luz blanca, en el justo momento en el que ella hacía el gesto contrario al de su madre y bajaba la persiana.
Luego, no recordaba lo que había soñado, pero sabía que había sido algo violento, algún tipo de pesadilla.
La sensación con la que había despertado era angustiosa, pero aun así se había quedado en la cama, arropada con las suaves sábanas de franela que olían a suavizante.
Su madre se acercó y se sentó en el borde de la cama.
—Angélica, es tarde —su tono rozaba la sorpresa— ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Era una chica responsable. Quizá en exceso. Sus padres la habían adoptado con apenas tres años y se lo habían contado a los nueve. Ella lo había aceptado sin problemas, ahora le parecía que no había llegado a asimilarlo en el momento y que simplemente lo había ido integrando como algo normal de la que los años habían ido pasando.
Sólo tenía recuerdos de aquella vida, de aquella ciudad, aquella casa y aquellos padres. Así que lo asimilaba todo como suyo propio de forma natural.
—Estoy bien —contestó—. No he dormido bien, es sólo eso.
—Últimamente tienes muchas pesadillas.
Angélica apartó las sábanas. Su madre le dejó un beso sobre la frente y se levantó del borde de la cama.
—Queda poco para las vacaciones de invierno. Tendrás unas semanas para recuperarte, creo que te está influyendo el estrés de los exámenes del trimestre.
Angélica asintió. Sus padres siempre la habían apoyado de forma incondicional. Su forma de criarla había sido un tanto liberal. Ella no estaba segura de si esto se debía al hecho de que nunca les había dado razones para hacerlo de otra forma o era porque realmente pensaban que uno mismo debía seguir sus propias normas y desarrollar su personalidad de forma libre.
El caso es que ella recordaba haber sido una niña precavida y responsable desde siempre. Su carácter introvertido le había supuesto tanto ventajas como inconvenientes. En las clases siempre había destacado por su buen comportamiento y sus excelentes resultados, y con los amigos no había tenido grandes problemas aunque sabía que evitaba ciertas fiestas y eventos que quizá sí le hubiera gustado disfrutar pero que, por su personalidad, prefería dejar pasar.
Le agobiaba estar entre mucha gente. De un año para acá aquella sensación había ido aumentando y había comenzado a leer libros de psicología. Empezaba a sospechar que podía ser que sufriera algún tipo de agorafobia o fobia social y le preocupaba que aquello cada vez fuese a más. A eso se habían unido las pesadillas cada vez más frecuentes, cada vez más angustiosas, pero siempre abstractas. Un fundido a negro era lo único que recordaba al despertar.
A veces, cuando se encontraba en los vestuarios tras la clase de educación física, el sonido de las compañeras gritando y riendo, el olor de su piel, de sus fluidos, todo el conjunto de algarabía y olor hormonal la revolvía y hacía que su corazón comenzara a latir golpeando en su pecho hasta parecer querer salírsele por la boca.
Ya se había saltado las dos últimas clases. Su madre tenía razón. Estaba deseando que llegaran las vacaciones de invierno. Realmente le apetecía descansar y pasar unos días alejada de todo y de todos.
Su padre había salido ya a trabajar y su madre había desayunado. Se calentó un café en el microondas. Echó un par de cucharadas de azúcar y dio un trago largo.
—Pensé que hoy haría un buen día —comentó mirando hacia su madre.
—Ha estado lloviendo toda la noche. Pero dan muy buen tiempo para las vacaciones, incluso calor.
Angélica se acercó al calendario colgado en la pared.
Aquella había sido noche de luna llena.
Cogió el bolígrafo que guardaba en uno de los cajones de la mesa y marcó aquel día. Se fijó y comprobó que todas y cada una de las mañanas que se había levantado con aquella sensación angustiosa habían sido noches de luna llena.
Su madre se asomó tras ella. Estaba al tanto de las pesadillas que sufría de vez en cuando.
—Más o menos una vez al mes ¿no?
Angélica asintió.
—¿Coincide con tu período?
—No.
Su madre se encogió de hombros.
—Puede ser pura casualidad. Incluso podría ser sugestión. La mente es muy extraña. Es como lo de tu padre, capaz de despertarse cada día justo antes de que suene el despertador.
