El avión de Aristo aterrizó en Louisville a las once de la mañana. Su dueño estaba impaciente, había perdido un día por la tormenta y desde lo de Alec no le gustaba alejarse mucho de su hogar y dejar a su padre solo, pero necesitaba llevar de nuevo a Samantha a Grecia. Era su esposa y no iba a permitir que lo dejara, para él estaban atados de por vida.
―Tardaremos una hora en llegar a la dirección que nos dio el investigador, está bastante lejos, Fedora contrató un auto con chofer para llevarnos ―dijo Flavián a medida que descendían las escaleras del avión para adentrarse en el pequeño aeropuerto de Louisville.
―Si la distancia es tanta, ¿Por qué no alquiló un helicóptero?
―No hay un helipuerto cerca de la casa de Samantha, aunque parezca una ciudad, esto no es más que un pueblo grande.
Aristo gruñó una respuesta.
«Al menos el coche es grande y cómodo», pensó instalándose en el asiento trasero, Flavián entró después de él y uno de los guardaespaldas que le acompañaban se subió al asiento del copiloto. Esperaba que Samantha se encontrara en la casa, no tenía más información que la que le proporcionó el investigador quizás si no lo hubiese despedido en ese momento tuviera más información de lo que iba a encontrar al llegar a la casa. Esperaba no encontrarse con algún novio o amante de Samantha, odiaba ir tras ella, pero tampoco le permitiría salirse con la suya. No habría divorcio porque él no hizo acuerdo prenupcial y no le permitiría quedarse con parte de su fortuna. Se había enamorado de la mujer que creyó que era Samantha y como un tonto obvió el acuerdo. No temía por la herencia Christakos porque su padre era el dueño de la mayor parte de las acciones de los negocios y de eso Samantha no podía reclamar nada.
Una hora más tarde el chofer les indicó que estaban llegando a la calle donde vivía su esposa. Flavián y el conductor miraban los números de las casas, buscando el que tenían apuntado. Aristo se dedicó a inspeccionar la calle y pensó que no era lo que esperaba. Las casas eran pequeñas y de un vecindario de clase media, con niños jugando en las calles y jardines llenos de juguetes. Al final de la calle un miniván blanco más lujoso que la mejor de las casas de ese lugar salió de un estacionamiento, giró en la dirección en la que ellos venían y pasó por su lado. Estaba decorado con lazos rosas y tenía pintado en una de las ventanas “Bienvenidas, Ady y Aly”. ¡Gemelas! Aristo sonrió con nostalgia, su infancia con un hermano que tenía su misma edad y una cara igual a la suya fue bonita y divertida. Nada que ver con la distancia y el rencor que manejaron de adultos.
Al llegar a su destino, Aristo se dio cuenta de que la casa donde vivía su esposa era la misma de donde había salido el miniván. Se bajó del coche y con impaciencia tocó el timbre. Nadie abrió la puerta.
―¿Viste al conductor del miniván? ¿Iba Samantha dentro?
―No, era una mujer joven, pero no era Samantha, por lo que pude apreciar iba sola.
Aristo siguió tocando el timbre con insistencia, una sonrisa malvada afloró a su rostro cuando sintió algo caerse dentro de la casa y escuchó una voz familiar que gritó.
―Ya voy, ya voy. ¡Dejen de tocar el maldito timbre!
No podía esperar ver la cara de sorpresa de Samantha cuando se diera cuenta de la había encontrado, ese pensamiento le dio mucha satisfacción.
***
Samantha se sentía físicamente destruida, no sabía si era por el cambio del ambiente controlado del hospital a la casa, pero las bebés casi no habían dormido la noche anterior. En la madrugada había logrado un par de horas de sueño cuando las llevó a su cama y las dejó comer libremente. Cuando una lloraba le metía el pecho en la boca para callarla. En la mañana se sintió la peor madre del mundo, pudo haberlas aplastado o pudieron haberse ahogado si hubiesen vomitado. Joy estuvo con ella hasta medianoche, a esa hora la mandó a dormir. A pesar de que al día siguiente era sábado, su amiga debía en la mañana dar clases de danza a un grupo de niñas y en la noche bailar en un musical que se presentaba en el teatro de la ciudad.
Joy se marchó muy temprano cuando ella aún dormía, al llegar al mediodía se encontró a Samantha al borde de las lágrimas, adolorida y sin haberse duchado. Su amiga se ocupó de las niñas mientras Sam se bañaba, vestía y comía algo puso a cada beba en su portabebés y las llevó a la camioneta.
―Daré unas vueltas con ellas una hora, Sam, ve a dormir, te aseguro que iré despacio y no me alejaré mucho de la zona, tú necesitas descansar.
―¿Y si lloran? ―peguntó Samantha al borde las lágrimas.
―No creo que lo hagan, al parecer les gusta pasear en coche y si lloran me regreso.
―Pero tú también necesitas descansar.
―Lo haré cuando regrese y hayas dormido algo.
―Joy, gracias, eres mejor amiga de lo que merezco.
