―No necesito una enfermera ―afirmó Samantha con voz dura. ―Te desmayaste ayer, estás pálida, necesitas reposo y alimentarte, si tus amigas no están contigo te excederás con el cuidado de las niñas, y no puedes pretender que te cuiden en todo momento, que yo sepa deben trabajar. ―Estaré bien, Flavián, estoy acostumbrada a arreglármelas por mí misma, desaparece y mi vida volverá a la normalidad. ―Sabes que no puedo hacer eso, Aristo me ordenó que me quedara contigo, que contratara una enfermera para ti y dos niñeras… ―Ninguna niñera se acercará a mis bebés, dile a Aristo que no acepto que me imponga niñeras, son mis hijas y yo las atenderé. ―Entonces acepta al menos la enfermera, si no tendré que quedarme contigo y cuidarte yo y eso creo que te gustará menos. Samantha soltó un bufido nada femenino. ―Si no cedes en algo tendrás a Aristo de regreso más pronto de lo que te imaginas. Pensar en un nuevo enfrentamiento la puso nerviosa, prefería mil veces tratar con Flavián. ―Está bi
Londres, tres años después. Samantha Lo estaba esperando. Sentada en el sofá del salón de su casa en Hyde Park, la joven permanecía inmóvil, esperando. Sus ojos puestos en el patrón de la alfombra que cubría su piso. Contaba una y otra vez las figuras, era la única forma que tenía de no perder el control. El murmullo de voces a su alrededor era como un zumbido a sus oídos. Escuchaba las voces y el llanto a su alrededor, pero sin dejar que penetrara en su cerebro. Las personas a su alrededor le repetían una y otra vez: ―El señor Christakos vendrá. ―El señor Christakos está en camino. ―El señor Christakos lo resolverá. Que Aristo viniera no era ningún consuelo para ella, lo esperaba porque eso fue, lo que el hombre que tenía a sus hijas le dijo que hiciera. Y ella haría cualquier cosa que le diera la más mínima oportunidad de rescatar a sus bebés. Samantha se mantuvo rígida esperando, no podía moverse porque si no se derrumbaría, ya lo había hecho cuando la niñera entró gritando
Aristo salió de la habitación después de darle la noticia de lo ocurrido con Demetrios, Samantha pensó que debería sentir lástima por él, pero no podía. ¿Cómo sentirla por el hombre que destruyó su vida? Estaba convencida de que su suegro fue la mente detrás de la trampa de Alec. El la odiaba por haberse casado con Aristo, por atreverse a pensar que era lo suficientemente buena para su hijo. Durante el tiempo que vivió en su casa soportó humillaciones y desprecios por parte de su suegro. Sam pensaba que Demetrios era tan poderoso que desde una silla de ruedas podía orquestar el secuestro de sus hijas. El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Samantha se quedó paralizada un momento, un minuto después reaccionó, se levantó corriendo hasta el estudio donde la policía había instalado un dispositivo de rastreo. Uno de los guardaespaldas de Aristo estaba parado en la puerta, y quiso impedirle el paso. Sam gritó y lo pateó en la espinilla tomándolo desprevenido, tomó la perilla y
Aristo había tenido un día muy ajetreado. Después de la pelea con Sam tuvo que ir al banco a retirar el dinero para entregarlo a los secuestradores. Por exigencias de estos no podía haber intermediarios, debía ser él en persona el que lo entregara y debía hacerlo solo. Flavián se había opuesto y lo siguió en una moto a una distancia prudencial. Aristo no supo si los secuestradores se dieron cuenta de que su jefe de seguridad lo seguía porque fueron cinco las veces que una vez que llegaba al lugar de la entrega señalado, le daban instrucciones para que se dirigiera a otro lugar. Al final había puesto el dinero dentro del vagón de un tren de carga y lo había visto partir. En ese momento lo que les quedaba era esperar que les enviaran la dirección del lugar donde debían buscar a las niñas, y de acuerdo con el último mensaje de los secuestradores eso sería en algunas horas. De regreso a la residencia de su esposa comenzó a buscarla y no la encontró en ninguna parte, con el ceño fruncido