Angélica recogió sus libros y salió de casa. A tan sólo cincuenta metros estaba la parada en la que cada mañana esperaba al autobús para ir al instituto. Apretó la bufanda contra su boca, hacía mucho frío. Era difícil imaginar que las vaciones fueran a ser calurosas.
Vio girar al autobús y se acercó un poco más al borde de la acera. Caían unas gotas de lluvia, pero no sacó su paraguas plegable del bolso.
Un muchacho flaco llegó a paso apresurado y se colocó a su altura. Tenía el pelo muy negro, corto y tieso.
Angélica volvió a apretar la bufanda contra sus labios. Los tenía resecos y agrietados por el frío. El autobús se detuvo y abrió las puertas. Ella subió el escalón y acercó el bono a la máquina lectora. Luego caminó hasta los asientos situados al lado de la puerta de bajada.
El muchacho pagó con dinero y avanzó hasta sentarse un asiento tras ella, en el pasillo contrario.
Angélica notó la mirada de aquel chico sobre ella. Sin pensarlo se giró y sus miradas se cruzaron. Los ojos de aquel chico eran oscuros y brillantes. No, no podía ser. Angélica volvió a mirar al frente y se sintió avergonzada. No tenía que haberlo mirado. Aquel idiota quería hacerla sentir incómoda y lo estaba consiguiendo. Sabía que la seguía observando, sabía que el brillo de aquellos ojos lo había visto antes en otro lugar.
Al llegar a la parada y levantarse el muchacho hizo lo mismo.
Angélica bajó del autobús apresurada. No quería que se la viera nerviosa, pero necesitaba librarse de aquella mirada. A toda prisa cruzó la puerta del patio del instituto y entró en el edificio principal. Aquella sensación sólo desaparecería cuando aquel muchacho dejara de mirarla.
Al final del pasillo la muchacha se sonrojaba y tartamudeaba frente al micrófono de una televisión nacional. Sus manos gesticulaban nerviosas, excesivas, mientras trataba de explicarles cómo había sucedido y, sobre todo, trataba de transmitir la sensación extraña de ver a un chico con el hígado agujereado peleando con un tipo que le sacaba dos cuerpos y que, ahora mismo, seguía vivo y la había salvado a ella.Martín tocó el timbre de la enfermera de turno y esta acudió. El chico le pidió que le llevara agua.—Nada de agua, nada de nada hasta que lo diga el doctor —contestó ella secamente. Era la tercera vez que el chico le pedía agua y ella le contestaba lo mismo.—¿Qué pasa afuera?La enfermera le miró sin sonreír y sin pizca de asombro.—Es la televisión. Vienen por ti.Antes de
Abrió la puerta con furia y salió corriendo a través del patio de la casa. Vivían al final de una calle y cada vez más a menudo se escuchaban sus gritos mientras discutían.Su madre quería que volvieran a la colonia.Se había criado escuchando aquella historia. La historia de los híbridos de hombres lobo. Su propia historia.La casa se caía de vieja. Estaba llena de humedad, pero no podían permitirse nada mejor y ella le decía que un día se mudarían a una colonia, la misma de la que habían tenido que escapar, y volverían a estar en su lugar, con los suyos.Aquel era su lugar. ¿Por qué ella no podía entenderle?Se había asustado mucho la primera vez que se había transformado. Poco antes había comenzado a sufrir aquellas horribles pesadillas en las que se veía devorando humanos. Despert
Pablo soñaba a menudo con su mujer. Soñaba que Erika se acercaba a la cama, se sentaba en el borde y le soplaba sobre los párpados.Entonces se despertaba y el cosquilleo que sentía sobre los ojos era el de las lágrimas. Unas veces ya resbalaban por sus mejillas, otras estaban quietas, sujetas entre sus pestañas.Desde que había dejado la colonia, aquella noche, no había un solo día en el que no pensara en Erika.Raúl, al igual que el resto de los niños, había cumplido los diecisiete y conocía la historia de los híbridos de la colonia, de los otros niños dispersos en distintas ciudades, con distintas familias adoptivas, pero no conocía su verdadera identidad.Pablo había ido retrasando esa información. Nunca quiso que creciese como el hijo del hombre sin dedos que condenó a su propia madre además de a una gran parte d
