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Las paredes de hierro roídas, el óxido por todos lados, junto con el olor a viejo y a moho, las plantas creciendo salvajes, hacían de este sitio un lugar decrépito y fantasmal.

Tenía miedo, pero, aun así, se internó por entre las naves, siempre mirando alerta a todos lados, aguzando el oído y así fue como descubrió al primer hombre que le salió de repente al doblar de una esquina.

— ¡BOOO! – exclamó riendo con malicia y Valentina gritó echando de nuevo a correr.

Así la tuvieron, corriendo de aquí para allá, jugando con su cordura como una rata prisionera en una ratonera.

La fueron llevando a donde querían desde el inicio y Valentina terminó abriendo la puerta de un viejo almacén, tipo contenedor, para meterse adentro.

Estaba iluminado por la luz del sol que se colaba por entre los tablones y el zinc del techo, que se caía a pedazos.

— Stefano – dijo con miedo, agitada, al girarse y verlo sentado en una silla, en medio del enorme y vacío almacén.

Entre ellos había una fuerte reja de ac
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