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Escuchando su palabrería lasciva, Valentina fue a la cocina y comenzó a preparar su desayuno mortal, como la última cena.

Miró hacia la puerta y aguzó el oído, él seguía en la cama y había prendido la tele.

Abrió la despensa más elevada y apartó los frascos de legumbres, sal y azúcar.

Siempre vigilando su espalda, ese viejo era muy inteligente.

Al final, sustrajo un sobrecito blanco, hecho de un retazo de hoja de papel, escondido en una esquina de la madera del mueble.

Aquí estaba el veneno que le daría, la medicina que él tomaba para pararse la mini polla flácida esa que tenía, un potenciador sexual.

Él tenía mucho control sobre esas pastillas, nunca las dejaba a su alcance y siempre se guardaban bajo llave junto con su otra medicación de la hipertensión arterial.

Valentina sabía muy bien que se cuidaba de ella, de que intentara hacer justo lo que iba a tramar ahora, pero olvidaba deshacerse de los restos de polvillos que dejaba en baño, al aplastar la pastilla.

Durante meses lo rec
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