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En la oscuridad de la celda, Isabella forcejeaba desesperadamente mientras dos mujeres la mantenían contra el suelo.

Su cabello estaba revuelto, y un rastro de sangre decoraba su labio inferior. Otra mujer, de rostro duro y sonrisa maliciosa, se inclinó hacia ella.

—Mírate ahora —susurró, su aliento cargado de desprecio—. La gran Isabella Benavides, hecha pedazos. ¿Todavía crees que eres la reina aquí?

—¡Suéltenme! —gritó Isabella, intentando liberar sus brazos—. Si no lo hacen, se van a arrepentir.

La carcajada de las mujeres resonó en la pequeña celda, un eco que acentuaba la humillación de Isabella.

—¿Arrepentirnos? —dijo una, una mujer robusta que parecía disfrutar del espectáculo—. Nadie se arrepiente de hacerle pagar a una basura como tú.

Antes de que Isabella pudiera responder, la mujer pisó su mano con fuerza. Un alarido de dolor escapó de sus labios, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—¿Sabes? —continuó otra mientras se agachaba frente a Isabella, observándola
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