"El mejor día de mi vida fue cuando te conocí y tus ojos no pudieron apartar mi mirada, desde ese momento, supe que nunca podría amar a nadie más que a ti, rubia"
Christopher Warren.
Soy Paige. Paige Gilmore, para ser exactos.
Mi apellido tiene una de esas extrañas cualidades que provocan reacciones intensas: algunos lo veneran, otros lo detestan. Mi madre, por supuesto, está entre los primeros. Casarse con un Gilmore fue como ganar la lotería para ella. Desde que tengo memoria, me ha hablado de lo afortunada que fue al unirse a esta familia, como si el apellido fuera un pasaporte a una vida mejor.
Cuando era más pequeña, me molestaba. No entendía por qué su orgullo por ser parte de algo tan... ajeno, me definía de alguna manera. Pero con el tiempo, me rendí. Lo acepté. Después de todo, ¿qué podía hacer? Era quien era, y el apellido Gilmore venía con todo el paquete.
Hoy, sin embargo, no pensaba en nada de eso. Hoy, solo pensaba en él. En Chris.
Giré sobre mí misma en mi habitación, como si el mundo fuera un sueño que no quisiera despertar. Puse "Hero" de Christopher Wilde, una de las canciones que me dedicó en nuestro primer aniversario. 25 de septiembre. La fecha era nuestra. La había marcado con letras doradas en mi calendario, como una promesa.
Ese día, me pidió ser su novia. En ese instante, sentí que el universo se alineaba a mi favor, que finalmente todo lo que había estado buscando había llegado. Lo sentí en las entrañas. El amor. Las famosas mariposas que todos dicen sentir. Yo las sentí, y en todo su esplendor. Chris me hacía sentir como si todo fuera posible. Como si estuviera flotando, en una burbuja que solo nosotros entendíamos.
Pero, como siempre, mi madre me sacó de mis pensamientos.
—¡Paige, el desayuno está listo! —gritó desde abajo, interrumpiendo mi pequeño momento de felicidad.
—¡Ya voy, mamá! —respondí rápidamente, aunque mis pensamientos seguían bailando con Chris.
Era el penúltimo año de preparatoria. El año en el que todo debería estar en su lugar, ¿verdad? Pensé en eso mientras rápidamente arreglaba mi bolso, alisaba el vestido con una mano y me pasaba los dedos por mi cabello rubio. Era uno de esos días donde todo parecía fluir: la rutina, la familia, la felicidad. Todo parecía estar en su lugar.
Bajé las escaleras a toda prisa, y allí estaban mis padres, mis dos hermanos mayores, Adrian y Brandon, y Nate, el pequeño, siempre lleno de energía, que conseguía que todo pareciera más ligero solo con su risa.
—Paige, ya te he dicho que no corras por las escaleras —dijo mi padre con un tono de voz que dejaba claro que no era la primera vez que me lo decía.
—Ya sabes cómo es, cariño —respondió mamá, trayendo pan tostado a la mesa con una sonrisa distraída. Siempre defendiendo mis pequeñas travesuras.
Sonreí con picardía.
—Gracias por defenderme, mamá —dije mientras me sentaba, tomando mi asiento con una sensación de bienestar. Sentía que estaba rodeada de algo cálido y seguro.
—Este será un gran año —comentó Adrian, uno de mis hermanos gemelos, con esa mirada tan segura que siempre lo hacía parecer como si tuviera todo bajo control—. Los chicos ya tienen todo planeado para hacerlo inolvidable.
"Este será un gran año"... Pensé en eso. Sí, todo estaba bien, demasiado bien. Como si mi vida fuera un guion perfecto. El chico perfecto, la familia perfecta, el futuro brillante. No había nada que pudiera arruinarlo.
Pero algo, una pequeña voz en mi interior, me susurró que las cosas no siempre son lo que parecen. Y aunque el día transcurría con normalidad, me dio la sensación de que algo estaba a punto de cambiar. Algo que ninguno de nosotros esperaba. Algo que nos sacudiría de raíz.
—Mientras no te metas en problemas —respondió mi madre, lanzando una mirada severa a Adrian.
—Siempre lo hace —dije, con la boca llena de pan y una sonrisa traviesa.
—¡Mamá, Adrian me pegó con su zapato! —exclamé, sintiendo la patada bajo la mesa, justo cuando él intentaba disimular.
—Adrian... —mi madre lo miró con los ojos entrecerrados, su advertencia flotando en el aire como un eco.
—Lo siento, lo siento —se disculpó él, levantando las manos en señal de rendición, mientras su expresión mostraba una mezcla de frustración y diversión.
