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CAP 2 - Recuerdo desde el monte Monteluce

Luna miraba el techo de su pequeña habitación, incapaz de conciliar el sueño. La imagen del hombre herido seguía rondando su mente. Había algo en la forma en que sus ojos la habían buscado, como si quisiera grabar su voz y su rostro en su memoria antes de perder el conocimiento. Pero más allá de eso, había algo que la perturbaba: ¿qué hacía un hombre como él en un barrio tan peligroso?

Cerró los ojos, intentando apartar esos pensamientos, pero en lugar de encontrar calma, los recuerdos de su padre comenzaron a llenar su mente.

Era una tarde soleada cuando ambos subieron juntos al cerro Monteluce. Su padre siempre decía que ese lugar tenía un nombre tan elegante como las vistas que ofrecía. Desde allí, podían ver la ciudad extendiéndose como un tapiz interminable, con los rayos del sol tiñendo todo de tonos dorados y naranjas.

—Algún día, todo esto será tuyo, pequeña estrella —le había dicho su padre, señalando hacia el horizonte.

Luna había reído, creyendo que se refería al paisaje, pero él había sacudido la cabeza, sonriendo con esa ternura que siempre lo caracterizaba.

—No, Luna. Hablo de un legado más grande. Mi empresa, mi trabajo, todo lo que he construido es para ti. Quiero que tengas un futuro brillante, lleno de oportunidades.

Ella lo había mirado con los ojos llenos de admiración. Para Luna, su padre era un gigante, un hombre que podía lograrlo todo. Pero apenas unos meses después, ese mundo perfecto se derrumbó.

El accidente fue repentino, devastador. Una mañana, su padre salió de casa para una reunión importante y nunca regresó. Luna todavía recordaba el silencio que siguió a la noticia, el peso aplastante de la pérdida.

Después del funeral, su tía Rosa apareció con documentos en la mano, asegurando que su hermano le había confiado todo: la casa, la empresa, y por supuesto, la tutela de Luna. En aquel entonces, Luna solo tenía doce años. Era demasiado joven para cuestionar lo que ocurría, demasiado asustada para entender las implicaciones de lo que su tía decía.

Ahora, ocho años después, esas palabras seguían resonando en su mente.

—Todo lo hago por ti, Luna. ¿No es eso lo que tu padre hubiera querido?

Pero Luna sabía que su padre no habría querido esto. No habría querido que se convirtiera en una sirvienta en su propia casa, trabajando día y noche mientras su tía y sus primas vivían de los frutos de su esfuerzo.

Se levantó de la cama y caminó hacia la pequeña ventana de su cuarto, desde donde podía ver las luces lejanas de la ciudad. En algún lugar ahí abajo, su padre había dejado un legado que no le pertenecía a ella, al menos no oficialmente.

Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos.

—¡Luna! —gritó su tía Rosa—. ¿Ya lavaste los vestidos de tus primas?

—Sí, tía. Están secándose —respondió, intentando mantener la calma.

—Pues baja ahora mismo y limpia la sala. Tenemos visita mañana, y no quiero que la casa luzca como un desastre.

Luna apretó los puños, pero no dijo nada. Sabía que cualquier respuesta solo empeoraría las cosas.

Mientras bajaba las escaleras, su mente volvió al cerro Monteluce. En secreto, todavía subía allí de vez en cuando, buscando un momento de paz entre todo el caos de su vida. Era su refugio, el único lugar donde podía sentirse cerca de su padre.

Esa noche, mientras limpiaba la sala bajo la mirada crítica de su tía, Luna hizo una promesa silenciosa: encontraría una forma de salir de allí. No sabía cómo ni cuándo, pero lo haría.

Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Alessandro Moretti —el hombre al que Luna había salvado— despertaba en una habitación de hospital. Su brazo estaba vendado, y una enfermera lo observaba con atención mientras revisaba sus signos vitales.

—Tuvo suerte, señor Moretti —le dijo—. La bala no tocó ningún órgano vital.

Alessandro no respondió. Su mente estaba ocupada con otra cosa: la voz de la mujer que lo había salvado y el destello de su collar en forma de media luna.

—¿Quién era ella? —murmuró, más para sí mismo que para la enfermera.

—¿Perdón? —preguntó la mujer, sin comprender.

—La chica que me ayudó. Quiero encontrarla.

