Era un día gris.
La mañana se había convertido en tarde, y la noche pronto estaría haciendo acto de presencia, pero el cielo no se estaba despejando, de hecho, se veía complemente gris, mientras las nubes de ceniza se extendían mucho más allá de Laurentia, pese a que Cassel había dejado su hogar en lo que se sentía como horas, o tal vez días atrás.
Sus pies cansados dolían cada vez más, con cada paso que daba, y el cielo no estaba más cerca de despejarse que lo que se podía ver desde que salió de casa.
El sol, escondido detrás de humo y ceniza, se despedía del día con porte indiferente y estoico, como si ningún mal hubiese aterrizado en el mundo.
Y aunque Cassel casi esperaba que el mundo se hubiese detenido como su propio mundo lo había hecho hace pocas horas, él continuó caminando, pese a que sus pies descalzos dolían como nunca había sentido antes, un solo objetivo plagaba su mente.
Poner tanta distancia como fuese posible entre él y el fuego que había arrasado con su hogar.
El calor ya no se sentía a sus espaldas, pero su cuerpo se sentía acalorado por el continúo arrastre de sus pies, al tiempo en que el cansancio se apoderaba de su cuerpo agotado.
Su cuerpo, pequeño y delgado, se encontraba agotado del viaje que recién comenzaba, la suciedad había impregnado su piel, y su cabello castaño rojizo se había oscurecido en una mezcla de sudor y ceniza.
Sus suaves rizos se pegaban a su cabeza de forma incomoda, pero Cassel no podía comenzar a prestarle atención, y sabiendo en su interior que si él estaba a salvo, una oportunidad de volver a reunirse con su familia era posible, se obligó a seguir caminando.
Repentinamente, y sabiendo que su padre no estaría entre los que lo recibirían con los brazos abiertos al regresar a su hogar, sus ojos se llenaron de lágrimas. Porque él nunca volvería a recibir un abrazo de su padre.
Sus lágrimas pronto murieron al bajar por sus mejillas, sacrificándose por el dolor que sentía su corazón.
Pero sus pies continuaron adelante.
El tiempo pasó en un suspiro, y pronto los árboles comenzaron a abrirse, espaciándose entre sí, y cuando dejó atrás al bosque que lo había protegido, Cassel pudo observar distraídamente el nacimiento de la costa frente a sus ojos dorados.
Hacia ya muchas horas que el sol se había escondido detrás de los árboles, más allá del castillo que había sido su hogar hacía solo unas horas.
En esos momentos, la oscuridad era su única acompañante.
Y era una compañera silenciosa.
A sus oídos llegaba el sonido de las olas rompiendo contra la arena, y su motivación aumentó.
Su mirada, dificultada por la oscuridad que se cernía sobre él, se centró en la costa, y casi como si un oasis se presentase frente a sus ojos, su corazón y mente comenzaron a necesitar simultáneamente.
Sus pasos lo llevaron con inestabilidad, cada vez más lentos y dolorosos.
Repentinamente, sus pies descalzos tocaron el agua fría, y no pudo evitar notar distraídamente que le ardían, pero no fue capaz de prestarle atención.
Se dejó caer con fuerza contra la arena, arrodillado mientras sus manos se dirigían ansiosamente hacia el agua, su corazón cantando una melodía de necesidad y anhelo.
El agua se deslizaba entre sus dedos aún mientras intentaba agarrar la mayor cantidad posible, pero no le importó; incluso un poco era suficiente para él. Con impaciencia acercó sus manos a la boca, y bebió con la sed de una persona desesperada.
Cassel escupió.
Una tos aguda se apoderó de él cuando el agua que tan urgentemente había bebido segundos antes había raspado su garganta, salada y asquerosa, sus ojos se llenaron de lágrimas de desesperación.
Un sollozó abandonó sus labios, al tiempo en que un estremecimiento se apoderaba de su cuerpo.
Él estaba tan, pero tan desesperado, que un grito se dejó escuchar en la desierta playa, solo fue parcialmente cubierto por el ruido de las olas golpeando contra la arena.
El grito desesperado de Cassel permaneció sin respuesta.
[…]
Tiempo después, tal vez algunos minutos o quizá horas, el agua había lavado la suciedad de su cuerpo, aunque Cassel no había hecho intento de lavar su rostro, sus lagrimas caían sin control por sus mejillas ennegrecidas.
Cassel lloró, despojándose lentamente de sus dolores, dejó su cuerpo balancearse ligeramente con el movimiento del agua, que calmada, le hacía compañía con sus olas.
Y cuando paso el tiempo suficiente para que su cuerpo comenzase a tiritar, se levantó, sus manos mojadas pasaron por su rostro en un intento inútil por limpiarlo, y sus pies nuevamente se movieron a mayor velocidad que su propia mente, llevándolo por el borde de la playa, en busca de algún pueblo costero.
