Kael observó con ojos cansados mientras Cassel se perdía entre los árboles, sus ojos estaban entrecerrados aún mientras se obligó a continuar mirando, sus ojos fijos en la silueta que se hacía cada vez más borrosa.
Él simplemente necesitaba estar seguro, sin poder hacer nada más que mirar impotente, sus ojos continuaron abiertos. Kael debía estar seguro de que su hijo logró salir.
Una nueva bocanada ardiente se estrelló en alguna parte del castillo, pero Kael ni siquiera podía prestarle atención, su respiración se volvía cada vez más lenta y dificultosa con cada segundo que pasaba, pero su mirada fija en su hijo.
Nada más importaba.
Su única importancia, se alejaba a paso cansado en esos momentos, casi arrastrándose, mientras trataba de poner suficiente espacio entre él y el fuego.
Sus ojos se rindieron, perdiendo la batalla contra el vacío que comenzaba a envolver todo a su alrededor.
Simplemente se dejó ir, y con su corazón finalmente en paz, apoyó su cabeza contra la tierra.
De repente, fue como si pudiese escuchar las olas rompiendo contra la arena, más allá de las murallas derrumbadas del ala este, por donde los árboles comenzaban a abrirse y la playa comenzaba a nacer, y en un último segundo de conciencia, Kael agradeció.
Cassel estaba a salvo.
[…]
Arianae, la Reina Madre, observó a su alrededor con pesar mientras se mantenía parada en una de las torres más altas del ala norte, su mirada tratando de identificar a su familia entre todas las formas que se veían correr en los patios.
Su corazón anhelante llamaba a su familia.
Pero aquel llamado silencioso de su corazón se mantuvo sin respuesta, su familia no estaba en ningún lugar que ella pudiese ver incluso desde lo alto de la torre más alta.
Pese a pertenecer a una rama lateral del reino Solarea y estar alejada de la familia real que gobernaba el reino, la sangre Solari de la reina madre era fuerte, y su cabello pelirrojo y su tez dorada parecía cobrar vida en esos momentos, mientras el poder de las llamas calentaba su cuerpo de formas nada agradables.
Sus ojos verdes trataron inútilmente de ignorar la enorme silueta que continuaba sobrevolando la ciudadela, mientras el crepitar de las llamas y los gritos se entrelazaban en una danza ruidosa e insoportable.
Pronto la mirada de Arianae, esperanzada pero ingenua, se dirigió al sur, a áreas aun intactas y sin daño, rogando que su familia se encuentre entre las que allí se resguardaban.
Arianae ya había perdido a su esposo, realmente no estaba preparada para perder también a sus hijos.
Ella recién había comenzado a sentir cariño por su nuera. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras un sentimiento de impotencia la llenaba, su nieto era tan pequeño, aun no preparado para la vida.
Su mirada pronto siguió los débiles rayos de sol que lograban traspasar la densa nube de ceniza que se había apoderado del cielo sobre la ciudadela y los pueblos aledaños, y cuando lo que se sentía como el poder de mil soles destrozaba su hogar irreparablemente, ella ni siquiera podía acudir al Dios del Sol, que había acompañado sus días desde antes de que aprendiera a caminar.
Ella realmente nunca se había sentido más abandonada que en esos momentos.
Fue solo un segundo, casi en un pestañeo, y su cuerpo se puso rígido, el miedo bajando por su columna como nunca había sentido antes, porque fue casi como si su mirada hiciera contacto con la bestia que giraba nuevamente hacia el castillo.
Sus escamas negras parecían iluminarse con el reflejo de las llamas que arrasaban su hogar, sus ojos parecían brillar, feroces, y tan sanguinarios que no fue capaz de mirar más que ese solo segundo, cuando un fugaz e inofensivo recuerdo, de hace algunos años, llego a su mente repentinamente.
“—La Diosa de la Luna, también llamada Triple Diosa —había dicho su nieto con una formalidad un poco torpe—, es la invocación de la doncella, la madre y la anciana.
