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Capitulo 3 Lo que es mío, es mío para siempre

¡Seis días! Seis días tenía hospitalizada por la cesárea y si tenía suerte le darían el alta al día siguiente, ¿A quién se le ocurría tenerla tantos días en el hospital después de haber dado a luz? Aunque ella no se marcharía si no les entregaban a sus hijas. Las bebés habían estado en incubadora hasta el día anterior porque Adrienne necesitó ayuda para respirar y Althea vomitaba todo lo que ingería. Sin embargo, ella estaba bien, podía quedarse en la sala de espera todo el día y no en una cama que costaba una millonada

Samantha estaba a punto de llorar, le dolía la herida, tenía los pechos a reventar y le estaban cobrando la factura del hospital. La cuenta era tan alta que necesitaría trabajar tres vidas para pagarla.

 ―¿No pueden fraccionarte la cuenta del hospital? ¿Qué la pagues en cómodas cuotas? ―preguntó Joy

―Sí, pero las cuotas son tan altas que no sé sí puedas pagarlas. Al menos que no coma en tres años que es el plazo máximo ―explicó Sam.

―Quisiera tener dinero para poder ayudarte ―dijo Joy con la cara de pesar.

―Lo sé, Joy, es mucho lo que haces por nosotras. No te preocupes, voy a pasar la tarjeta de Aristo, si tengo suerte y pasa, a lo mejor no se da cuenta. Tiene tanto dinero y viven con tanto lujo que es probable que ni se entere ―explicó Sam tratando de mentirse a sí misma.

―¿Tú crees?

―No, pero igual lo haré, mis hijas merecían la mejor atención médica y no iba a permitir que las pasaran a otro hospital con menos ventajas. Alcánzame mi bolso, por favor.

Joy se lo pasó y quedó esperando a que Sam sacara lo que necesitaba. La vio abrir su tarjetero y extraer una tarjeta de crédito negra.

―Toma, ve a pagar hasta la caja, pregunta por mi cuenta y paga con esta tarjeta, por favor.

―Sam ya que vas a usar la tarjeta, ¿podría ir a la tienda y comprarles a las bebés las cosas que le hacen falta?

Samantha la miró, no había querido usar la tarjeta de Aristo, pero en ese momento no tenía otra opción, además, sus hijas necesitaban un montón de cosas que ella no podría comprarles. «Igual si la uso o no, va a pensar que soy una aprovechada al ver el monto de la cuenta del hospital» pensó. Tenía que confesarse que le importaba mucho lo que Aristo pensara, pero sus hijas estaban primero y su bienestar estaba por encima de cualquier cosa, hasta por encima de su orgullo. Sacó de su bolso una lista que había hecho con todo lo que aún le faltaba comprar.

―Ve y compra todo lo que hay en lista.

Estaba hecho, sabía que pronto tendría noticias de Aristo, o de sus abogados, mejor dicho, pero no había nada más que pudiera hacer. Cuando la contactaran firmaría el divorcio sin nombrar a sus hijas y sin pedir ninguna compensación económica.

Cerraría ese capítulo de su vida y no miraría atrás, no expondría a sus hijas ante un padre que no las querría, que dudaría todo el tiempo de su paternidad. El pedestal donde tenía puesto a Aristo se derrumbó cuando despertó sola en esa habitación del hotel, y se dio cuenta de que se había desmayado y él la había dejado allí, tirada en el piso. Sola e indefensa, a merced de cualquiera que le quisiera hacer daño. Ningún hombre honorable por muy furioso que estuviera dejaría a su esposa indefensa.

En ese momento lo único que quería de Aristo era que pagara la deuda del hospital, los demás gastos de sus bebés correrían por su cuenta, sabía que trabajando duro podría criar a sus hijas.

***

―Aristo, la hemos encontrado, desde ayer tu esposa está usando su tarjeta de crédito en Louisville, Kentucky ―informó Flavián, su jefe de seguridad.

La furia llenó las facciones de Aristo Christakos, al fin había aparecido. Sabía que era cuestión de tiempo, que tarde o temprano usaría la tarjeta de crédito, o la de débito de la cuenta que él abrió a su nombre, por eso nunca las bloqueó. Seis meses buscando a la infiel de su esposa, pero era como buscar una aguja en un pajar. Aristo no conocía su número de seguridad social y sin eso, era casi imposible encontrarla en los Estados Unidos. Sabía que había huido a ese país porque compró el pasaje con esa tarjeta y sacó dinero de su cuenta en la taquilla del aeropuerto. Desde entonces no volvió a usar ninguna de las dos tarjetas que le dio. A pesar de que contrató detectives privados para buscarla, lo hicieron en los lugares incorrectos, comenzaron por Las Vegas donde la conoció y después continuaron la búsqueda por todos los pueblos de Michigan porque él no podía recordar con exactitud el nombre del pueblo donde ella vivía. Hasta encontraron a su padrastro, pero el hombre dijo no saber nada de ella, y aunque lo vigilaron no hubo rastros de Samantha.

―Preparen el avión, esta noche volaremos a Kentucky ―Ordenó Aristo a Fedora, su asistente.

―Sí, señor ―respondió la joven antes de salir y dejar solo a los hombres.

―Aristo, el monto de los consumos de la tarjeta se ha ido incrementando con el paso de las horas ¿Quieres que pida al banco que la bloqueé?

―¿Se ha comprado una casa? ¿Ha gastado un millón de dólares?

―No, está muy lejos de esa cifra.

―Déjala entonces, si le bloqueo la tarjeta sabrá que he estado pendiente de sus movimientos y podría huir de nuevo. Y no quiero estar persiguiéndola por todo el país, ella volverá con nosotros cuando regresemos y no deseo perder tiempo. En dos días estaremos de regreso ―afirmó con seguridad.

―¿Y si se niega a volver? ―preguntó Flavián.

―Mi esposa ama el dinero, si la amenazo con dejarla sin nada, volverá.

―Después de lo que hizo pensé que te divorciarías ―comentó Flavián.

Tras tantos años a su servicio, Aristo consideraba a su jefe de seguridad un amigo, sin embargo, la pregunta le molestó. Flavián bajó la mirada consciente de que debió quedarse callado. Una de las cosas de las que no podía hablar con Aristo era de su esposa.

―Lo que es mío, es mío para siempre, Samantha es mi esposa así sea en las malas, me pertenece.

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