Su mirada se extendió hacia el bosque por el que había llegado, aún mientras sus pies comenzaban a llevarlo hacia el sur.
[…]
El sol que nacía en el horizonte anunciaba el inicio de un nuevo día, y mientras la luz emergente le daba la bienvenida a Cassel, su mirada se encontró con un pueblo que surgía a la lejanía.
No era un pueblo particularmente notable, era pequeño y estaba a orillas del mar. Era, realmente, un pueblo sencillo, a simple vista escaseaba la opulencia de su propio hogar o de la ciudadela que nacía a los pies del castillo.
Pero en esos momentos, no podría haber un pueblo más perfecto para él que aquel que se alzaba frente a sus ojos.
Sus pies sangrantes avanzaron, moviéndose en dirección al oasis frente a él. Repentinamente, notando que él estaba tan hambriento, y tan sediento.
Él no podía recordar la última vez que se había alimentado.
Él ni siquiera podía recordar la ultima vez que había tenido un lugar acogedor que lo rodeará. El recuerdo de su hogar parecía tan lejano en esos momentos, que simplemente anheló.
Sin saber cuanto tiempo le tomó, Cassel finalmente había llegado al pequeño pero acogedor pueblo, sus esperanzas crecieron al ver como despertaba un nuevo día, su mirada se deslumbró al ver a las personas comenzando sus oficios.
Él simplemente no pudo evitarlo, y se acercó a una agradable mujer que se veía especialmente amable mientras caminaba con una pequeña canasta. Cassel solo deseaba que, cualquiera que fuese el contenido de su canasta, la mujer llevase, aunque sea una sola hogaza de pan.
El olor era casi celestial, se dio cuenta Cassel y con cada paso que daba, estaba cada vez más cerca de la mujer, y de ese magnifico olor que se desprendía de la canasta que tan recatadamente llevaba. Y él podría estar salivando, su boca convirtiéndose en agua con el delicioso aroma que llegaba a sus sentidos, pero incluso en las circunstancias en las que se encontraba, aquello estaba por debajo de él.
—Buenos días, querida dama —comenzó al llegar lo suficientemente cerca de la mujer—, este servidor quisiera…
La mujer paso junto a él, dejando una amplia distancia entre ellos, casi como si Cassel no hubiese estado allí. Aunque eso no era del todo correcto.
Fue casi como si estuviese tratando activamente de evitarlo. Como si el solo hecho de respirar el mismo aire pudiese contagiarla de alguna enfermedad.
Su corazón dolió, pero él no se rindió.
Tal vez solo había juzgado mal a la mujer, y no era realmente tan amable como había supuesto en un inicio.
Su cabeza se movió, observando alrededor con urgencia, su cuerpo no había dejado de doler, y casi sentía como si el cansancio de toda una vida comenzara finalmente a invadir su cuerpo, sus parpados pesados incluso mientras se acercaba a un hombre corpulento, de apariencia no tan amable, pero Cassel sentía repentinamente que no era muy bueno juzgando a las personas.
Así que continuó.
—Buenos días, mi buen hombre, yo…
—¡Aquí no hacemos caridad, niño!
Sin más palabras, y ante la atónita mirada de Cassel, el hombre continuo con su oficio. Cassel sintió su respiración entrecortarse y su corazón latir rápidamente, aquel hombre ni siquiera fue capaz de darle una mirada, aun mientras se mantenía junto a él, con su mente en blanco por unos segundos.
Su mirada, llorosa y desesperada, comenzó a moverse de un lado a otro. Buscando, implorando, aunque sea una sola mirada que le respondiera su silenciosa suplica.
Mientras miraba, noto que la pequeña calle principal comenzaba a repletarse, la hora en que el pueblo cobraba vida irremediablemente había llegado, pero nadie se le acercaba. Nadie lo reconocía.
Su corazón no dejaba de latir con fuerza, y sus mejillas se sonrojaron, aunque Cassel no sabía si de frustración o vergüenza. Su mente aun no lo suficientemente madura como para comprender en profundidad sus propias emociones.
La calle estaba concurrida, y nadie era capaz de darle una segunda mirada a su príncipe.
Sus parpados cada vez más cansados, y su cuerpo se sentía pesado, pero su menta estaba tan ensimismada en su repentina conclusión, que no logró notar la mirada que se había fijado en él.
Porque los hombres y mujeres de aquel pequeño pueblo costero caminaban con una tranquilidad inusual para él, ignorantes, o tal vez indiferentes, del dolor que Cassel había experimentado hacia solo un día.
Ajenos incluso a los hechos ocurridos en la capital de su reino, e indiferentes ante la lamentable muerte de su propio rey, notó Cassel con dolor. Ni siquiera el poco tiempo desde aquel sucedo, o la falta de información oficial en aquel recóndito pueblo, pudo tomar importancia en su corazón.