—De todos modos, Adrian. Ten cuidado. Tu historial está al límite. Si haces una tontería más, olvídate de la universidad —advirtió papá con una voz grave, casi como si ya estuviera cansado de repetir la misma advertencia.
—Entendido, papá —respondió Adrian, dejándose caer en su silla, derrotado.
—¿Y tú, hijo? —preguntó mamá, dirigiéndose a Brandon, que estaba tan absorto en su propio mundo que no se había dado cuenta de nada.
—Aumentar mi récord de libros —dijo Brandon sin mirar hacia nosotros, como si la conversación fuera lo de menos—. ¿Sabías que Elon Musk lee 60 libros al mes? ¡Es impresionante! Yo, con suerte, leo 15... y ya me parece mucho.
—No te sobrecargues, cariño —dijo mamá, dándole un toque de suavidad a su voz, como si tratara de calmarlo, aunque él ni siquiera lo notara.
El sonido de una bocina interrumpió la calma de la mañana.
—¡Debe ser Chris! —exclamé, levantándome de un salto, el corazón ya acelerado solo con escuchar ese sonido familiar.
—Cariño, no has terminado —me recordó mamá, señalando el vaso de jugo aún a medio beber.
Antes de poder responderle, tomé el vaso y lo vacié de un solo trago. El sabor ácido me hizo poner una mueca de desagrado.
—Dios mío, ¡voy a morir! —dije dramáticamente, dejando caer mi cuerpo hacia adelante, como si el jugo fuera lo único que podría destruirme.
—Te lo dije —comentó papá entre risas, mientras me miraba con esa mirada sabia que siempre tenía cuando intentaba ser un poco excesiva.
Me acerqué a Nate, le besé la cabeza y le dije adiós. Su risa infantil me hizo sonreír.
—Buena suerte, hija —dijo papá mientras cerraba la puerta tras de mí.
Y ahí estaba él.
Christopher Warren. El chico de mis sueños. El chico perfecto.
Desde pequeños nos conocíamos, y la verdad, siempre habíamos sido inseparables. Era como si nuestras vidas hubieran estado destinadas a cruzarse desde el principio. Pero, aunque lo conocía de toda la vida, cada vez que lo veía, algo en mí se disparaba. Como si, en cada mirada, todo cobrara un nuevo significado.
—Hola, princesa —dijo Chris, recostado contra su auto con esa sonrisa de chico malo que siempre me derretía.
Su presencia siempre había tenido un efecto en mí. Como si todo lo demás desapareciera cuando él estaba cerca. Era guapo, claro, pero no solo por eso. Había algo en la forma en que me miraba, en cómo su voz sonaba al pronunciar mi nombre, que me hacía sentir como si fuera la única persona en el mundo.
No pude evitar sonreír al verlo. Ese chico... Chris, con su camiseta ajustada, la chaqueta del equipo de fútbol que le quedaba perfecta, y esos jeans que siempre parecían resaltar más su figura atlética. Parecía no tener idea del poder que tenía sobre mí.
—Hola, guapo —respondí, acercándome a él, el corazón golpeando con fuerza en mi pecho. Abrió los brazos con una sonrisa más amplia, y yo no dudé ni un segundo. Corrí hacia él, dejándome envolver por su abrazo, como si el mundo pudiera detenerse en ese instante.
Su aroma... una mezcla cálida de sudor de entrenamiento y algo profundamente familiar, como si su presencia me transportara a un lugar seguro, un lugar donde nada podía ir mal. Me sentí en casa.
—Te extrañé —susurré, apoyando mi cabeza en su pecho, cerrando los ojos, disfrutando de la paz que solo su cercanía podía brindarme.
Había pasado todo el verano en Inglaterra y solo había regresado un día antes de que comenzara la escuela.
—Pensé en ti todos los días, rubia —dijo, sonriendo de esa forma que me derretía. Me llamaba "rubia" desde que nos conocimos, y aunque al principio me incomodaba por mi cabello, con el tiempo me acostumbré a esa forma única de llamarme. Él lo decía con tanto cariño que, al final, acabé adorando el apodo.
—¿En serio? —pregunté, dándome un paso atrás, apoyando mis manos en su pecho para mirarlo mejor.
—¡Claro! Me ofende que lo dudes —respondió con un gesto exagerado de dolor, haciendo una mueca como si estuviera herido.
Entonces, sin dejar de sonreír, se inclinó hacia el asiento del pasajero de su auto y sacó algo que me hizo el corazón dar un vuelco: un ramo de peonías, mis flores favoritas.