Arianae solo había podido sonreír con profundo cariño ante aquella réplica diminuta de su propio hijo, que hablaba con tanta seriedad.
—Se le debe respeto, Reina Madre —había continuado con convicción, como si no hubiese regañado a su abuela, la mismísima reina viuda—, porque mi Madre Real siempre dice que, en un momento de necesidad, podríamos necesitar invocar uno de los tres aspectos de la Diosa”.
El recuerdo terminó, pero el dolor en su corazón pareció crecer, al tiempo en que la esperanza comenzaba a rodearla; porque, aunque tal vez ella pronto se reuniría con su esposo para volver a la rueda de la reencarnación, su familia podría salvarse.
Era tan temprano en la mañana y era tan densa la capa de humo y ceniza que cubría la tierra a su vista, que la luna no estaba a la vista, pero ella, incluso sin ser una devota a la Diosa de las Bestias, era realmente una abuela devota.
Por ello, sus manos se acercaron temblorosas hacia su cuello, donde un collar se escondía entre sus ropas, aquel collar había sido un regalo de su amado nieto, y sus manos pronto se aferraron a él.
La piedra lunar brillaba ante las llamas que iluminaban la ciudadela.
Sus manos desesperadas agarraron con fuerza la piedra, y aunque hubiese deseado tener más tiempo para armarse de valor, podía sentir el calor acercándose cada vez más al ala norte.
La urgencia aceleraba su corazón al tiempo en que los segundos se iban agotando.
—Por favor —susurró con voz inestable y temblorosa, su mirada sin separarse de la piedra que descansaba entre sus dedos, sabiendo que en ella recaía su ultimas esperanzas—. Diosa de las Bestias… nunca te he pedido nada, pero mi nieto… —Sus lágrimas, que habían amenazado con caer reiteradas veces, se dejaron morir bajando sus mejillas sonrojadas—. Una señal, por favor, dame una señalar…
Un grito escapó de entre sus labios trémulos, porque, aunque la esperanza había comenzado a llenar su corazón, no le quedaba suficiente tiempo, un nuevo día había llegado, y casi sentía como si los dioses no hubiesen despertado junto a ellos.
—Solo una señal —repitió, sus ojos cerrándose de frustración, su voz llena de desesperación—. Una pequeña señal de que todo irá bien, por favor.
Aunque su corazón estaba en paz al saber que Lucien, su hijo más pequeño, no estaba en Laurentia en esos momentos, añoraba la tranquilidad de saber que el resto de su familia estaba igual de resguardada.
Su alma necesitaba saber que estarían a salvo del fuego abrasador que se cernía sobre ellos en esos mismos instantes. Una queja escapó de su garganta cuando el calor comenzó a calentar sus manos, sus ojos se clavaron en la piedra que sostenía con fiereza, y aunque sus dedos alejaban el reflejo de las llamas, la piedra lunar brillaba intensa y tranquiliza.
Una señalar, por muy pequeña que fuera, podría sanar un corazón herido.
Su labio inferior tembló, y luego su corazón se hinchó de tantos sentimientos que Arianae ni siquiera podía comenzar a desenmarañarlos.
—Diosa de la Luna, protégelos —suplicó—, por favor, salva a mi familia.
El fuerte sonido de un aleteo llamó su atención, y pronto su mirada se fijó en la gran bestia que se acercaba, pero su corazón repentinamente estaba en paz.
Casi en sintonía con la piedra que resguardaba entre sus dedos, vio a la bestia abrir la boca, una gran llamarada preparándose para estrellarse contra el lado norte del castillo, justo donde ella estaba parada.
Sus ojos se cerraron mientras una calma profunda la rodeaba, las llamas se apoderaron de todo a su alrededor, pero la muerte se sentía como una vieja amiga.
Incluso cuando las llamas besaron su piel y dejaron rastros de su paso, Arianae no sintió dolor.