―No digas eso, mereces lo mejor del mundo. Anda, ahora ve a dormir mientras paseo a las princesas en la carroza bonita, que su madrina les compró con la varita negra de plástico.
Su mejor amiga le había comprado un miniván de lujo con la tarjeta de Aristo.
Samantha ni siquiera pudo reírse del chiste, se arrastró a la cama y se durmió de inmediato.
El sonido insistente del timbre la sacó de un profundo sueño. ¿Quién demonios se atrevía a despertarla? La falta de sueño la tenía de muy mal humor, si algo no podía soportar era no poder dormir, así que, quien haya sido el culpable de que en ese momento tuviera que levantarse se iba a arrepentir. Como pudo se puso en pie, caminó con los ojos cerrados y el ceño fruncido, al pasar por la barra de la cocina, sus manos tumbaron el plato que había dejado allí después de comer. ¡Maldición! Tenía tanto sueño que ni lo lavó.
―Ya voy, ya voy. ¡Dejen de tocar el maldito timbre! ―gritó con furia.
Llegó a la puerta de entrada tocando porque aún le costaba abrir los ojos, abrió la puerta para insultar a quien se atrevió a despertarla, sin embargo, no podía ni abrir los ojos para ver quien era. Una voz aterradora y conocida la obligó a despertar.
―¿Samantha? ―preguntó Aristo con confusión al ver el deplorable estado en el que se encontraba su esposa.
―¡Tú!
Su rabia se fue de inmediato y una sensación de miedo se apoderó de ella, de nuevo su cuerpo se resistió a tanto estrés e hizo lo mismo que la última vez que vio a su esposo: se desmayó a sus pies.
Cuando Samantha se despertó estaba rodeada de personas, en primer plano vio a los paramédicos que la atendieron cuando llamó a la ambulancia el día que nacieron las bebés. Un poco más allá un pálido Aristo la miraba con el ceño fruncido, a su lado Flavián, el jefe de seguridad de su marido y al que consideró un amigo cuando estuvo casada con Aristo, la observaba con cara de sospecha, como si se hubiese desmayado a propósito. ―Señora Miller, ¿se encuentra bien? La voz del paramédico hizo que girara su cabeza en su dirección lo que agradeció para no tener que ver la mirada escrutadora de los griegos. ―Sí, solo fue un desmayo, sin importancia, estaba agotada y me había quedado dormida, cuando sonó el timbre me obligué a levantarme y al abrir la puerta me desmayé, creo que fue el cansancio. ―Sus constantes vitales son normales en este momento, ¿todo bien con el parto? ¿las bebés? ―preguntó el paramédico. ―¿Parto? ¿Bebés? ―preguntó Aristo más pálido aún si era posible. Su mente analí
El miedo y la ira hicieron erupción en la cabeza de Samantha y sin pensarlo dos veces levantó la mano y lo abofeteó con fuerza. ―No te atrevas a meterte con mis hijas, Aristo, o te juro que soy capaz de cualquier cosa. La rabia brilló un momento en sus facciones de su esposo para luego dar paso a una expresión de indiferencia. ―No tengo nada más que hablar contigo, Samantha, dejaré a Flavián para tu protección y para que te ayude con los documentos y trámites de tu regreso a Grecia. Debo volver a la isla lo antes posible. La puerta se abrió dando paso a una preocupada Joy, que frenó en seco al ver a Aristo. La joven llevaba en una mano un portabebés con una dormida Adrienne y Flavián venía detrás con el otro portabebés con Althea. ―¡Tú! ―Fue lo único que logró articular su amiga. La rabia al ver al causante del dolor de su amiga le impidió hablar. ―Joy ―dijo Aristo a modo de saludo. El hombre pasó a su lado sin mirar a sus hijas. Flavián puso el portabebés con Althea en el su
―No necesito una enfermera ―afirmó Samantha con voz dura. ―Te desmayaste ayer, estás pálida, necesitas reposo y alimentarte, si tus amigas no están contigo te excederás con el cuidado de las niñas, y no puedes pretender que te cuiden en todo momento, que yo sepa deben trabajar. ―Estaré bien, Flavián, estoy acostumbrada a arreglármelas por mí misma, desaparece y mi vida volverá a la normalidad. ―Sabes que no puedo hacer eso, Aristo me ordenó que me quedara contigo, que contratara una enfermera para ti y dos niñeras… ―Ninguna niñera se acercará a mis bebés, dile a Aristo que no acepto que me imponga niñeras, son mis hijas y yo las atenderé. ―Entonces acepta al menos la enfermera, si no tendré que quedarme contigo y cuidarte yo y eso creo que te gustará menos. Samantha soltó un bufido nada femenino. ―Si no cedes en algo tendrás a Aristo de regreso más pronto de lo que te imaginas. Pensar en un nuevo enfrentamiento la puso nerviosa, prefería mil veces tratar con Flavián. ―Está bi