Porque lo único que él podía ver era que nadie fue capaz de ayudarlo en su momento de mayor necesidad.
Agotado, finalmente su pequeño cuerpo protestaba por el sobreesfuerzo al que lo había obligado las ultimas horas, sus ojos comenzaron a cerrarse en contra de su voluntad, y la oscuridad comenzó a rodearlo.
Cassel simplemente le dio la bienvenida.
En sus últimos segundos de lucides, una voz se escuchó a la lejanía, su mente casi llegando al tan esperado descanso, no logro determinar la distancia exacta de aquella preocupada voz.
Su cuerpo cayó sobre unos brazos delgados, y la voz continuó hablándole, apresurada y urgente, pero Cassel no fue capaz de comprender las palabras que le decían.
Finalmente se sintió acompañado, y su último pensamiento, antes de perderse en el mundo de los sueños, fue que después de todo no había sido abandonado.
Una persona había respondido a su necesidad.
Sin más, Cassel se dejó guiar hacia la oscuridad, y agradeció silenciosamente a aquella voz suave que lo adormeció y que le hacía compañía en la oscuridad.
Y pronto, Cassel ya no supo nada más.
El pequeño príncipe abrió sus ojos esa mañana —o tal vez era tarde, él realmente no lo sabía—, y lo primero que notó fue que todo en él dolía. Su cuerpo protestaba por cada pequeño movimiento, sus piernas y brazos se sentían pesados, y sus pies palpitaban y ardían como si hubiese bailado sobre brasas ardiendo. Se sentía casi como si su cuerpo se hubiese agotado a sí mismo. Cassel pestañó, sus ojos recorrieron la desconocida habitación en la que se encontraba, pero ningún sentimiento de familiaridad le llegó, sin importar cuantos minutos mirase a su alrededor. Su primer intento por levantarse terminó antes incluso de poder comenzar, Cassel levantó su torso, tratando de despegarse de la cama en la que se encontraba, pero el dolor lo recorrió al instante y su aliento se cortó unos segundos, casi como si hubiera olvidado respirar. Sus extremidades protestaron, su espalda nuevamente contra la dura cama, y sus ojos se llenaron de lagrimas que él no dejó caer. Todo dolía, y se sentía
Una inexplicable calma se había apoderado de ella.Una pequeña semilla gestándose y comenzando a crecer en su corazón, sus raíces extendiéndose por su cuerpo y llegando a sus extremidades con calidez.La calma, ahora, era una parte de ella.Sus ojos avellana se extendieron por el bosque, y ella se sintió finalmente en casa.Aquel frondoso bosque le daba la bienvenida con los brazos abiertos, como si de un viejo amigo se tratase, y mientras la ligera brisa acariciaba sus pálidas pero sonrojadas mejillas, las preocupaciones que la habían atormentado se alejaron como si nunca hubiesen existido.Con cada paso que daba, sus pies acariciaban la hierba que crecía a las faldas de los grandes arboles a su alrededor, la luz que se filtraba por las hojas en lo alto del bosque iluminaba sus suaves rizos castaños y resaltaban sus destellos color miel como si de oro líquido se tratase.La mirada de Alysa se fijó nuevamente en aquella ninfa que le hacía compañía, a solo unos pasos frente a ella, y pe
La mañana en la que Lucien debía regresar a Laurentia había llegado.Su mirada se extendió hacia el balcón por el que entraba la suave luz de la madrugada, con ligera desgana se separó de los dos cuerpos cálidos que habían acompañado su última noche en el reino de Luthania, y se levantó de aquella lujosa cama.Sus pasos guiándolo hacia el balcón.Lucien era un joven realmente apuesto, y aunque su sangre Solari no era fuerte, sus ojos anaranjados y su tez de un exquisito dorado daban cuenta de su ascendencia lejana.Su madre, la reina viuda, había sido parte de una rama lateral de la familia real de Solarea antes de casarse con su padre, el anterior rey George, y aunque su conexión con la rama principal era débil y su propia sangre no era lo suficientemente espesa, el tono de su cabello hacia innegable la conexión.Y es que la familia real de Solarea se caracterizaba por un cabello pelirrojo como el fuego y ojos anaranjados. Las leyendas decían que los Solari llevaban el poder del fuego