Se sentía casi como el abrazo fresco de una madre.
[…]
El tiempo se deslizaba inconsistente, como si los minutos hubiesen despertado como horas, y las horas se hubiesen escurrido en un pestañeo, casi como segundos.
Alysa, la reina de Laurentia, se había visto abruptamente despojada de su sueño antes incluso de que la noche hubiese podido convertirse en mañana.
Casi simultaneo al rugido estruendoso de una gran bestia, ella había abierto sus ojos color avellana, y algo se había sentido equivocado, como si algo estuviese realmente mal en la estructura del mundo.
La desesperación se apoderaba de su corazón con cada respiración que tomaba, mientras sus pies la llevaban en un rumbo desconocido, tratando de encontrar algo, cualquier cosa, que evocara sentimientos de familiaridad.
Demonios, ella ni siquiera sabía donde estaba.
En algún momento desde su abrupto despertar, se había separado de su marido, ella recordaba estar en una apresurada carrera hacia los aposentos de su hijo cuando una pared se había derrumbado entre ellos, aislándola del ala este irremediablemente.
El tiempo se había deslizado de forma confusa, y como si su mente estuviese jugando con ella de formas aterradoras, las paredes que se habían convertido en su hogar ahora eran desconocidas para ella, se sentían amenazantes, ciñéndose una sobre otra.
Ni siquiera el olor le parecía familiar.
—Por favor… —rogó, su voz inestable mientras miraba a su alrededor—. Una salida, por favor.
Ya sea que sus plegarias hubieran sido escuchadas o que la suerte estuviera repentina y extrañamente de su lado, pronto su mirada identifico una puerta de madera frente a ella, sus ojos recorriéndola con fervor mientras sus piernas la llevaban rápidamente.
La luz le golpeó de lleno en el rostro cuando abrió la puerta, el exterior dándole la bienvenida con entusiasmo, Alysa parpadeó, su mirada adaptándose a la extraña claridad, mientras sus ojos bebían de la vista frente a ella como si de un oasis en el desierto se tratase.
Un pensamiento fugaz tuvo cabida en su mente, no más de un par de segundos antes de perderse entre el asombro y la incredulidad.
“Que calamidad.”
El infierno mismo había tomado su lugar en Laurentia, se dio cuenta, la claridad que tanto había ansiado mientras recorría los pasillos de su hogar hace solo unos minutos atrás provenía de las mismas llamas que lo devoraban todo a su paso.
Una nube negra se alzaba sobre Laurentia.
El patio al que ella había accedido estaba vacío, pero sin daños, y solo cuando su mirada se fijó en el bosque denso al otro lado de las murallas, se dio cuenta de donde estaba: el ala oeste del castillo.
Había un castillo completo entre ella y los aposentos de Cassel.
El bosque al que su mirada se dirigía tan insistentemente no era otro más que el Bosque Antiguo —o Boque de los Tres Reinos—, un bosque denso y frondoso que era compartido por los tres reinos que habitaban la Isla Grande.
Este bosque, que era alimentado por extensiones y canales del Lago Avalon, albergaba misterios desconocidos para Alysa.
Las leyendas de horrores y pesadillas, así como de criaturas de la noche eran tan conocidas entre los habitantes de Laurentia, que pocas personas se atrevían a acercarse allí, razón por la cual el patio en el que ella se encontraba en esos momentos era poco conocido.
Sería solo por necesidad que se habrían creado carreteras oficiales tanto para el Reino de Luthania hacia el oeste como para el Reino de Avalon hacia el sur. Y así, se decía que quien ingresara al Bosque de los Tres Reinos por fuera de la ruta oficial, se perdería para siempre entre las raíces de sus árboles.
Pronto, su ensoñación sería interrumpida por el rugido de una gran bestia, y sus pasos la dirigieron apresuradamente fuera de las murallas, y hacia el bosque frente a ella. El miedo que siempre había albergado por el Bosque Antiguo siendo eclipsado por el terror que la propia bestia le inculcaba.