—¡Mis favoritas! —exclamé, sorprendida y emocionada, tomando el ramo entre mis manos. Me incliné hacia él, dejando que su fragancia me envolviera. Era como si hubiese traído un pedazo de su corazón en ese pequeño gesto. —Te quiero, Chris.
Él sonrió de nuevo, pero esta vez, su mirada se desvió hacia mis labios con una intensidad que me hizo el estómago retorcerse.
—¿Y mi agradecimiento? —dijo, con un brillo travieso en los ojos. Yo no pude evitar seguir su mirada, bajando hacia sus labios.
El mundo a nuestro alrededor desapareció. El ruido del tráfico, las voces de la gente, todo se desvaneció. Solo existíamos nosotros dos, en ese pequeño rincón del mundo donde nada importaba. Y entonces, en un impulso, me acerqué.
Nuestros labios se encontraron suavemente, con un toque tímido y casi vacilante, como si tuviéramos miedo de romper la magia que nos envolvía. Fue un beso que se alargó más de lo esperado, un beso lleno de promesas y susurros silenciosos, como si nuestras almas se entendieran sin palabras.
—Te quiero, Paige—murmuró, separándose un poco, pero sin apartarse del todo.
—Te quiero, guapo —respondí, sonriendo de vuelta, sintiendo cómo todo mi ser se relajaba en su abrazo.
Nos quedamos ahí, sonriendo como dos niños que se acababan de encontrar, felices de tenernos, de habernos perdido y vuelto a encontrar. El verano, la escuela, el mundo entero... todo podía esperar. En ese instante, solo existíamos nosotros dos.
—Hora de irnos.
Chris abrió la puerta del pasajero con una sonrisa en el rostro, y no necesité decir más. Me deslicé dentro del auto, el motor rugió al encenderse, y el asiento de cuero me envolvió cómodamente.
—¿Te gusta? —preguntó Chris mientras aceleraba por la carretera, los ojos fijos en el camino, pero con una sonrisa de satisfacción.
—¿Qué si me gusta? ¡Es increíble!—dije, la emoción casi se me desbordaba. Miré a mi alrededor, embobada—. ¿Qué tipo de auto es este?
—Un Porsche 911. —La respuesta de Chris fue casi como una declaración de orgullo. Su voz se notaba como si estuviera hablando de algo mucho más que solo un coche. Miró con cariño el volante mientras lo giraba con destreza.
A veces, me olvidaba de lo bien que estaba su familia. Su padre, CEO de una multinacional, y su madre, una mujer impresionante, al mando de su propia empresa. Vivían en una mansión y parecían tenerlo todo. Y aunque siempre había sido consciente de eso, en ese momento, sentí un pinchazo de inquietud.
Chris siguió manejando con calma, pero sus palabras siguientes me hicieron tensarme sin querer.
—Por cierto, mi hermano está de vuelta.
Mi estómago se dio un vuelco inmediato.
—¿Por qué? —logré preguntar, tratando de que mi voz no temblara.
—Dijo que no le gustaba Inglaterra, así que volvió. Mamá lo inscribió en la preparatoria. Hará su último año aquí.
Kaiden Warren. El nombre me provocó una oleada de incomodidad. El gemelo odioso.
Lo odiaba. Siempre lo había hecho.
A diferencia de mis hermanos, que, aunque gemelos, eran como agua y aceite, los Warren compartían absolutamente todo: el físico, las ideas, menos la personalidad. En cuanto a Kaiden, su sola presencia me ponía al límite. y, por supuesto, su capacidad para sacar lo peor de mí. Era como una chispa en un barril de pólvora.
Chris soltó una carcajada al ver mi cara.
—Nunca he entendido por qué lo odias tanto. —comentó con diversión, pero sus ojos reflejaban curiosidad—. Pero bueno, él también te odia, así que...
—Es un desastre. —murmuré, mirando por la ventana. Las palabras no eran suficientes para describir lo que sentía por Kaiden.
Chris siguió riendo, pero esta vez con un toque de exasperación.
—Este año será largo, rubia. Tenemos muchas cosas por hacer.
—¿Como qué? —le pregunté, sorprendida, intentando cambiar de tema.
—Las excursiones, por ejemplo. ¡Por fin podremos ir juntos!—dijo con una sonrisa pícara, como si eso fuera una especie de promesa.