En el avión se reinaba un tenso silencio entre Aristo y Samantha. El único sonido que se escuchaba en la cabina era la suave conversación entre Flavián y Joy que estaban sentados en los últimos puestos del avión. Su amiga la acompañaría un par de día, para ver a las niñas y probablemente acompañarla de regreso a su casa. Joy amaba a las gemelas y necesitaba asegurarse que estaban bien antes de regresar a España para la gira en la que estaba trabajando. Samantha estaba decidida a tomar a sus hijas y volver a su casa en Londres, por nada del mundo se quedaría en la casa del Demetrios, aunque ella ya no fuera la chica tonta del pasado que se dejaba apabullar por su suegro y por el personal del servicio. Quería a las gemelas lejos de la presencia maligna de su abuelo. Por su culpa, sus hijas no podían disfrutar de su padre y ella había perdido al hombre que amaba y eso era algo que nunca le podría perdonar a su suegro. ―No me quedaré en la casa de tu padre, hoy dejaré descansar a mis hi
―¡Oh, por Dios! ―exclamó Samantha al ver como la enfermera de Demetrios corría hacía Aristo que permanecía inconsciente sentado en el piso. ―Eunice. ¿Qué tiene mi hijo? ―preguntó Demetrios con preocupación. La enfermera le tomó las constantes vitales y con el ceño fruncido respondió: ―Tiene una pequeña partitura en la cabeza, pero nada que justifique un desmayo sería bueno llevarlo a hacerle una tomografía por prevención. ―Aristo no soporta ver sangre, más si es la suya ―respondió Demetrios ―Aprovecha y cose su herida mientras está inconsciente, Eunice. ―No creo que haga falta tomarle puntos, señor Demetrios, le pondré una sutura adhesiva e intentaré despertarle, si no lo hace, le pediré al señor Flavián que lo lleve al hospital. La enfermera salió de la habitación para buscar su maletín y curar a Aristo ―Es la primera vez que Ady le lanza algo a una persona ―dijo Samantha preocupada mirando a sus niñas que seguían en sus brazos. En el fondo estaba aterrada de que la violencia
El ruido del helicóptero despertó a Samantha de un profundo sueño, nerviosa se levantó de la cama y corrió a abrir la puerta de la habitación de las gemelas. Estaba segura de haberla dejado abierta la noche anterior cuando Maria le pidió que le permitiera quedarse a dormir con las niñas, tenía miedo de perder su empleo, además se notaba que la señora necesitaba descansar. Y era cierto, Sam casi no se tenía en pie, miró a las bebas dormían plácidamente en la cuna, una pegada a la otra por lo que accedió a recostarse un rato para intentar dormir un poco. El estrés y el cansancio de los días anteriores la vencieron y cayó en un sueño profundo. Se duchó con mucha rapidez, rebuscó en su armario la ropa de solía usar en Londres, su ropa de mamá como le decía Joy. Localizó un pantalón vaquero y una camiseta, se calzó unos zapatos cómodos y bajó a buscar a sus niñas. Cuando la puerta del ascensor se abrió se encontró con una de las doncellas. ―Buenos días. ¿Dónde están mis hijas? ―Buenos
Sam levantó una pierna y giró sobre su eje y volvió a tener la sensación de que alguien la miraba, lo que podía decirse que era normal porque era bailarina en uno de los casinos más grandes de Las Vegas, sin embargo, el cosquilleo que sintió en todo el cuerpo no era normal y le había sucedido las tres últimas noches. En el año que llevaba bailando para el MGM Grand Las Vegas nunca se había sentido de esa manera. Ese espectáculo era nuevo, y ella que era solo una más del montón de chicas que bailaba en las grandes producciones, pasó a tener protagonismo de la noche a la mañana. Para el papel se necesitaba a una bailarina pequeña, rubia y con cara de inocente para que encarnara a la joven chica acechada por el mal. El coreógrafo del espectáculo decía de Sam tenía la capacidad de hacer que el público quisiera protegerla y era eso lo que le hacía adecuada para el papel. Agradeció que el número terminara, estaba agotada, pero no podía quejarse porque en ese momento estaba ganando dinero s