Una vez había escuchado sobre un intrépido viajero que se había atrevido a entrar al bosque y, si se podía confiar en su relato, había logrado salir ileso del Bosque Antiguo.
Alysa no había creído ni una palabra cuando escuchó por primera vez el relato, pero en esos momentos ella decidía confiar, porque la alternativa no era realmente una opción que pudiese tomar.
Pudo sentir claramente el cambio cuando dio ese primer paso dentro del bosque, una cálida energía la recorrió de pies a cabeza, el calor asfixiante se alejó como si nunca la hubiese afectado, y el aire se sintió más ligero, como si repentinamente pudiese respirar adecuadamente.
Era casi como si las nubes negras no pudiesen llegar al bosque.
Comenzó a caminar, desconfiada, casi como si esperase que algo se estrellase contra ella en cualquier momento. A la lejanía, un fuerte rugido se dejo escuchar. Tan lejos, que fue como si nunca hubiese estado realmente allí.
El cantar de los pájaros, tan armonioso, acompañaba su caminata tranquila. El bosque se sentía en calma, como si los horrores fuera del refugio de sus árboles no pudiesen afectarlo.
Alysa se sentía finalmente en casa.
—Se ira luego, no te preocupes.
Su cabeza se giró con alarma, su cuerpo estremeciéndose cuando sus ojos se fijaron en la mujer frente a ella, su belleza parecía sin igual, sus rasgos delicados eran enmarcados por un largo cabello blanco como la nieve que caía suavemente por sobre sus hombros.
—Una ninfa —susurró Alysa con asombro.
Su belleza parecía etérea, su sola presencia atraía la atención a su alrededor, y sus ropajes parecían iluminarse con el suave movimiento de su cuerpo al caminar, pero sus ojos, cuando se clavaron en los suyos, parecían conocedores de sus secretos más profundos.
La mujer continuó, como si Alysa no hubiese hablado en lo absoluto—. La bestia, se ira pronto.
—¿Cómo…?
Alysa no sabía si reír o llorar, ¿cómo podría una ninfa, aparentemente aislada en este bosque mágico, saber cuando se iría la bestia cuyo calor opresivo se mantenía alejado incluso en esos momentos?
—¿La escuchas? —preguntó la mujer, desviando la mirada mientras apoyaba la mano en un árbol enorme junto a ella—. Está sufriendo, la bestia esta herida.
Alysa parpadeó, tratando de escuchar, pero el único sonido además de la armoniosa serenata de los pájaros era el rugido lejano del dragón, y no parecía doloroso, así que negó con la cabeza.
—Si prestas atención, el bosque te dice lo que necesitas escuchar —continuó la mujer, casi desinteresada de la confusión de Alysa—, pero jamás lo que quieres escuchar.
—¿Qué es este bosque? —preguntó, su mirada se dirigió hacia los árboles que la rodeaban, y pese a la gran confusión que sentía, su corazón estaba en calma, era casi como regresar a casa.
—Hogar —confesó la mujer con simpleza, su mirada sin abandonar el gran árbol que continuaba acariciando—, Edén es el único lugar en el Reino Mortal que los demonios no pudieron tocar jamás.
Hogar…
¿Qué era realmente el hogar?
¿Cuál había sido su hogar?
