Estaba seguro de haber escuchado un pequeño grito. Pasaba por la entrada de una calle que sabía que no tenía salida y no había ni una sola de aquellas herrumbrosas farolas de luz pobre que alumbrara para poder ver lo que sucedía al final de la misma.
Martín tiró el cigarrillo que estaba fumando y se detuvo mientras metía las manos en los bolsillos. “No se te ha perdido nada ahí” pensó.
Se mantuvo quieto y alerta a la entrada de aquella calle. Su oído era bueno, muy bueno. Se había dado cuenta desde que a los doce años abandonara a su familia adoptiva y se uniera a una de las bandas callejeras de la ciudad. Años de golpes por parte de su padre adoptivo le habían vuelto un chico duro y espabilado y no le llevó mucho tiempo adaptarse.
Todos se dieron cuenta, en seguida, de su habilidad a la hora de intuir la presencia de otras personas y su capacidad para captar sonidos que a otros se les pasaban desapercibidos, así que le usaban para “dar el agua” cuando cometían asaltos en las casa de los adinerados que vivían en los barrios lujosos de las afueras.
“Date el piro, Martín”, se dijo a sí mismo. Sin embargo, enfiló calle adelante con paso lento y silencioso mientras escuchaba los gemidos y las súplicas de la mujer, cada vez más cerca.
Sus ojos habían ido adaptándose a la oscuridad y ahora podía ver que un tipo alto, de espalda ancha cubierta por una sudadera negra harapienta, mantenía a una chica contra la pared.
Martín comprendió, al momento, que aquel tipo estaba tratando de violarla. Llegó hasta él, colocándose de forma sigilosa a escasos centímetros, y le golpeó ligeramente en un hombro.
Las nubes se movieron empujadas por la brisa ligera de la noche en el momento en que el tipo se dio la vuelta y dejaron al descubierto una luna llena brillante, absolutamente blanca y despejada en el cielo.
La luz plateada permitió a Martín ver el rostro asustado de la muchacha. Aparentaba unos veinte años y sus ojos oscuros se clavaron en los de Martín y a él le pareció que su miedo no se debía sólo al abuso al que estaba a punto de ser sometida.
Aquel segundo de distracción fue suficiente para que el tipo clavara la navaja que usaba para amenazar a la chica en el hígado de Martín.
Se mantuvieron abrazados unos segundos. Un pinchazo caliente recorrió la cadera y el vientre de Martín, pero, aun sabiendo que tenía el acero dentro de su cuerpo, no sintió miedo.
El tipo le soltó empujándole ligeramente para extraer el filo de la navaja. La muchacha se había dejado caer al suelo, con la espalda pegada a la pared de ladrillo.
Martín y el de la sudadera harapienta se miraron cara a cara, bajo la luz blanquecina de la luna.
El rostro de Martín estaba pálido y el tipo sonrió mostrando unos dientes blancos perfectos. Aquello se hizo raro, no era algo común en aquel barrio y menos entre los delincuentes.
Martín levantó las cejas extrañado y el otro pensó que era el estupor que debía causar la muerte al llegar.
La muchacha comenzó a llorar con grandes hipidos, como si también pudiera presentir la muerte y aquello supusiera que su propia salvación había quedado truncada para siempre.
El tipo se giró a mirarla. Cuando volvió a dirigir su mirada hacia Martín, recibió su puño cerrado en una de las mejillas. Las manos de Martín le tomaron la cabeza por encima de las orejas y tiraron de él mientras le lanzaba lejos de la muchacha.
Ella se pegó un poco más a la pared.
Martín avanzó hacia el tipo, que se incorporaba. Una de sus manos se tocó la herida de la navaja y miró la sangre chorreando por sus dedos.
—Estás muerto, cabrón —dijo el otro, mientras le miraba.
Martín sonrió un poco.
—No es así como me siento.