Ibrahim bajó del coche y se sacudió la tierra de los bajos de los tejanos. Aspiró el aire sonriendo un poquito al recordar el olor de la carne putrefacta mientras la enterraba. Ezequiel le había encargado llevarle a aquel crío. Vivo. Podía ser portador del preciado gen que tanto necesitaban. Él también era un inmortal y sabía que le quedarían unos treinta años de plenitud física y después… después, poco a poco, llegaría el deterioro físico y los dolores.La peor parte iba a ser dar con la habitación del híbrido ayudado tan sólo por la foto que aparecía en su móvil, tomada por los periodistas que le habían estado haciendo la entrevista sin saber que, de esa forma, le condenaban a las garras del hombre sin dedos.Se dirigió con paso seguro hacia el hospital. Bien, no iba a preocuparse, no creía que
Ezequiel escuchaba la voz de Ibrahim al otro lado del móvil. Su rostro no dejaba entrever nada a Daniel. Siempre le había admirado por ello. Él, en cambio, era como un libro abierto y sus emociones solían darle problemas.Su padre sujetaba el móvil con su mano mientras mantenía aquella en la que le faltaban los dedos, guardada en el bolsillo de su traje. Le había contado la historia de su madre, de cómo le había comido los dedos para seguir produciendo leche y que así él no muriera de hambre o deshidratado. Parecía emocionado mientras se lo contaba, la voz se le entrecortaba un poco y los ojos se movían mientras se mantenían fijos en un punto.Sin embargo, Daniel no lo olvidaría nunca, tras dar por terminada la historia se había vuelto de espaldas a él y había dejado que su voz ronca se despachara a gusto.—La muy hija de puta
Pablo detuvo el coche en una gasolinera. Recargó el depósito y continuaron hasta el pueblo más cercano. El médico le tendió un par de billetes a Raúl.—Busca una tienda y cómprale algo de ropa —dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia Martín.Raúl cogió los billetes y se apeó del vehículo. Antes de que cerrara la puerta, Pablo volvió a dirigirse a él.—No tardes, tengo hambre.Raúl se alejó del coche a grandes zancadas y Pablo se volvió para mirar a Martín. El chico había cambiado tanto. Recordaba que de niño era muy rubio, pero ahora su cabello había oscurecido y se había tornado castaño, aunque bastante claro. Tenía una cicatriz en forma de T sobre su pómulo izquierdo. Pablo entrecerró los ojos mientras la observaba.—¿Qué te oc
Pablo dejó un poco perdida la mirada y comenzó a contar la historia:La polémica comenzó con la llegada de aquel hombre. Era un tipo elegante que, a pesar de su corta estatura, atemorizaba un poco con su presencia.Tenía la mirada torcida. El puño de su mano izquierda, sin dedos, guardada siempre en el bolsillo de su traje, sobrio y moderno. Usaba gafas de pasta pero levantaba la mirada sobre ellas y siempre miraba a su interlocutor fijamente a los ojos.Llegó una tarde de invierno, cuando comenzaban a caer los primeros copos de nieve sobre Puenteviejo. Todos sabían que a partir de ese momento la nieve cubriría las carreteras y básicamente dejaría aislado al pueblo.Entró en la cantina, solo. Se apoyó en la barra, sin importarle las miradas de los vecinos y pidió un vino blanco. Preguntó al dueño, mientras le servía, dónde pod&iacu
La puerta del copiloto se abrió y Raúl entró cargado con dos bolsas de ropa para Martín. Apenas les vio la cara supo que el muchacho ya conocía su situación.—Ya se lo has contado ¿verdad?Pablo se volvió para mirar a Raúl.—Una parte, ahora falta la del gen, la más importante.Pablo continuó con su historia:La mujer se recostó en el sillón y luego comenzó a hablar.—Si le preguntas a cualquier experto en licantropía si conoce a Valdius el sanguinario, te dirá que es parte de una leyenda de hace unos trescientos años.Esperé a que la mujer encendiera otro pitillo.—Sé que es difícil de creer, pero, ya entonces, Valdius buscaba algo tan codiciado como es la inmortalidad.Traté de contener mi lado racional. Había acudido