Era un día gris.La mañana se había convertido en tarde, y la noche pronto estaría haciendo acto de presencia, pero el cielo no se estaba despejando, de hecho, se veía complemente gris, mientras las nubes de ceniza se extendían mucho más allá de Laurentia, pese a que Cassel había dejado su hogar en lo que se sentía como horas, o tal vez días atrás.Sus pies cansados dolían cada vez más, con cada paso que daba, y el cielo no estaba más cerca de despejarse que lo que se podía ver desde que salió de casa.El sol, escondido detrás de humo y ceniza, se despedía del día con porte indiferente y estoico, como si ningún mal hubiese aterrizado en el mundo.Y aunque Cassel casi esperaba que el mundo se hubiese detenido como su propio mundo lo había hecho hace pocas horas, él continuó caminando, pese a que sus pies descalzos dolían como nunca había sentido antes, un solo objetivo plagaba su mente.Poner tanta distancia como fuese posible entre él y el fuego que había arrasado con su hogar.El calo
El pequeño príncipe abrió sus ojos esa mañana —o tal vez era tarde, él realmente no lo sabía—, y lo primero que notó fue que todo en él dolía. Su cuerpo protestaba por cada pequeño movimiento, sus piernas y brazos se sentían pesados, y sus pies palpitaban y ardían como si hubiese bailado sobre brasas ardiendo. Se sentía casi como si su cuerpo se hubiese agotado a sí mismo. Cassel pestañó, sus ojos recorrieron la desconocida habitación en la que se encontraba, pero ningún sentimiento de familiaridad le llegó, sin importar cuantos minutos mirase a su alrededor. Su primer intento por levantarse terminó antes incluso de poder comenzar, Cassel levantó su torso, tratando de despegarse de la cama en la que se encontraba, pero el dolor lo recorrió al instante y su aliento se cortó unos segundos, casi como si hubiera olvidado respirar. Sus extremidades protestaron, su espalda nuevamente contra la dura cama, y sus ojos se llenaron de lagrimas que él no dejó caer. Todo dolía, y se sentía
Una inexplicable calma se había apoderado de ella.Una pequeña semilla gestándose y comenzando a crecer en su corazón, sus raíces extendiéndose por su cuerpo y llegando a sus extremidades con calidez.La calma, ahora, era una parte de ella.Sus ojos avellana se extendieron por el bosque, y ella se sintió finalmente en casa.Aquel frondoso bosque le daba la bienvenida con los brazos abiertos, como si de un viejo amigo se tratase, y mientras la ligera brisa acariciaba sus pálidas pero sonrojadas mejillas, las preocupaciones que la habían atormentado se alejaron como si nunca hubiesen existido.Con cada paso que daba, sus pies acariciaban la hierba que crecía a las faldas de los grandes arboles a su alrededor, la luz que se filtraba por las hojas en lo alto del bosque iluminaba sus suaves rizos castaños y resaltaban sus destellos color miel como si de oro líquido se tratase.La mirada de Alysa se fijó nuevamente en aquella ninfa que le hacía compañía, a solo unos pasos frente a ella, y pe
La mañana en la que Lucien debía regresar a Laurentia había llegado.Su mirada se extendió hacia el balcón por el que entraba la suave luz de la madrugada, con ligera desgana se separó de los dos cuerpos cálidos que habían acompañado su última noche en el reino de Luthania, y se levantó de aquella lujosa cama.Sus pasos guiándolo hacia el balcón.Lucien era un joven realmente apuesto, y aunque su sangre Solari no era fuerte, sus ojos anaranjados y su tez de un exquisito dorado daban cuenta de su ascendencia lejana.Su madre, la reina viuda, había sido parte de una rama lateral de la familia real de Solarea antes de casarse con su padre, el anterior rey George, y aunque su conexión con la rama principal era débil y su propia sangre no era lo suficientemente espesa, el tono de su cabello hacia innegable la conexión.Y es que la familia real de Solarea se caracterizaba por un cabello pelirrojo como el fuego y ojos anaranjados. Las leyendas decían que los Solari llevaban el poder del fuego
