Milita levantó la tapa del contendor, la echó hacia atrás hasta que chocó contra la pared y lueg, se agarró del borde, se impulsó y de un salto se metió dentro.
El olor no la importaba, tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Por ejemplo, le preocupaba que su padre llegara a casa, pidiera su maldita armónica y se enterara de que su madre la había tirado a la basura. Porque entonces la borrachera de su padre se convertiría en una avalancha de golpes enfurecidos y seguramente caerían bastantes sobre ella.
Sí, también su madre la calentaría cuando ella le diera la asquerosa armónica a su padre, pero, al menos, ella no tenía tanta fuerza. Si algo había aprendido era de cuál de sus padres prefería recibir una paliza.
Comenzó a abrir bolsas mientras las vaciaba fuera del contenedor.
“Por favo
Efrén le puso una mano sobre el hombro a Pablo justo cuando salía por la puerta del casino y éste se revolvió deshaciéndose de él.—¿Qué coño es lo que has dicho?El guardia de seguridad, que se había alejado unos metros de la entrada mientras fumaba un cigarro, se acercó a toda prisa.—¡Ey, ey! ¿Le está molestando,señor?—No —contestó Pablo.—Le digo a él —contestó el guardia, de forma despectiva, mirando a Pablo.—Ya.Pablo comenzó a reír y se alejó hacia su coche seguido de cerca por Efrén, mientras el guardia les seguía con la vista desde la entrada.—Párate ¡Ostias!El muchacho se puso frente a Pablo cortándole el camino.—Ahora “el señor” sí está
La vieron aparecer junto al que era su padre adoptivo, aunque ella no lo sabía. A Raúl le sorprendió lo pequeña y frágil que se la veía. Caminaba con el rostro mirando hacia el suelo. Tenía el pelo rubio, un poco ondulado y separaba los pies al caminar. Se la veía triste e indefensa. No debía medir más de un metro cincuenta. Levantó la cara ligeramente al pasar junto a ellos y Raúl observó que tenía una boquita también muy pequeña, con unos bonitos y finos labios. La observó olfatear en el aire. Su rostro casi se iluminó al reconocer el olor familiar, aunque Raúl sabía que ella desconocía su verdadera identidad. Pero el olfato, el olfato era capaz de trasladarles a su hogar, a su casa, a la manada.Ella y el hombre se adentraron en el puente. La pasarela era tan estrecha que tenían que ir en fila de a uno y el hombre iba del
cuerpo le temblaba y la rabia crecía en su interior. Estaba sentado con su novia, Yarina. Veían un estúpido programa en la tele y hacía unos minutos que el crepúsculo había dado paso a la oscuridad de la noche. Ella había aparecido a media tarde cargada con una cubeta de helado de turrón y tres paquetes de palomitas. Jandro no se encontraba muy bien, pero algo le impedía echar a la chica. En el fondo, deseaba que se quedara, deseaba transformarse y tenerla allí junto a él. Había algo que le pedía que actuara, que se dejara de cobardías y aceptara lo que era.Su madre le había advertido muchas veces sobre aquello, pero ¡a quién le importaba! No en esos momentos, en esos momentos sólo notaba la excitación de la violencia recorriendo sus venas, llegando a sus sienes, llenando su nariz del olor de la carne de Yarina. Del calor de la vida, del movimie
Efrén se pasaba las manos continuamente sobre su pelo rubio. Luego comenzó a reírse mientras Martín y Pablo esperaban a que se tranquilizara y asimilara todo lo que le acababan de contar.Sin embargo, el muchacho dejó de reírse de golpe y se dio la vuelta sin decir nada. Enfiló la acera a paso rápido de nuevo hacia la entrada del casino, donde había dejado aparcada su moto.Pablo le hizo un gesto a Martín y ambos subieron al coche. Pablo condujo despacio hasta ponerlo a la altura de Efrén que ni siquiera miró hacia el vehículo.—El tiempo corre en nuestra contra, Efrén. Sé que puede sonarte absurdo pero te necesitamos allí. Necesitamos que ayudes a Martín a conseguir sobrevivir hasta desarrollar el gen.Efrén siguió caminando. Apretó los dientes y retuvo la rabia que le ahogaba. Por un momento pensó que a
El autobús se detuvo en un área de servicio. El chófer les comunicó a los pasajeros que tenían veinte minutos para tomar algo e ir a los servicios. Les rogó puntualidad para volver a emprender el viaje y luego se bajó del autobús.Milita iba sentada junto a Angélica, y Raúl un asiento más atrás. Ni siquiera les había preguntado nada. Después de que la apartaran de aquel hombre que la había obligado a llamarle padre durante tantos años, Milita había sentido, por primera vez en su vida, que estaba con las personas correctas.Todo había salido solo, sin más. Angélica le había pasado un brazo sobre los hombros y los tres se habían alejado en dirección contraria a la vieja choza en la que Milita había pasado tanto miedo y dolor.Fueron caminando en silencio hasta la parada de autobuses y all&iacu
Ezequiel le ordenó al chófer que se detuviera. Daniel echó un ojo por la ventanilla sorprendido. Sólo se veía la carretera, una pequeña casa y un camino angosto que partía de uno de los laterales y discurría paralelo a la carretera. Ezequiel abrió la puerta del auto y se bajó con un poco de dificultad. “Está envejeciendo, los dolores no tardarán en agudizarse”, pensó Daniel. Su padre caminó hacia la casa sin dirigirle una sola palabra, pero Daniel supo que quería que le siguiese. Ezequiel se había detenido a escasos metros de la puerta de la casa. Daniel se colocó a su lado y esperó. —¿La recuerdas? Daniel negó con la cabeza. No la recordaba, pero había escuchado la historia demasiadas veces como para no reconocerla. Aquella tenía que ser la casa en la que había vivido con su madre los tres primeros años de su vida. Su hogar hasta la noche del incidente en la Colonia. —Aquí lo encontré a él. Santos. Había venido a avisar a tu madre de
Martín observaba el paisaje a través de la ventanilla. Finalmente, Efrén se había marchado en su moto. Ellos habían esperado a verle desaparecer y luego Pablo había vuelto a poner el coche en marcha y habían emprendido el viaje hacia la colonia.Durante el primer tramo, Pablo no había abierto la boca. Martín respetó su silencio, sabía que el médico tenía demasiadas cosas en las que pensar. Pararon a comer en la cafetería de una gasolinera. Pablo le pidió al empleado que le llenara el depósito. Luego aparcaron en el parking para clientes de la cafetería y se sentaron en una mesa de pequeño tamaño.Un camarero acudió rápidamente a atenderlos. Apenas había clientes y Pablo le advirtió a Martín que según fueran acercándose a la colonia, cada vez irían viendo a menos gente.—
Adelantaron despacio el cartel que les indicaba que acababan de llegar a Puenteviejo. Aún recorrieron un tramo de carretera sin observar más que una o dos casas sueltas en el paisaje y como unos trescientos metros después el coche se deslizaba por una calle con casas y comercios a los lados.Lo cierto era que el doctor tenía razón. Apenas se podía observar movimiento en el lugar. Las pocas personas con las que se cruzaban observaban el coche con curiosidad, como si no fuera habitual ver tránsito por allí, y Martín se preguntó cuántos estarían sobre aviso del regreso de los antiguos híbridos, de los que un día, tiempo atrás, habían sido sólo unos niños que habían desaparecido una noche sin dejar rastro.Pablo no se detuvo en el pueblo, lo atravesó y continuó su camino, primero por carretera y luego por un camino angosto de ti