Efrén se pasaba las manos continuamente sobre su pelo rubio. Luego comenzó a reírse mientras Martín y Pablo esperaban a que se tranquilizara y asimilara todo lo que le acababan de contar.
Sin embargo, el muchacho dejó de reírse de golpe y se dio la vuelta sin decir nada. Enfiló la acera a paso rápido de nuevo hacia la entrada del casino, donde había dejado aparcada su moto.
Pablo le hizo un gesto a Martín y ambos subieron al coche. Pablo condujo despacio hasta ponerlo a la altura de Efrén que ni siquiera miró hacia el vehículo.
—El tiempo corre en nuestra contra, Efrén. Sé que puede sonarte absurdo pero te necesitamos allí. Necesitamos que ayudes a Martín a conseguir sobrevivir hasta desarrollar el gen.
Efrén siguió caminando. Apretó los dientes y retuvo la rabia que le ahogaba. Por un momento pensó que a
El autobús se detuvo en un área de servicio. El chófer les comunicó a los pasajeros que tenían veinte minutos para tomar algo e ir a los servicios. Les rogó puntualidad para volver a emprender el viaje y luego se bajó del autobús.Milita iba sentada junto a Angélica, y Raúl un asiento más atrás. Ni siquiera les había preguntado nada. Después de que la apartaran de aquel hombre que la había obligado a llamarle padre durante tantos años, Milita había sentido, por primera vez en su vida, que estaba con las personas correctas.Todo había salido solo, sin más. Angélica le había pasado un brazo sobre los hombros y los tres se habían alejado en dirección contraria a la vieja choza en la que Milita había pasado tanto miedo y dolor.Fueron caminando en silencio hasta la parada de autobuses y all&iacu
Ezequiel le ordenó al chófer que se detuviera. Daniel echó un ojo por la ventanilla sorprendido. Sólo se veía la carretera, una pequeña casa y un camino angosto que partía de uno de los laterales y discurría paralelo a la carretera. Ezequiel abrió la puerta del auto y se bajó con un poco de dificultad. “Está envejeciendo, los dolores no tardarán en agudizarse”, pensó Daniel. Su padre caminó hacia la casa sin dirigirle una sola palabra, pero Daniel supo que quería que le siguiese. Ezequiel se había detenido a escasos metros de la puerta de la casa. Daniel se colocó a su lado y esperó. —¿La recuerdas? Daniel negó con la cabeza. No la recordaba, pero había escuchado la historia demasiadas veces como para no reconocerla. Aquella tenía que ser la casa en la que había vivido con su madre los tres primeros años de su vida. Su hogar hasta la noche del incidente en la Colonia. —Aquí lo encontré a él. Santos. Había venido a avisar a tu madre de
Martín observaba el paisaje a través de la ventanilla. Finalmente, Efrén se había marchado en su moto. Ellos habían esperado a verle desaparecer y luego Pablo había vuelto a poner el coche en marcha y habían emprendido el viaje hacia la colonia.Durante el primer tramo, Pablo no había abierto la boca. Martín respetó su silencio, sabía que el médico tenía demasiadas cosas en las que pensar. Pararon a comer en la cafetería de una gasolinera. Pablo le pidió al empleado que le llenara el depósito. Luego aparcaron en el parking para clientes de la cafetería y se sentaron en una mesa de pequeño tamaño.Un camarero acudió rápidamente a atenderlos. Apenas había clientes y Pablo le advirtió a Martín que según fueran acercándose a la colonia, cada vez irían viendo a menos gente.—
