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IMPERDONABLE
IMPERDONABLE
Por: Day Torres
CAPÍTULO 1. ¡Sálvela!

CAPÍTULO 1. ¡Sálvela!

Liliana.

 —Ya no podemos seguir esperando, tu madre necesita un trasplante de riñón de emergencia. ¡Tienes que firmar para que podamos prepararla! —me apremia mientras mis ojos van al nombre bordado en su bata: Dr. Ryker.

Frente a mí un doctor que no conozco me mira con impaciencia. Mi madre lleva esperando un milagro por años, pero en los últimos días su enfermedad se agravó de golpe.

Tengo la mente un poco en blanco y otro poco en shock mientras reviso estos papeles que apenas entiendo. Son decenas y de todos ellos depende la vida de mi madre, y todos tengo que entregarlos con urgencia.

—Entonces… si firmo esto, ¿mi mamá subirá en la lista para recibir un trasplante urgente, verdad? —pregunto y la voz se me quiebra porque estoy desesperada.

A pocos metros de mí aquellos monitores a los que está conectada lanzan alarmas cada pocos minutos.

 —Sí, señorita Duque, así es —responde él, con un tono que me hace sentir como si fuera una niña tonta y asustada... quizás porque en este momento lo soy. No hay fortaleza ni lucidez cuando corres el riesgo de perder a la única persona que te queda en el mundo—. Firma aquí, aquí y aquí, y todas las hojas de aquí en adelante. ¡Apúrate, tenemos un riñón esperando y no podemos demorarnos! Voy a ordenar que vayan trasladándola al quirófano, pero sin tus firmas no podemos empezar.

La sensación de vacío en el estómago es insoportable, y aprieto los puños tratando de controlar el temblor mientras firmo cada papel que me señala, dejando mi nombre chueco y torpe en cada hoja sin siquiera mirarlas, están llenas de parafernalia legal que no entendería de cualquier manera.

Ni siquiera se ha secado la tinta en la última cuando el doctor me las arranca de las manos.

—¡Por favor, sálvela! —suplico y él asiente.

—Haremos lo posible. Serán tres o cuatro horas de cirugía. Intenta mantener la calma —dice antes de desaparecer y yo me acerco a mi madre tratando de controlar la desesperación en mi voz.

La veo más pálida que nunca, adormilada bajo la luz tenue de la lámpara. Ella siempre ha sido fuerte, la que nunca se rinde, y verla así, tan vulnerable, me rompe el alma.

—Ya te van a llevar a operar, mamita —le digo acariciando su cabeza y me mira con esos ojos perdidos por todas las drogas que le están dando.

—Lili… ¿Cómo…?

—No te preocupes por eso, mamita, no te preocupes por nada. Mira, en unas horas vas a estar de vuelta ¿ok? De vuelta y sanita, así que tranquila, todo va a salir bien… —le digo tratando de fingir que no estoy en una batalla por mantener la esperanza.

—Lili… ¿qué hiciste? —murmura a través de la máscara de oxígeno y yo niego con más calma de la que tengo.

—Nada, mamita. Ya arreglé todo. Vas a ver que pronto estarás en casa otra vez —le susurro, intentando que mi voz suene segura, aunque apenas puedo sostenerla.

¿Cómo voy a decirle ahora que cuando mejore no tendremos casa a la que volver porque tuve que hipotecarlo todo? La casa, la granja de fresas que era lo único que nos quedaba de mi padre…

Ahora no tenemos nada.

Dos enfermeras entran y comienzan a prepararla para el quirófano. Me hacen a un lado sin ceremonias, y aunque intento despedirme, apenas logro rozarle la mano antes de que desaparezca de mi vista. Me siento perdida, vacía. Pero es solo por poco tiempo, me digo. Pronto, todo esto quedará atrás.

Las siguientes horas son interminables. Camino de un lado a otro en el pasillo, sin poder mantenerme quieta, mientras el miedo me retumba en el cuerpo como un eco.

Mi teléfono suena y me apresuro a contestar, porque sé que la voz del otro lado será la de un agente del banco.

—Señorita Duque —dice una mujer con voz monótona—, hemos completado la transferencia del préstamo. Su deuda ha sido cargada, y los primeros pagos comenzarán el próximo mes.

Ni siquiera sé qué le contesto, solo sé que no podré hacer ni ese pago ni ningún otro. Los pocos ahorros que me quedan serán para ver cómo mantengo a mi madre cuando salgamos de aquí.

Ni siquiera han pasado veinte minutos y otra llamada está entrando a mi celular, esta vez del licenciado Saldívar, el viejo abogado de mi padre.

“¿Liliana? ¡Acaban de hablarme del banco para notificar la custodia de los documentos de propiedad de la granja! ¿La hipotecaste?” pregunta y contengo el aliento porque lo primero que debería preguntar es si mi madre sigue viva, pero supongo que como abogado tiene sus prioridades.

—Sí, señor Saldívar, hipotequé la granja y todo lo que hay en ella. Por favor entregue los documentos cuando vayan a buscarlos.

“¡Pero es que…!”

—A mi madre la están operando ahora mismo, licenciado. Así que antes de que pregunte, hice lo que tenía que hacer para salvarla. ¡Solo entregue los papeles! —gruño antes de colgar y me dejo caer en una silla con la cabeza entre las manos.

El seguro no cubre una operación de emergencia y ella necesita ese riñón. Le habría dado uno mío, pero no soy compatible, y solo nos tenemos la una a la otra. Así que no me importa perder nada mientras no la pierda a ella.

Después de horas de angustia en aquella sala de espera, finalmente un médico se me acerca.

—La operación fue un éxito, señorita Duque —me informa con voz profesional—. Su madre será trasladada a su habitación en unas horas.

El alivio me permite volver a respirar de nuevo… sin avisarme que pronto me estaré ahogando otra vez.

Dos días después, dolo dos días y el sonido de los monitores en la habitación de mi madre se eleva de repente. Ese sueño agotado en el que estoy desaparece porque reconozco esos malditos pitidos, tiene que ser un error… la máquina debe estar mal… ella estaba bien hasta hace unos minutos…

Veo cómo su rostro se contrae, como si tuviera un dolor intenso, y el corazón me sube a la garganta.

—Mamá… —la sacudo suavemente, tratando de que me escuche, pero no responde. Su respiración es irregular, sus ojos permanecen cerrados.

El monitor sigue disparándose y el pánico me paraliza hasta que salgo corriendo al pasillo y grito con desesperación.

—¡Ayuda! ¡Necesito ayuda, por favor…!

Veo a una enfermera que pasa y la agarro por el brazo.

—¡Por favor, mi madre está mal! ¡Necesita ayuda urgente!

—¡Ya vamos, linda, ya vamos! —me grita ella y me doy cuenta de que alrededor todos corren.

Hay un revuelo en todo el piso, gritos, camillas pasando, médicos dando órdenes, carpetas que se caen y papeles que quedan regados por el suelo hasta que al fondo del pasillo veo a un equipo completo que lleva la camilla de un hombre.

—¡Abran paso! ¡Es el señor St Jhon! ¡Abran paso!

Decenas de doctores y enfermeros corren tras él como si ningún otro paciente importara y yo miro alrededor rogando por ayuda.

—¡Por favor… por favor, alguien… mi madre…!

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