Le golpeó violentamente en la cabeza con su bota militar, sin dejar que llegara a levantarse.
Martín se acercó de nuevo a él, que se arrastraba por el suelo. Se puso sobre su espalda y le enganchó del pelo mientras le levantaba la cara hacia el cielo.
La luz de la luna le golpeaba en el rostro. La nuez subía y bajaba en su garganta. Gotas de sangre del cuerpo herido de Martín se derramaban sobre la sudadera negra.
La mente del muchacho se llenó de imágenes de su vida en familia. Su padre y una toalla mojada. Su padre y un cinturón. Su padre y una bolsa de plástico.
Pensó en lo fácil que le resultaría sujetar la cabeza de aquel tipo y retorcerle el cuello.
La muchacha se había levantado y avanzaba hacia él.
Martín, sin mirarla, extendió un brazo hacia atrás con la mano abierta indicándola que se detuviera.
Soltó el pelo del tipo y la cara de éste se golpeó contra el asfalto de la carretera.
Se apartó unos pasos de él y se volvió a colocar la mano sobre la herida.
La muchacha caminó hacia él con el rostro inundado de miedo y sorpresa. Apenas le salín las palabras.
—Tienes que ir a un hospital. Hace rato que deberías estar muerto…
Su madre abrió la puerta de la habitación y levantó la persiana. Llovía.Angélica juraría que la noche anterior había sido clara, que había visto una luna llena, plateada y radiante, emanando luz blanca, en el justo momento en el que ella hacía el gesto contrario al de su madre y bajaba la persiana.Luego, no recordaba lo que había soñado, pero sabía que había sido algo violento, algún tipo de pesadilla.La sensación con la que había despertado era angustiosa, pero aun así se había quedado en la cama, arropada con las suaves sábanas de franela que olían a suavizante.Su madre se acercó y se sentó en el borde de la cama.—Angélica, es tarde —su tono rozaba la sorpresa— ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?Era una chica responsable. Quizá
Al final del pasillo la muchacha se sonrojaba y tartamudeaba frente al micrófono de una televisión nacional. Sus manos gesticulaban nerviosas, excesivas, mientras trataba de explicarles cómo había sucedido y, sobre todo, trataba de transmitir la sensación extraña de ver a un chico con el hígado agujereado peleando con un tipo que le sacaba dos cuerpos y que, ahora mismo, seguía vivo y la había salvado a ella.Martín tocó el timbre de la enfermera de turno y esta acudió. El chico le pidió que le llevara agua.—Nada de agua, nada de nada hasta que lo diga el doctor —contestó ella secamente. Era la tercera vez que el chico le pedía agua y ella le contestaba lo mismo.—¿Qué pasa afuera?La enfermera le miró sin sonreír y sin pizca de asombro.—Es la televisión. Vienen por ti.Antes de
Abrió la puerta con furia y salió corriendo a través del patio de la casa. Vivían al final de una calle y cada vez más a menudo se escuchaban sus gritos mientras discutían.Su madre quería que volvieran a la colonia.Se había criado escuchando aquella historia. La historia de los híbridos de hombres lobo. Su propia historia.La casa se caía de vieja. Estaba llena de humedad, pero no podían permitirse nada mejor y ella le decía que un día se mudarían a una colonia, la misma de la que habían tenido que escapar, y volverían a estar en su lugar, con los suyos.Aquel era su lugar. ¿Por qué ella no podía entenderle?Se había asustado mucho la primera vez que se había transformado. Poco antes había comenzado a sufrir aquellas horribles pesadillas en las que se veía devorando humanos. Despert
