Capítulo 3: Cassel, I.

Era un día gris.

La mañana se había convertido en tarde, y la noche pronto estaría haciendo acto de presencia, pero el cielo no se estaba despejando. El sol, escondido detrás de humos y cenizas, se despedía del día con porte indiferente y estoica, como si ningún mal hubiese aterrizado en el mundo.

Cassel continuó caminando, pese a que sus pies descalzos dolían como nunca había sentido antes, mientras un solo objetivo plagaba su mente.

Poner tanta distancia como fuese posible entre él y el fuego que había arrasado con su hogar.

El calor ya no se sentía a sus espaldas, pero su cuerpo se sentía acalorado del continuo arrastre de sus pies, al tiempo en que el cansancio se apoderaba de su cuerpo agotado, pero él debía continuar.

Su cuerpo, pequeño y delgado, se encontraba agotado del viaje que recién comenzaba, la suciedad había impregnado su piel, y su cabello castaño rojizo se había oscurecido en una mezcla de sudor y ceniza.

Sus suaves rizos se pegaban a su cabeza de forma incomoda, pero Cassel no podía comenzar a prestarle atención, y se obligó a seguir caminando, sabiendo en su interior que, si él estaba a salvo, tendría al menos una oportunidad de volver reunirse con su familia.

Rápidamente, sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en su padre, sabiendo que, al regresar a su hogar, él no estaría entre quienes lo recibirían con los brazos abiertos.

Él nunca volvería a recibir un abrazo de su padre.

Sus lágrimas pronto murieron al bajar por sus mejillas, sacrificándose por el dolor que sentía su corazón. Pero sus pies continuaron adelante.

El tiempo pasó en un suspiró, y pronto los árboles comenzaron a abrirse, espaciándose entre sí, y dejando atrás al bosque que lo había protegido, Cassel observó distraídamente el nacimiento de la costa frente a sus ojos.

Hacia ya muchas horas que el sol se había escondido detrás de los árboles, más allá del castillo que Cassel había dejado atrás en lo que se sentía como hace toda una vida. En esos momentos, la oscuridad era su única acompañante.

Y era una compañera silenciosa.

A sus oídos llegaba el sonido de las olas rompiendo contra la arena, y su motivación aumentó. Su mirada, dificultada por la oscuridad que se cernía sobre él, se centró en la costa, anhelando, como si de un oasis se tratase. Sus pasos lo llevaron con inestabilidad, cada vez más lentos y dolorosos.

Repentinamente, sus pies descalzos tocaron el agua fría, y no pudo evitar notar distraídamente que le ardían, pero no fue capaz de prestarle atención mientras se dejaba caer con fuerza contra la arena, arrodillado mientras sus manos se dirigían ansiosamente hacia el agua.

El agua se deslizaba entre sus dedos aún mientras intentaba agarrar la mayor cantidad posible, pero no le importó; incluso un poco era suficiente para él. Acercó sus manos con impaciencia a su boca, y bebió con una sed de una persona desesperada.

Cassel escupió.

Una tos aguda se apoderó de él cuando el agua que tan urgentemente había bebido segundos antes había raspado su garganta, salada y asquerosa, sus ojos se llenaron de lágrimas de desesperación.

Un sollozó abandonó sus labios, al tiempo en que un estremecimiento se apoderaba de su cuerpo.

Él estaba tan, pero tan desesperado, que un grito se dejó escuchar en la desierta playa, solo fue parcialmente cubierto por el ruido de las olas golpeando contra la arena.

El grito desesperado de Cassel permaneció sin respuesta.

[…]

Tiempo después, tal vez algunos minutos o quizá horas, el agua había lavado la suciedad de su cuerpo, aunque Cassel no había hecho intento de lavar su rostro, sus lagrimas caían sin control por sus mejillas ennegrecidas.

Cassel lloró, despojándose lentamente de sus dolores, dejó su cuerpo balancearse ligeramente con el movimiento del agua, que calmada, le hacía compañía con sus olas.

Y cuando paso el tiempo suficiente para que su cuerpo comenzase a tiritar, se levantó, sus manos mojadas pasaron por su rostro en un intento inútil por limpiarlo, y sus pies nuevamente se movieron a mayor velocidad que su propia mente, llevándolo por el borde de la playa, en busca de algún pueblo costero.

Su mirada se extendió hacia el bosque por el que había llegado, aún mientras sus pies comenzaban a llevarlo hacia el sur.

[…]

El sol que nacía en el horizonte anunciaba el inicio de un nuevo día, y mientras la luz emergente le daba la bienvenida a Cassel, su mirada se encontró con un pueblo que surgía a la lejanía.

No era un pueblo particularmente notable, era pequeño y estaba a orillas del mar. Era, realmente, un pueblo sencillo, a simple vista escaseaba la opulencia de su propio hogar o de la ciudadela que nacía a los pies del castillo.

Pero en esos momentos, no podría haber un pueblo más perfecto para él que aquel que se alzaba frente a sus ojos.

Sus pies sangrantes avanzaron, moviéndose en dirección al oasis frente a él. Repentinamente, notando que él estaba tan hambriento, y tan sediento.

Él no podía recordar la última vez que se había alimentado.

