Llamarlo es una locura, pero...

En fin, aquella noche en que se sentía toda una princesa y que incluso, había decidido que lo femenino sí le sentaba bien, Alec no le dijo nada. No es que esperara horas y horas de un inagotable discurso sobre su exquisita belleza, pero anhelaba al menos algún tipo de comentario agradable sobre su vestido o su maquillaje, pero solo recibió un silencio tan frío, que parecía capaz de helarle la sangre.  

Realmente quería pedirle que detuviera el auto para subirse a un taxi y regresar a casa, pero era joven e ingenua. Su corazón pesaba más que la razón y ahora sabía que no debió ser así. 

Al llegar al restaurante bajó sin esperar por ella, lo que incluso sorprendió al joven que aguardaba para estacionar el auto.  Y en su mirada vio la clase de pena y compasión que sentimos al mirar a una mujer agredida por su esposo.  

O a un cachorrito herido.

Emi le dio alcance cuando ya estaba sentado en la mesa y aguardó en silencio, porque de verdad que no entendía que había sucedido para que cambiara tan drásticamente. Y la estocada final llegó cuando mientras cenaban, le preguntó si no había forma de que dejara de ser tan masculina, porque si de verdad quería que la incluyera en su vida y en su mundo, debía parecer una mujer y no un adolescente. Porque de acuerdo con lo que él pensaba, los deportes de extremo no le iban.  

—Quisiera una mujer, Emi. Sigues siendo un pobre chico jugando a ser mujer. En mí círculo social, abundan las damas con clase, y no te veo así.  

Esa noche, le arrojó el vino encima y salió a la calle. Un auto la golpeó y aunque no pasó de una conmoción leve, Emi vio en sus ojos la pena, el dolor y el arrepentimiento. Lo curioso de todo aquel momento, fue que descubrió algo demasiado increíble, Alec la había visto antes, cuando era una niña.  

Sus sueños sobre alguien rescatándola no eran producto de su imaginación, eran recuerdos reales.   

Había pensado que se conocieron en la oficina de su padre, pero lo cierto era que le había visto varias veces a lo largo de su infancia. Cuando tenía cinco años y cayó de su bicicleta, fue Alec el hombre que estuvo a su lado, quien la recogió del suelo y la consoló.  

A los nueve cuando cayó al suelo mientras practicaba fútbol en el jardín, la llevó al hospital y luego, de nuevo a los doce años cuando unos matones del barrio iban tras ella, apareció y les hizo huir para luego decirle que siempre la protegería. Pero no había sido sino hasta que el auto la arrolló que los recuerdos volvieron a ella.  Y resultaba raro que no hubiese envejecido nada de nada.

En aquel momento, rodeada de testigos, cuando aún estaba enojada y a eso, había que añadirle dolor y vergüenza, Alec quiso que hablaran, pues de alguna forma comprendió que él ya sabía que ella lo recordaba todo, pero no lo dejó, no lo quería cerca.

 Aquella no había sido la forma en que imaginó que la noche acabaría y mientras las lágrimas caían por sus mejillas, Alec se veía furioso.  

El técnico de emergencias miraba sus lágrimas y asumiendo que todas se debían al dolor de cabeza que tenía, le aseguró que pronto llegarían al hospital y que ahí le darían algo para que se sintiera mejor, pero ningún tipo de medicamento aliviaría esa quemazón asfixiante que rasgaba sin compasión su corazón. 

Una vez en el centro médico Alec tomó el control, en parte lo notaba asustado, para él era imperioso saberla bien, pero por otra parte, asumía un papel de macho alfa, dando órdenes a diestra y siniestra, como si fuese el amo y señor de todo el lugar.  

—¿Te duele mucho?  

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