La enfermera lo miró con curiosidad, pero no dijo nada.

Alessandro cerró los ojos, recordando la sensación de haber estado al borde de la muerte y la extraña calma que esa mujer desconocida le había transmitido. No sabía quién era ni de dónde había salido, pero estaba decidido a averiguarlo.

DIAS DESPUES..

El eco de los pasos de Alessandro resonaba en el pasillo mientras caminaba hacia el despacho de su padre. Aunque todavía sentía una leve punzada en el brazo, se había negado a quedarse más tiempo en el hospital. Había cosas más importantes que atender, y lo primero en su lista era enfrentar a su padre.

Empujó las puertas de madera maciza con fuerza, sin molestarse en esperar una invitación. Dentro, su padre, Vittorio Moretti, estaba sentado tras un escritorio imponente, rodeado de columnas de mármol y muebles que gritaban lujo.

—Alessandro, esperaba que llegaras —dijo Vittorio sin levantar la vista de unos documentos—. ¿Cómo está tu brazo?

—No estoy aquí para hablar de mi salud —respondió Alessandro con frialdad, cerrando la puerta tras de sí—. Estoy aquí porque escuché que intentas dictar mi vida nuevamente.

Vittorio levantó la mirada, sus ojos oscuros brillando con autoridad.

—No intento dictar nada. Solo estoy asegurando el futuro de esta familia, algo que tú pareces ignorar constantemente.

Alessandro se cruzó de brazos, plantándose frente al escritorio.

—¿A qué te refieres esta vez?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. Es hora de que te cases, Alessandro. No eres un niño, y nuestra familia necesita estabilidad.

—¿Estabilidad? ¿O un contrato comercial disfrazado de matrimonio?

Vittorio se levantó, ajustándose la chaqueta mientras rodeaba el escritorio para enfrentarlo cara a cara. Era un hombre alto, con una presencia imponente que había intimidado a muchos, pero no a su hijo.

—No hables como si no entendieras cómo funcionan las cosas. El matrimonio siempre ha sido una herramienta para fortalecer alianzas, y tú tienes un deber con esta familia.

—¿Y quién es la afortunada esta vez? —preguntó Alessandro con sarcasmo.

—Isabella Montanari.

Alessandro frunció el ceño. Conocía a Isabella desde la infancia. Era hija de una de las familias más ricas de Italia, y aunque nunca habían sido cercanos, sabía que siempre lo había visto como algo más que un amigo.

—Isabella es perfecta para ti —continuó Vittorio—. Es hermosa, inteligente, y su familia está dispuesta a fusionar sus negocios con los nuestros.

—No estoy interesado —respondió Alessandro con firmeza.

—No es una elección, Alessandro. Es una obligación.

El silencio entre ambos era tan tenso que podía cortarse con un cuchillo. Finalmente, Alessandro dio un paso atrás y habló con calma.

—Haré lo que sea necesario para esta familia, pero no me casaré con alguien que no amo.

Vittorio lo observó por un largo momento antes de asentir lentamente.

—Muy bien. Pero recuerda esto: el tiempo no está de tu lado. Si no tomas una decisión pronto, la tomaré por ti.

Alessandro salió del despacho sin decir una palabra más. En cuanto la puerta se cerró tras él, dejó escapar un suspiro, sintiendo cómo el peso de las expectativas de su padre seguía presionándolo.

Horas más tarde, Alessandro se encontraba en su oficina, revisando una pila de propuestas de inversión. Sin embargo, su mente estaba en otro lugar. Los recuerdos de la noche anterior lo acosaban: la chica que lo había salvado, su voz, el collar en forma de media luna.

Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos.

—Adelante —dijo sin levantar la vista.

Su asistente personal, Marco, entró con una carpeta en la mano.

—Señor Moretti, la empresa de textiles que mencionó está lista para la adquisición. Solo necesita firmar los documentos.

—Perfecto —respondió Alessandro, tomando la carpeta.

—¿Seguro que desea proceder? La compañía está en números rojos. Será una inversión arriesgada.

Alessandro sonrió ligeramente.

—Los riesgos son parte del juego, Marco. Además, tengo un presentimiento sobre esta empresa.

Firmó los papeles con decisión, cerrando el trato en cuestión de minutos. Sin saberlo, acababa de convertirse en el dueño de la empresa donde Luna trabajaba, un movimiento que cambiaría sus vidas para siempre.

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