Él ni siquiera podía recordar la ultima vez que había tenido un lugar acogedor que lo rodeará. El recuerdo de su hogar tan lejano en esos momentos, que simplemente ansiaba.

Sin saber cuanto tiempo le tomó, Cassel finalmente había llegado al pequeño pero acogedor pueblo, sus esperanzas creciendo al ver como despertaba un nuevo día, su mirada deslumbrándose al ver a las personas comenzar sus oficios.

Él simplemente no pudo evitarlo, y se acercó a una agradable mujer que se veía especialmente amable mientras caminaba con una pequeña canasta. Cassel solo deseaba que, cualquiera que fuese el contenido de su canasta, la mujer llevase, aunque sea una sola hogaza de pan.

El olor era casi celestial, se dio cuenta Cassel y con cada paso que daba, estaba cada vez más cerca de la mujer, y de ese magnifico olor que se desprendía de la canasta que tan recatadamente llevaba. Y él podría estar salivando, su boca convirtiéndose en agua con el delicioso aroma que llegaba a sus sentidos, pero incluso en las circunstancias en las que se encontraba, aquello estaba por debajo de él.

Claro que sí.

Cassel De Laurence, príncipe de Laurentia, ciertamente no salivaría como si de un perro se tratase. Él simplemente se regocijaría con el aroma.

—Buenos días, querida dama —comenzó al llegar lo suficientemente cerca de la mujer—, este servidor quisiera…

La mujer paso junto a él, dejando una amplia distancia entre ellos, casi como si Cassel no hubiese estado allí. Aunque eso no era del todo correcto.

Fue casi como si estuviese tratando activamente de evitarlo. Como si el solo hecho de respirar el mismo aire pudiese contagiarla de alguna enfermedad.

Su corazón dolió, pero él no se rindió.

Tal vez solo había juzgado mal a la mujer, y no era realmente tan amable como había supuesto en un inicio.

Su cabeza se movió, observando alrededor con urgencia, su cuerpo no había dejado de doler, y casi sentía como si el cansancio de toda una vida comenzara finalmente a invadir su cuerpo, sus parpados pesados incluso mientras se acercaba a un hombre corpulento, de apariencia no tan amable, pero Cassel sentía repentinamente que no era muy bueno juzgando a las personas.

Así que continuó.

—Buenos días, mi buen hombre, yo…

—¡Aquí no hacemos caridad, niño!

Sin más palabras, y ante la atónita mirada de Cassel, el hombre continuo con su oficio. Cassel sintió su respiración entrecortarse y su corazón latir rápidamente, aquel hombre ni siquiera fue capaz de darle una mirada, aun mientras se mantenía junto a él, con su mente en blanco por unos segundos.

Su mirada, llorosa y desesperada, comenzó a moverse de un lado a otro. Buscando, implorando, aunque sea una sola mirada que le respondiera su silenciosa suplica.

Mientras miraba, noto que la pequeña calle principal comenzaba a repletarse, la hora en que el pueblo cobraba vida irremediablemente había llegado, pero nadie se le acercaba. Nadie lo reconocía.

Su corazón no dejaba de latir con fuerza, y sus mejillas se sonrojaron, aunque Cassel no sabía si de frustración o vergüenza. Su mente aun no lo suficientemente madura como para comprender en profundidad sus propias emociones.

La calle estaba concurrida, y nadie era capaz de darle una segunda mirada a su príncipe.

Sus parpados cada vez más cansados, y su cuerpo se sentía pesado, pero su menta estaba tan ensimismada en su repentina conclusión, que no logró notar la mirada que se había fijado en él.

Porque los hombres y mujeres de aquel pequeño pueblo costero caminaban con una tranquilidad inusual para él, ignorantes, o tal vez indiferentes, del dolor que Cassel había experimentado hacia solo un día.

Ajenos incluso a los hechos ocurridos en la capital de su reino, e indiferentes ante la lamentable muerte de su propio rey, notó Cassel con dolor. Ni siquiera el poco tiempo desde aquel sucedo, o la falta de información oficial en aquel recóndito pueblo, pudo tomar importancia en su corazón.

Porque lo único que él podía ver era que nadie fue capaz de ayudarlo en su momento de mayor necesidad.

Agotado, finalmente su pequeño cuerpo protestaba por el sobreesfuerzo al que lo había obligado las ultimas horas, sus ojos comenzaron a cerrarse en contra de su voluntad, y la oscuridad comenzó a rodearlo.

Cassel simplemente le dio la bienvenida.

En sus últimos segundos de lucides, una voz se escuchó a la lejanía, su mente casi llegando al tan esperado descanso, no logro determinar la distancia exacta de aquella preocupada voz.

Su cuerpo cayó sobre unos brazos delgados, y la voz continuó hablándole, apresurada y urgente, pero Cassel no fue capaz de comprender las palabras que le decían.

Finalmente sintiéndose acompañado, y su último pensamiento, antes de perderse en el mundo de los sueños, fue que después de todo, no había sido abandonado.

Una persona había respondido a su necesidad.

Sin más, Cassel se dejó guiar hacia la oscuridad, agradeciendo silenciosamente a aquella voz suave que lo adormeció y que le hacía compañía en la oscuridad.

Y pronto, Cassel ya no supo nada más.

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