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Rosella estaba en lo alto de un peñasco, no hacia frio y la sensación de hambre voraz había desaparecido. Contempló unos segundos el cielo, donde podían verse una cantidad infinita de estrellas, que iluminaban el cielo con la intensidad de miles de fuegos artificiales. Rosella bajó la mirada y vio que tenía puesta una túnica blanca. Contempló sus pies descalzos y tanteó el amuleto debajo de su ropa. Brillaba y emitía el mismo calor reconfortante de siempre.

Abajo, la vastedad del paisaje era asombroso, las praderas resplandecían con vida propia y una fresca lluvia caía y hacia florecer los verdes y extensos campos. En el cielo brillaban dos lunas diminutas y muy bellas que decoraban el cielo nocturno como si fueran los ojos de un gigantesco dios que mirará su creación desde un punto lejano del universo; fue entonces, cuando supo que estaba en un mundo que no era su mundo.

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