Adelantaron despacio el cartel que les indicaba que acababan de llegar a Puenteviejo. Aún recorrieron un tramo de carretera sin observar más que una o dos casas sueltas en el paisaje y como unos trescientos metros después el coche se deslizaba por una calle con casas y comercios a los lados.Lo cierto era que el doctor tenía razón. Apenas se podía observar movimiento en el lugar. Las pocas personas con las que se cruzaban observaban el coche con curiosidad, como si no fuera habitual ver tránsito por allí, y Martín se preguntó cuántos estarían sobre aviso del regreso de los antiguos híbridos, de los que un día, tiempo atrás, habían sido sólo unos niños que habían desaparecido una noche sin dejar rastro.Pablo no se detuvo en el pueblo, lo atravesó y continuó su camino, primero por carretera y luego por un camino angosto de ti
La Colonia no había sido reformada desde aquella noche.Cuando unos meses atrás, Pablo había vuelto al pueblo con Raúl, Fredo García, que seguía siendo el alcalde en Puenteviejo, había tardado unos segundos en reaccionar al recibirles en el despacho del ayuntamiento.—Dios santo, doctor, no pensaba que volvería a verle.Parecía emocionado. Luego posó su mirada sobre Raúl.—¿Es…es…?—Es uno de los niños, sí.El alcalde había subido sus gafas empujándolas con el dedo índice y pegándoselas a la nariz.—Necesito volver a La Colonia.Había dicho Pablo, sin más.—Nadie ha tocado nada allí, todo sigue igual que quedó aquella noche. Hay cabañas quemadas y su laboratorio está completamente destrozado.&
Jandro observó el calendario colgado en la pared de la cocina. Faltaban quince días para que volviera a ser otra vez noche de luna llena.Se miró las manos temblorosas. Aún sentía nauseas al recordar que podía haber terminado con la vida de Yarina. Desde aquella noche, no había vuelto al instituto. Bueno, eso no era así, en realidad. No había vuelto a las clases, pero había estado vagando por los alrededores del edificio del instituto. Necesitaba ver a Yarina, aunque no tuviera valor para acercarse a ella.Las primeras veces, ella no había acudido a clase y para él había sido una tortura. Rondaba la casa de la muchacha, pero no conseguía verla.Al fin, uno de aquellos días, había aparecido a la salida de las clases. Llevaba los libros apretados contra el pecho, como si quisiera protegerlo.Jandro sintió que el suyo se oprimía
Nuria, la madre de Jandro, ya estaba en la Colonia. Por esas casualidades que a veces quiere la vida, había llegado a Puenteviejo el mismo día en el que lo habían hecho Ezequiel, Daniel, Valdius y todo su séquito.Se había bajado del autobús justo en el momento en el que el coche en el que Ezequiel y su hijo viajaban, atravesaba la carretera semidesierta que cruzaba el pueblo de Puenteviejo.Sus ojos siguieron al automóvil y se cruzaron con los de Ezequiel, pero él no dio muestras de reconocerla.Ella era una nada, un ser insignificante. Ella era una de las muchas personas que estaban aquella noche en La Colonia. Una de las que había visto, aterrorizada, cómo el hombre sin dedos, el que ya había sido el causante de la peor de las desgracias en Puenteviejo, volvía de nuevo aquella noche para destrozar sus vidas por segunda vez.A su mente acudió la huida
Yarina temblaba bajo su cuerpo. Jandro prendido en sus ojos veía el miedo bailando mientras hacía titilar sus pupilas.Una punzada de excitación atravesó su vientre y le hizo sentir culpable.Se levantó de un salto mientras la chica se quedaba tumbada en el suelo respirando agitada.Jandro la tendió una mano y la ayudó a ponerse en pie. Ella se puso a sacudirse el trasero de los vaqueros. Le dirigió una mirada esquiva y comenzó a sonrojarse al ser consciente de que la había pillado espiando.—Creo que te debo una explicación.Jandro se pasó una mano por el cabello. No se atrevía a tocar a Yarina, a pesar de que lo estaba deseando. Era como si acabaran de conocerse, como si toda la intimidad que había existido entre ellos se hubiese desvanecido. Se trataban como dos desconocidos.—Sí, necesito saber qué ocurri&oacu