LOS CABOS (4)

Rosella Bellini bajó del avión a las 12:06 pm. Se dirigió rápidamente a la sala donde se vería con Sebastián Costa a su llegada. La Terminal 2 para llegadas Internacionales estaba atestada de personas procedentes de Europa. Rosella buscó entre la multitud, pero no había indicio alguno de su amigo. Llevaba dos pesadas maletas que le dificultaban aún más la tarea. Sabía, de antemano, que el Aeropuerto no se encontraba en Cabo San Lucas, sino en la ciudad vecina de San José del Cabo, unos 30 km de su destino final. Intentó llamar sin éxito al móvil de Costa, y tras agotar el tiempo máximo de espera que ella misma se había autoimpuesto, decidió salir y tomar algún servicio de taxi que pudiera llevarla al Breathless de Los Cabos.

Alta y guapa como era, recibió algunos piropos de parte de los nacionales, algunos más educados que otros. Rosella no comprendía muy bien el español, pero si alcanzó a descifrar algunas palabras que le disgustaron.

Mientras salía, pensó en llamar nuevamente a Costa, pero la idea de que su teléfono pudiera estar siendo rastreado de alguna manera, hizo que desistiera.

 Rosella ya había viajado sin su marido en otras ocasiones, y gustaba de coleccionar objetos que compraba de cada ciudad que visitaba, en su armario tenía un precioso Kimono japonés verde jade, tenía también un par de trajes típicos de la última vez que estuvo en México, un Vino blanco de edición limitada comprado en España para degustación personal, entre otras cosas. Cuando su marido no la acompañaba, viajaba en compañía de alguna de sus amigas o de su madre; ella (su madre) había muerto hace poco y sus amigas cada vez se distanciaban más, como si ella tuviese alguna enfermedad que temieran contagiarse. Su marido, Leone Bellini no veía con buenos ojos los viajes de su esposa sin un acompañante y le habría prohibido que lo hiciera, así que Rosella tomó el dinero de su cuenta bancaria particular, una cuenta que ella se había esforzado por mantener lejos y secretamente oculta de su marido, y emprendió el viaje primero a Paris, una ciudad que ella amaba y que le traía muy buenos recuerdos de su niñez.

Al tiempo que ella dibujaba a carboncillo la torre Eiffel desde el campo Marte se enteró, gracias a una llamada de su esposo, que una división particularmente violenta de la Familia Di Tella buscaba a Sebastián Costa por haber “desgraciado la vida” de uno de los miembros más poderosos de dicha organización. Y aunque Rosella preguntó en concreto cual había sido la falta, Leone Bellini se había negado a dar más detalles, pues sus superiores le habían prohibido dar más información, incluso a ella. Luego de colgar la llamada, Rosella marcó al móvil de Costa y él le confió que se hallaba en la ciudad de los Cabos en México. Fue así como ella decidió emprender el transoceánico viaje.

Costa había sido amigo de toda la vida de Rosella y de Leone Bellini, pero cayó de la gracia de este último cuando los Di Tella pusieron precio a su cabeza. El matrimonio había tenido discusiones por este hecho, ya que Rosella lo conocía de toda la vida; eran amigos desde épocas más desdichadas para ambos y ella, con el paso del tiempo sentía una necesidad, cada vez más creciente, de estar con él. Podría decirse que la línea de la amistad había sido rebasada y que ella, se sentía verdaderamente atraída hacia él. Enamorada quizá.

Ahora ya en camino al Breathless de Los Cabos, Rosella pensaba en esas cosas y le aterraba la posibilidad de que Leone y sus hombres encontraran a Costa y lo mataran antes de que ella pudiera verlo a los ojos y decirle que lo amaba. ¡Si, lo amaba! Ahora estaba completamente segura de eso.

Nunca había sido una mujer demasiado romántica, ni siquiera estando en la cama con su marido cuando era más joven y estaba muy enamorada de él, pero la personalidad de Sebastián Costa despertaba en ella un interés que nunca antes había experimentado, pensar en él, provocaba en su mente frases tan ridículamente cursis y estúpidas que se sentía avergonzada por ello.

Cuando finalmente llego al Breathless, se quedó maravillada por la majestuosa bahía que se extendía ante sus ojos. El oleaje dejaba una capa de espuma blanca que le hacía pensar, sin ningún motivo aparente que pudiera recordar, en la película de La Sirenita. El Arco del Fin del Mundo parecía devolverle la mirada con su imponente majestuosidad y en lo alto, el sol coronaba una postal de ensueño que quedaría guardada en su mente y corazón por el resto de su vida.

Rosella descendió del taxi, dejando una generosa propina al conductor que le agradeció con una sonrisa amable, entró en la recepción del Hotel y preguntó en un atropellado español, fruto de una traducción rápida vía internet.