Durante el resto del trayecto, Chris me contó historias sobre sus abuelos en Inglaterra y las bromas de su primo. Las risas llenaban el coche y, por un momento, las preocupaciones se desvanecieron. Solo existíamos él y yo, y los recuerdos de nuestros veranos pasados, contados entre risas y miradas cómplices.
Finalmente, llegamos a la Payton College, la preparatoria más prestigiosa del estado. El edificio imponente se alzaba ante nosotros como un gigante de piedra, reflejando todo lo que esperábamos del último año. Chris estacionó en un lugar cercano y, al detenerse, una sensación de nerviosismo me recorrió el cuerpo.
Antes de salir del coche, me detuve y puse una mano sobre su rodilla.
—Chris, no conduzcas tan rápido, por favor.
Él me miró con una mezcla de diversión y preocupación, como si no pudiera entender por qué me preocupaba tanto. Chris me miró, y con una sonrisa serena, unió nuestras frentes.
—Tenemos toda una vida para estar juntos. Y no romperemos nuestra promesa.
—¿Ya te he dicho cuánto te extrañé?
—Sí, pero me gusta escuchar lo que sientes... siempre.
No pude evitar sonrojarme ante la ternura de sus palabras.
—Vamos, bebé, es hora de enfrentarnos al caos.
Tomó mi mano con firmeza y, juntos, nos dirigimos hacia el bullicioso patio de la preparatoria. Cada paso resonaba con una mezcla de emoción y esa sensación que solo el primer día de escuela puede traer. Sabía que este año sería diferente. Sabía que todo cambiaría.
Fuimos directo a la cafetería, donde nuestros amigos ya se habían reunido. De inmediato, una voz familiar nos alcanzó.
—¡Aquí vienen los tortolitos del grupo!—exclamó Kyle, mientras daba saltitos de un lado a otro.
Aurora, mi mejor amiga, no tardó en unirse a la broma, aunque su sonrisa burlona escondía el cariño con el que me esperaba.
Kyle y Vicent. El par perfecto de contrastes. Kyle era el alma de cualquier lugar, mientras que Vicent prefería quedarse en las sombras, pero cuando hablaba, todos escuchábamos.
—No nos vemos así —dije, con los brazos cruzados y una sonrisa de medio lado. No me gustaba que nos etiquetaran como "tortolitos", pero sabía que era inevitable.
Kyle, sin embargo, no pudo resistirse.
—Vamos, cariño —dijo Chris, observándome con diversión, como si la escena no fuera nada nuevo para él.
—Parece que le sale natural.
Y como siempre, las risas llenaron el aire.
Kyle me miró con cara de cachorro triste.
—Odio a tu novia, amigo.
—No es cierto. Me amas.
Lo dejé en el aire, mirando a Chris con complicidad.
—Cierto. —Kyle se lanzó sobre mí, dándome un abrazo apretado, para luego soltarme y abalanzarse sobre Chris. Yo solo me reí, disfrutando de la calidez de ese momento.
Aurora, con su abrazo fuerte y un poco brusco, me hizo sentir como si nunca me hubiera ido.
—Te extrañé muchísimo, cariño.
—Yo también. Necesitamos ponernos al día pronto.
—Claro, pronto.—Respondió, apartándose para dejarme respirar.
Vicent, sin embargo, estaba raro. Más callado de lo habitual. Su mirada perdida me lo decía todo. Algo no estaba bien. No quise presionar, pero Chris también lo notó. Él pasó una mano por su cabello y le dijo, como siempre, con su tono relajado:
—Hola, amigo. No es común en ti estar tan callado después de tanto tiempo.
Vicent levantó la vista y asintió, pero su respuesta fue fría, casi distante:
—Lo siento, subiré mi ánimo.
Algo estaba pasando con él, pero no era el momento de preguntar.
El ambiente seguía ligero, con Kyle y Aurora bromeando, pero yo ya sentía la tensión en el aire. De repente, todos se quedaron en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, porque supe de inmediato quién se acercaba.
Era él.
Kaiden Warren.
El hermano gemelo de Chris. Y el chico que siempre había sido una sombra en mi vida. Aunque Chris era todo lo que una chica podría soñar, Kaiden era su opuesto. Arrogante. Siempre había sido una presencia incómoda para mí, y no entendía por qué Chris nunca hacía nada al respecto.
—¿Qué hace aquí?—murmuré, sintiendo cómo una presión en el pecho me envolvía, como si todo a mi alrededor se hubiera ralentizado.
Chris, con una expresión que ya conocía bien, entre resignación y paciencia, me respondió sin sorprenderse.
—Es su último año también.
Pero para mí, eso no lo explicaba todo. No era suficiente.