Londres, tres años después. Samantha Lo estaba esperando. Sentada en el sofá del salón de su casa en Hyde Park, la joven permanecía inmóvil, esperando. Sus ojos puestos en el patrón de la alfombra que cubría su piso. Contaba una y otra vez las figuras, era la única forma que tenía de no perder el control. El murmullo de voces a su alrededor era como un zumbido a sus oídos. Escuchaba las voces y el llanto a su alrededor, pero sin dejar que penetrara en su cerebro. Las personas a su alrededor le repetían una y otra vez: ―El señor Christakos vendrá. ―El señor Christakos está en camino. ―El señor Christakos lo resolverá. Que Aristo viniera no era ningún consuelo para ella, lo esperaba porque eso fue, lo que el hombre que tenía a sus hijas le dijo que hiciera. Y ella haría cualquier cosa que le diera la más mínima oportunidad de rescatar a sus bebés. Samantha se mantuvo rígida esperando, no podía moverse porque si no se derrumbaría, ya lo había hecho cuando la niñera entró gritando
Aristo salió de la habitación después de darle la noticia de lo ocurrido con Demetrios, Samantha pensó que debería sentir lástima por él, pero no podía. ¿Cómo sentirla por el hombre que destruyó su vida? Estaba convencida de que su suegro fue la mente detrás de la trampa de Alec. El la odiaba por haberse casado con Aristo, por atreverse a pensar que era lo suficientemente buena para su hijo. Durante el tiempo que vivió en su casa soportó humillaciones y desprecios por parte de su suegro. Sam pensaba que Demetrios era tan poderoso que desde una silla de ruedas podía orquestar el secuestro de sus hijas. El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Samantha se quedó paralizada un momento, un minuto después reaccionó, se levantó corriendo hasta el estudio donde la policía había instalado un dispositivo de rastreo. Uno de los guardaespaldas de Aristo estaba parado en la puerta, y quiso impedirle el paso. Sam gritó y lo pateó en la espinilla tomándolo desprevenido, tomó la perilla y
Aristo había tenido un día muy ajetreado. Después de la pelea con Sam tuvo que ir al banco a retirar el dinero para entregarlo a los secuestradores. Por exigencias de estos no podía haber intermediarios, debía ser él en persona el que lo entregara y debía hacerlo solo. Flavián se había opuesto y lo siguió en una moto a una distancia prudencial. Aristo no supo si los secuestradores se dieron cuenta de que su jefe de seguridad lo seguía porque fueron cinco las veces que una vez que llegaba al lugar de la entrega señalado, le daban instrucciones para que se dirigiera a otro lugar. Al final había puesto el dinero dentro del vagón de un tren de carga y lo había visto partir. En ese momento lo que les quedaba era esperar que les enviaran la dirección del lugar donde debían buscar a las niñas, y de acuerdo con el último mensaje de los secuestradores eso sería en algunas horas. De regreso a la residencia de su esposa comenzó a buscarla y no la encontró en ninguna parte, con el ceño fruncido
En el avión se reinaba un tenso silencio entre Aristo y Samantha. El único sonido que se escuchaba en la cabina era la suave conversación entre Flavián y Joy que estaban sentados en los últimos puestos del avión. Su amiga la acompañaría un par de día, para ver a las niñas y probablemente acompañarla de regreso a su casa. Joy amaba a las gemelas y necesitaba asegurarse que estaban bien antes de regresar a España para la gira en la que estaba trabajando. Samantha estaba decidida a tomar a sus hijas y volver a su casa en Londres, por nada del mundo se quedaría en la casa del Demetrios, aunque ella ya no fuera la chica tonta del pasado que se dejaba apabullar por su suegro y por el personal del servicio. Quería a las gemelas lejos de la presencia maligna de su abuelo. Por su culpa, sus hijas no podían disfrutar de su padre y ella había perdido al hombre que amaba y eso era algo que nunca le podría perdonar a su suegro. ―No me quedaré en la casa de tu padre, hoy dejaré descansar a mis hi
―¡Oh, por Dios! ―exclamó Samantha al ver como la enfermera de Demetrios corría hacía Aristo que permanecía inconsciente sentado en el piso. ―Eunice. ¿Qué tiene mi hijo? ―preguntó Demetrios con preocupación. La enfermera le tomó las constantes vitales y con el ceño fruncido respondió: ―Tiene una pequeña partitura en la cabeza, pero nada que justifique un desmayo sería bueno llevarlo a hacerle una tomografía por prevención. ―Aristo no soporta ver sangre, más si es la suya ―respondió Demetrios ―Aprovecha y cose su herida mientras está inconsciente, Eunice. ―No creo que haga falta tomarle puntos, señor Demetrios, le pondré una sutura adhesiva e intentaré despertarle, si no lo hace, le pediré al señor Flavián que lo lleve al hospital. La enfermera salió de la habitación para buscar su maletín y curar a Aristo ―Es la primera vez que Ady le lanza algo a una persona ―dijo Samantha preocupada mirando a sus niñas que seguían en sus brazos. En el fondo estaba aterrada de que la violencia