Pablo soñaba a menudo con su mujer. Soñaba que Erika se acercaba a la cama, se sentaba en el borde y le soplaba sobre los párpados.Entonces se despertaba y el cosquilleo que sentía sobre los ojos era el de las lágrimas. Unas veces ya resbalaban por sus mejillas, otras estaban quietas, sujetas entre sus pestañas.Desde que había dejado la colonia, aquella noche, no había un solo día en el que no pensara en Erika.Raúl, al igual que el resto de los niños, había cumplido los diecisiete y conocía la historia de los híbridos de la colonia, de los otros niños dispersos en distintas ciudades, con distintas familias adoptivas, pero no conocía su verdadera identidad.Pablo había ido retrasando esa información. Nunca quiso que creciese como el hijo del hombre sin dedos que condenó a su propia madre además de a una gran parte d
Ibrahim bajó del coche y se sacudió la tierra de los bajos de los tejanos. Aspiró el aire sonriendo un poquito al recordar el olor de la carne putrefacta mientras la enterraba. Ezequiel le había encargado llevarle a aquel crío. Vivo. Podía ser portador del preciado gen que tanto necesitaban. Él también era un inmortal y sabía que le quedarían unos treinta años de plenitud física y después… después, poco a poco, llegaría el deterioro físico y los dolores.La peor parte iba a ser dar con la habitación del híbrido ayudado tan sólo por la foto que aparecía en su móvil, tomada por los periodistas que le habían estado haciendo la entrevista sin saber que, de esa forma, le condenaban a las garras del hombre sin dedos.Se dirigió con paso seguro hacia el hospital. Bien, no iba a preocuparse, no creía que
Ezequiel escuchaba la voz de Ibrahim al otro lado del móvil. Su rostro no dejaba entrever nada a Daniel. Siempre le había admirado por ello. Él, en cambio, era como un libro abierto y sus emociones solían darle problemas.Su padre sujetaba el móvil con su mano mientras mantenía aquella en la que le faltaban los dedos, guardada en el bolsillo de su traje. Le había contado la historia de su madre, de cómo le había comido los dedos para seguir produciendo leche y que así él no muriera de hambre o deshidratado. Parecía emocionado mientras se lo contaba, la voz se le entrecortaba un poco y los ojos se movían mientras se mantenían fijos en un punto.Sin embargo, Daniel no lo olvidaría nunca, tras dar por terminada la historia se había vuelto de espaldas a él y había dejado que su voz ronca se despachara a gusto.—La muy hija de puta
Pablo detuvo el coche en una gasolinera. Recargó el depósito y continuaron hasta el pueblo más cercano. El médico le tendió un par de billetes a Raúl.—Busca una tienda y cómprale algo de ropa —dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia Martín.Raúl cogió los billetes y se apeó del vehículo. Antes de que cerrara la puerta, Pablo volvió a dirigirse a él.—No tardes, tengo hambre.Raúl se alejó del coche a grandes zancadas y Pablo se volvió para mirar a Martín. El chico había cambiado tanto. Recordaba que de niño era muy rubio, pero ahora su cabello había oscurecido y se había tornado castaño, aunque bastante claro. Tenía una cicatriz en forma de T sobre su pómulo izquierdo. Pablo entrecerró los ojos mientras la observaba.—¿Qué te oc
Pablo dejó un poco perdida la mirada y comenzó a contar la historia:La polémica comenzó con la llegada de aquel hombre. Era un tipo elegante que, a pesar de su corta estatura, atemorizaba un poco con su presencia.Tenía la mirada torcida. El puño de su mano izquierda, sin dedos, guardada siempre en el bolsillo de su traje, sobrio y moderno. Usaba gafas de pasta pero levantaba la mirada sobre ellas y siempre miraba a su interlocutor fijamente a los ojos.Llegó una tarde de invierno, cuando comenzaban a caer los primeros copos de nieve sobre Puenteviejo. Todos sabían que a partir de ese momento la nieve cubriría las carreteras y básicamente dejaría aislado al pueblo.Entró en la cantina, solo. Se apoyó en la barra, sin importarle las miradas de los vecinos y pidió un vino blanco. Preguntó al dueño, mientras le servía, dónde pod&iacu