La brisa acariciaba el rostro de Lucien.Y con cada golpeteo de su caballo, las hermosas hebras doradas de su cabello rubio se mecían con fuerza.Detrás de él, un sequito de guardias lo seguían a paso rápido, la caravana que lo acompañaba era pequeña, y el palanquín que debía utilizar estaba detrás de él, vacío como el día en que salieron de Luthania, hacía ya algunas semanas.Y es que él no podía evitarlo, ya que le tenía un cariño especial al caballo que había acompañado sus viajes. La melena blanca de su corcel se balanceaba al ritmo de su galopeo, reluciente y brillante.A sus oídos llegaban los bulliciosos murmullos de los sirvientes, que a solo unos pasos detrás de él caminaban a paso tranquilo, casi como si todo el tiempo del mundo estuviese a su alcance.Lucien ignoró con detenimiento, mientras su mirada anaranjada miraba hacia el frente, donde el Bosque Antiguo se alzaba a la lejanía.No sería su primera vez recorriendo aquellos tentadores senderos, pero ciertamente, ello no l
Oscuridad, eso era todo lo que existía al inicio. Siglos, o tal vez milenios antes incluso del surgimiento del primer reino humano, existió una oscuridad que rodeaba al mundo, lo cubrió como la niebla cubre los valles, y bajo el resguardo de sus sombras acechaban horrores destinados a manipular. Estas sombras propagaban semillas de miedo y ambición en los mortales, anhelando llevar a los humanos a un mar de desesperación y ruina, y serían conocidos como demonios. En ese tiempo, siglos o tal vez milenios atrás, la oscuridad había sido el único horizonte conocido para los desafortunados mortales que tuvieron la desdicha de vivir en esa época oscura, pero pronto, como un destello de esperanza, los mortales descubrirían la existencia de una luz más allá de los límites del reino mortal. Inalcanzable para las almas fugaces que habitaban la tierra, se alzaba un reino donde la oscuridad era desconocida, un lugar donde seres de esencia divina habían encontrado su hogar, y con su llegada
El pequeño príncipe de Laurentia, aun no lo suficientemente mayor para querer dejar los brazos amorosos de su madre, escuchaba atentamente las leyendas que esta señalaba sobre su reino natal, Stonehaven. —... la leyenda dice que Stonehaven fue el primer lugar de los ocho reinos que la Diosa pisó al descender del cielo —susurró la reina Alysa mientras acariciaba el cabello rizado del pequeño niño en sus brazos. Cassel miró hacia la luna, sus labios se fruncieron en un pequeño puchero. —¿Y su amigo? —preguntó—. Abuela siempre dice que llegaron juntos al mundo. —Oh —Alysa sonrió—. Se dice que el Dios del Sol llegó a Solarea primero, el hogar de los dragones, y que su poder sigue manteniendo cálido al reino, pero ¿qué crees tú, cariño? ¿Quién llego primero, la Luna o el Sol? —¡Emberion! —gritó, acercando su pequeño dragón de madera al rostro de su madre, casi golpeándola con el entusiasmo. —Los dragones no son Dioses, amor. —Alysa rio mientras trataba de alejar la mano de
La pacifica madrugada en la que Cassel cumplía diez años acabó solo segundos después de comenzar, mientras tiernos rayos de luz daban la bienvenida a un nuevo día, y el sol daba sus primeros avistamientos tímidos, una enorme figura se elevaba en la lejanía.Fue solo un instante, un parpadeó casi imperceptible, y la calma se rompió mientras un ruido ensordecedor sacudió la tierra e hizo temblar el suelo bajo los pies de los guardias que resguardaban las murallas, mientras que en el horizonte, una enorme figura se acercaba a una velocidad vertiginosa.Gritos se dejaron escuchar.—¡Un dragón! —exclamó uno de los soldados, corriendo hacia la torre de vigía para tocar la alarma—. ¡Dragón en el horizonte! ¡Estamos bajo ataque!Pronto, un calor abrasador rodeó la ciudadela, como si el propio infierno se hubiera desatado sobre Laurentia.Bocanadas de fuego iluminaron la ciudadela mientras el aire se llenaba de humo y cenizas, y un fuerte e intenso olor a quemado comenzaba a impregnar cada rinc