—      Buenas tardes, busco al señor Sebastián Costa, podría indicarme su número de habitación. Por favor.

La recepcionista, una mujer menuda y entrada en años, hojeaba una revista y apenas le dedicó una mirada, despreciaba a las prostitutas y Rosella le pareció una.

—      ¿Quién lo busca?

—      Rosella Bellini.

La recepcionista soltó una leve carcajada y dijo:

—      ¿Es su nombre real o su nombre de trabajo, señorita?

Rosella se esforzó por comprender la pregunta, pero su limitado conocimiento del idioma local fue evidente.

La recepcionista parecía gozar metiendo en apuros a la que ella pensaba era una prostituta, en opinión de ella, era la ocupación más degradante para una mujer. Podías limpias pisos, fregar platos o incluso cambiar pañales a viejos cascarrabias para ganarte el pan, pero ser prostituta era algo que ella no podía tolerar.

Justo cuando Rosella se disponía a traducir, teléfono en mano, cada una de las palabras de la recepcionista y a pedirle que las repitiera, una voz conocida la llamó desde uno de los elevadores.

—      ¡Rosy! ¡Aquí!

Ella miró hacia dónde provenía la voz y en su interior, algo se agito como un maremoto. Sebastián Costa en traje de etiqueta estaba parado a unos cuantos metros de ella y la miraba con sus grandes ojos color miel. Ella se apartó rápidamente de la recepción y fue a su encuentro.

—      Hola — dijo ella un tanto eufórica.

Casi habían quedado frente a frente cuando, detrás de Costa y bajando del elevador, advirtió la presencia de una mujer, diminuta y hermosa, mucho más joven que ella, enfundada en un vestido color plata.

La diminuta mujer tomó a Costa de la mano y le dio un beso en la boca como despedida. El beso fue fugaz, pero Rosella sintió una punzada en el corazón, la mujer paso a lado de ella y apenas si le dirigió la mirada, las miradas de ambas se cruzaron solo por un instante. Rosella advirtió que parecía confundida y muy apurada.

—      Es un placer verte de nuevo, amiga mía – dijo Costa al tiempo que le daba un cálido y fuerte abrazo.

Ella dudó un momento, pero al poco se entregó al abrazo y se fundieron durante un instante.

—      Lamentó mucho no haberte recibido en el aeropuerto, espero puedas disculparme. Estoy dispuesto a llevarte a dar un tour por la ciudad y después podemos ir a comer algo, hay excelentes restaurantes de este lado de la Bahía.

Rosella no pudo ocultar su alegría por verlo y se apresuró a decir:

—      Está bien, te disculpo en esta ocasión, pero te costara que me ayudes a subir las maletas. Estoy muerta de cansancio. Ah, y quisiera tomar un baño antes de salir, si no te causa molestias.

Costa sonrío.

—      Pero claro – Tomó las maletas y se dirigió al elevador del que acababan de bajar una pareja de ancianos. – Subamos, arriba podrás descansar, tomar una ducha y si no deseas salir, podemos tomar algo arriba, estoy seguro de que hay muchas cosas que querrás preguntarme.

Demasiadas – pensó Rosella y formuló la primera pregunta que vino a su mente. ¿Quién era esa mujer con la que bajaste del elevador? Sabía que, si la hacía, Él advertiría inmediatamente sus intenciones hacia él, pues los celos y el amor son cosas que no se pueden ocultar por mucho tiempo.

Una vez en los amplios espacios de la suite presidencial, Costa le sirvió una copa de vino y ordenó servicio a la habitación. Después de que Rosella se duchara, ella expreso su deseo de querer descansar más que salir a la ciudad, fue así como terminaron tomando los alimentos en el comedor de la suite.

— ¿Qué te ha parecido el viaje? – preguntó Costa

Ella sorbió un poco de vino, hizo una mueca que a Costa le resulto graciosa y habló con voz suave.

— Demasiado Cansado. Los años empiezan a pasarme factura

Costa río, una risa que lleno el amplio espacio de la suite. Una risa agradable a los oídos de ella.

—      Vamos Rosy, tú eres toda una trotamundos, eres una expedicionaria autentica, no podrás estar hablando enserio.

Ella también río y habló con tono severo.

—      En realidad he venido porque me interesa saber que paso en Roma, Leone no me dijo mucho y por nuestra amistad te pido que confíes en mí y me cuentes que paso.

—      ¿Han puesto precio a mi cabeza?, ¿No es así? – atajó él, sorbiendo de su copa

—      Si – respondió ella y bajó la mirada — y me temó que no podamos escapar.

—      ¿Podamos?

—      Si, Podamos, estoy en esto contigo, pero necesito saber qué fue lo que paso.

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