La brisa acariciaba el rostro de Lucien.Y con cada golpeteo de su caballo, las hermosas hebras doradas de su cabello rubio se mecían con fuerza.Detrás de él, un sequito de guardias lo seguían a paso rápido, la caravana que lo acompañaba era pequeña, y el palanquín que debía utilizar estaba detrás de él, vacío como el día en que salieron de Luthania, hacía ya algunas semanas.Y es que él no podía evitarlo, ya que le tenía un cariño especial al caballo que había acompañado sus viajes. La melena blanca de su corcel se balanceaba al ritmo de su galopeo, reluciente y brillante.A sus oídos llegaban los bulliciosos murmullos de los sirvientes, que a solo unos pasos detrás de él caminaban a paso tranquilo, casi como si todo el tiempo del mundo estuviese a su alcance.Lucien ignoró con detenimiento, mientras su mirada anaranjada miraba hacia el frente, donde el Bosque Antiguo se alzaba a la lejanía.No sería su primera vez recorriendo aquellos tentadores senderos, pero ciertamente, ello no l
Oscuridad, eso era todo lo que existía al inicio. Siglos, o tal vez milenios antes incluso del surgimiento del primer reino humano, existió una oscuridad que rodeaba al mundo, lo cubrió como la niebla cubre los valles, y bajo el resguardo de sus sombras acechaban horrores destinados a manipular. Estas sombras propagaban semillas de miedo y ambición en los mortales, anhelando llevar a los humanos a un mar de desesperación y ruina, y serían conocidos como demonios. En ese tiempo, siglos o tal vez milenios atrás, la oscuridad había sido el único horizonte conocido para los desafortunados mortales que tuvieron la desdicha de vivir en esa época oscura, pero pronto, como un destello de esperanza, los mortales descubrirían la existencia de una luz más allá de los límites del reino mortal. Inalcanzable para las almas fugaces que habitaban la tierra, se alzaba un reino donde la oscuridad era desconocida, un lugar donde seres de esencia divina habían encontrado su hogar, y con su llegada
El pequeño príncipe de Laurentia, aun no lo suficientemente mayor para querer dejar los brazos amorosos de su madre, escuchaba atentamente las leyendas que esta señalaba sobre su reino natal, Stonehaven. —... la leyenda dice que Stonehaven fue el primer lugar de los ocho reinos que la Diosa pisó al descender del cielo —susurró la reina Alysa mientras acariciaba el cabello rizado del pequeño niño en sus brazos. Cassel miró hacia la luna, sus labios se fruncieron en un pequeño puchero. —¿Y su amigo? —preguntó—. Abuela siempre dice que llegaron juntos al mundo. —Oh —Alysa sonrió—. Se dice que el Dios del Sol llegó a Solarea primero, el hogar de los dragones, y que su poder sigue manteniendo cálido al reino, pero ¿qué crees tú, cariño? ¿Quién llego primero, la Luna o el Sol? —¡Emberion! —gritó, acercando su pequeño dragón de madera al rostro de su madre, casi golpeándola con el entusiasmo. —Los dragones no son Dioses, amor. —Alysa rio mientras trataba de alejar la mano de
La pacifica madrugada en la que Cassel cumplía diez años acabó solo segundos después de comenzar, mientras tiernos rayos de luz daban la bienvenida a un nuevo día, y el sol daba sus primeros avistamientos tímidos, una enorme figura se elevaba en la lejanía.Fue solo un instante, un parpadeó casi imperceptible, y la calma se rompió mientras un ruido ensordecedor sacudió la tierra e hizo temblar el suelo bajo los pies de los guardias que resguardaban las murallas, mientras que en el horizonte, una enorme figura se acercaba a una velocidad vertiginosa.Gritos se dejaron escuchar.—¡Un dragón! —exclamó uno de los soldados, corriendo hacia la torre de vigía para tocar la alarma—. ¡Dragón en el horizonte! ¡Estamos bajo ataque!Pronto, un calor abrasador rodeó la ciudadela, como si el propio infierno se hubiera desatado sobre Laurentia.Bocanadas de fuego iluminaron la ciudadela mientras el aire se llenaba de humo y cenizas, y un fuerte e intenso olor a quemado comenzaba a impregnar cada rinc
Kael observó con ojos cansados mientras Cassel se perdía entre los árboles, sus ojos estaban entrecerrados aún mientras se obligó a continuar mirando, sus ojos fijos en la silueta que se hacía cada vez más borrosa.Él simplemente necesitaba estar seguro, sin poder hacer nada más que mirar impotente, sus ojos continuaron abiertos. Kael debía estar seguro de que su hijo logró salir.Una nueva bocanada ardiente se estrelló en alguna parte del castillo, pero Kael ni siquiera podía prestarle atención, su respiración se volvía cada vez más lenta y dificultosa con cada segundo que pasaba, pero su mirada fija en su hijo.Nada más importaba.Su única importancia, se alejaba a paso cansado en esos momentos, casi arrastrándose, mientras trataba de poner suficiente espacio entre él y el fuego.Sus ojos se rindieron, perdiendo la batalla contra el vacío que comenzaba a envolver todo a su alrededor.Simplemente se dejó ir, y con su corazón finalmente en paz, apoyó su cabeza contra la tierra.De repe