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Capítulo 4 Un reencuentro inesperado

El avión de Aristo aterrizó en Louisville a las once de la mañana. Su dueño estaba impaciente, había perdido un día por la tormenta y desde lo de Alec no le gustaba alejarse mucho de su hogar y dejar a su padre solo, pero necesitaba llevar de nuevo a Samantha a Grecia. Era su esposa y no iba a permitir que lo dejara, para él estaban atados de por vida.

―Tardaremos una hora en llegar a la dirección que nos dio el investigador, está bastante lejos, Fedora contrató un auto con chofer para llevarnos ―dijo Flavián a medida que descendían las escaleras del avión para adentrarse en el pequeño aeropuerto de Louisville.

―Si la distancia es tanta, ¿Por qué no alquiló un helicóptero?

―No hay un helipuerto cerca de la casa de Samantha, aunque parezca una ciudad, esto no es más que un pueblo grande.

Aristo gruñó una respuesta.

«Al menos el coche es grande y cómodo», pensó instalándose en el asiento trasero, Flavián entró después de él y uno de los guardaespaldas que le acompañaban se subió al asiento del copiloto. Esperaba que Samantha se encontrara en la casa, no tenía más información que la que le proporcionó el investigador quizás si no lo hubiese despedido en ese momento tuviera más información de lo que iba a encontrar al llegar a la casa. Esperaba no encontrarse con algún novio o amante de Samantha, odiaba ir tras ella, pero tampoco le permitiría salirse con la suya. No habría divorcio porque él no hizo acuerdo prenupcial y no le permitiría quedarse con parte de su fortuna. Se había enamorado de la mujer que creyó que era Samantha y como un tonto obvió el acuerdo. No temía por la herencia Christakos porque su padre era el dueño de la mayor parte de las acciones de los negocios y de eso Samantha no podía reclamar nada.

Una hora más tarde el chofer les indicó que estaban llegando a la calle donde vivía su esposa. Flavián y el conductor miraban los números de las casas, buscando el que tenían apuntado. Aristo se dedicó a inspeccionar la calle y pensó que no era lo que esperaba. Las casas eran pequeñas y de un vecindario de clase media, con niños jugando en las calles y jardines llenos de juguetes. Al final de la calle un miniván blanco más lujoso que la mejor de las casas de ese lugar salió de un estacionamiento, giró en la dirección en la que ellos venían y pasó por su lado. Estaba decorado con lazos rosas y tenía pintado en una de las ventanas “Bienvenidas, Ady y Aly”. ¡Gemelas! Aristo sonrió con nostalgia, su infancia con un hermano que tenía su misma edad y una cara igual a la suya fue bonita y divertida. Nada que ver con la distancia y el rencor que manejaron de adultos.

Al llegar a su destino, Aristo se dio cuenta de que la casa donde vivía su esposa era la misma de donde había salido el miniván. Se bajó del coche y con impaciencia tocó el timbre. Nadie abrió la puerta.

―¿Viste al conductor del miniván? ¿Iba Samantha dentro?

―No, era una mujer joven, pero no era Samantha, por lo que pude apreciar iba sola.

Aristo siguió tocando el timbre con insistencia, una sonrisa malvada afloró a su rostro cuando sintió algo caerse dentro de la casa y escuchó una voz familiar que gritó.

―Ya voy, ya voy. ¡Dejen de tocar el maldito timbre!

No podía esperar ver la cara de sorpresa de Samantha cuando se diera cuenta de la había encontrado, ese pensamiento le dio mucha satisfacción.

***

Samantha se sentía físicamente destruida, no sabía si era por el cambio del ambiente controlado del hospital a la casa, pero las bebés casi no habían dormido la noche anterior. En la madrugada había logrado un par de horas de sueño cuando las llevó a su cama y las dejó comer libremente. Cuando una lloraba le metía el pecho en la boca para callarla. En la mañana se sintió la peor madre del mundo, pudo haberlas aplastado o pudieron haberse ahogado si hubiesen vomitado. Joy estuvo con ella hasta medianoche, a esa hora la mandó a dormir. A pesar de que al día siguiente era sábado, su amiga debía en la mañana dar clases de danza a un grupo de niñas y en la noche bailar en un musical que se presentaba en el teatro de la ciudad.

Joy se marchó muy temprano cuando ella aún dormía, al llegar al mediodía se encontró a Samantha al borde de las lágrimas, adolorida y sin haberse duchado. Su amiga se ocupó de las niñas mientras Sam se bañaba, vestía y comía algo puso a cada beba en su portabebés y las llevó a la camioneta.

―Daré unas vueltas con ellas una hora, Sam, ve a dormir, te aseguro que iré despacio y no me alejaré mucho de la zona, tú necesitas descansar.

―¿Y si lloran? ―peguntó Samantha al borde las lágrimas.

―No creo que lo hagan, al parecer les gusta pasear en coche y si lloran me regreso.

―Pero tú también necesitas descansar.

―Lo haré cuando regrese y hayas dormido algo.

―Joy, gracias, eres mejor amiga de lo que merezco.

―No digas eso, mereces lo mejor del mundo. Anda, ahora ve a dormir mientras paseo a las princesas en la carroza bonita, que su madrina les compró con la varita negra de plástico.

Su mejor amiga le había comprado un miniván de lujo con la tarjeta de Aristo.

Samantha ni siquiera pudo reírse del chiste, se arrastró a la cama y se durmió de inmediato.

El sonido insistente del timbre la sacó de un profundo sueño. ¿Quién demonios se atrevía a despertarla? La falta de sueño la tenía de muy mal humor, si algo no podía soportar era no poder dormir, así que, quien haya sido el culpable de que en ese momento tuviera que levantarse se iba a arrepentir. Como pudo se puso en pie, caminó con los ojos cerrados y el ceño fruncido, al pasar por la barra de la cocina, sus manos tumbaron el plato que había dejado allí después de comer. ¡Maldición! Tenía tanto sueño que ni lo lavó.

―Ya voy, ya voy. ¡Dejen de tocar el maldito timbre! ―gritó con furia.

Llegó a la puerta de entrada tocando porque aún le costaba abrir los ojos, abrió la puerta para insultar a quien se atrevió a despertarla, sin embargo, no podía ni abrir los ojos para ver quien era. Una voz aterradora y conocida la obligó a despertar.

―¿Samantha? ―preguntó Aristo con confusión al ver el deplorable estado en el que se encontraba su esposa.

―¡Tú!

Su rabia se fue de inmediato y una sensación de miedo se apoderó de ella, de nuevo su cuerpo se resistió a tanto estrés e hizo lo mismo que la última vez que vio a su esposo:  se desmayó a sus pies.

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