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Esposa del CEO por venganza
Esposa del CEO por venganza
Por: J.D Anderson
Capítulo: Rogar que un padre ame a su hijo

—¡Te lo suplico, Alonzo, ven al cumpleaños de Benjamín! ¡Él es tu hijo! Está muy enfermo, ¡todo lo que quiere es verte! Podría ser la última vez… —la voz de Roma quebró, su garganta se cerró y sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas, pero no las dejaba caer.

No podía. No frente a él. No frente al hombre que había sido su amor, su vida, su todo. Y ahora… era un desconocido que la rechazaba, que la miraba con desdén.

Roma Valenti estaba de rodillas en el suelo, aferrada a las piernas de ese hombre, incapaz de levantarse, como si su cuerpo no le respondiera, como si la indignidad de esa situación la hubiera atrapado por completo.

Pero lo peor no era eso. A pesar de todo, ella haría lo que fuera por su hijo, por eso estaba ahí.

En lo más profundo de su ser, Roma sabía que se había perdido a sí misma en el amor por Alonzo.

Y ahora, estaba dispuesta a quemarse hasta el último aliento por su hijo, por Benjamín, quien no merecía vivir sin el padre que tanto lo necesitaba.

—¡No te cansarás nunca de mendigar por mi amor, Roma! —la voz de Alonzo era dura, fría como el acero.

La empujó, y Roma cayó al suelo con un golpe sordo, la mano aún estaba aferrada a sus piernas como si no pudiera soltarlo, como si él fuera la única tabla de salvación que le quedaba. Pero no lo era. Y ella lo sabía.

Con una mirada fulminante, Roma se levantó con dificultad, su alma dolía más que su cuerpo.

Le quemaba la rabia, el desprecio que sentía hacia él. Quiso gritarle, dejarle salir todo el veneno que llevaba dentro.

Pero no podía. No podía arriesgarse, Benjamín lo necesitaba. A él. No a ella. Y si no iba, ¿Qué le diría a su hijo?

—No lo hagas por mí… Hazlo por Benjamín. ¡Ten piedad por él! —las palabras salieron entrecortadas, impregnadas de desesperación—. ¡Está muriendo! Por favor…

Alonzo la miró con desdén, un brillo de diversión cruel asomándose en sus ojos.

La sacudió con una fuerza que hizo que Roma gimiera de dolor, su mejilla palpitó tras el pellizco brutal.

—¿No te cansas de ser manipuladora, Roma? —su voz era veneno puro—. ¡Usas a un pobre niño para tus esfuerzos de seducción! ¡Patética!

Cada palabra que salía de su boca, cada gesto que hacía era como una daga atravesando su pecho.

Roma no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a brotar, pero rápidamente las apartó, limpiándolas con rabia, sin dejar que Alonzo viera la fragilidad que sentía por dentro. Era débil. Demasiado débil.

Pero cuando vio la mirada burlona de Kristal, que recién llegaba, esa mujer que siempre estuvo allí, y había destruido lo que quedaba de su familia, Roma sintió una oleada de indignación.

Se levantó con rapidez, enderezándose ante el desprecio de su enemigo.

—Qué rápido trajiste a tu amante —dijo Roma, mordiendo sus palabras, pero no pudo evitar que su voz temblara ligeramente.

Kristal la miró con una sonrisa venenosa, como si se regodeara en la humillación que Roma sentía.

La mujer no se movió ni un centímetro, disfrutando del poder que tenía sobre Roma.

—¡No la llames así! —Alonzo la interrumpió con voz áspera, levantó una mano para callar a Roma.

Roma tragó saliva con dificultad.

Ella sabía que estaba a punto de perder la última oportunidad para su hijo.

—Ya que tanto ruegas a Alonzo, él aceptará lo que quieres, siempre que sirvas como ayudante en nuestro compromiso de bodas —Kristal sonrió con suficiencia—. ¿Sí, mi amor? Tengo poco personal por lo rápido del evento, nos hacen falta manos. ¿Puede ser posible, mi amor?

Roma los miró, disgustada, con el asco, llenándola por dentro. Pero no podía permitirse hacer nada que la apartara de su objetivo: salvar a su hijo.

Alonzo la observó durante unos segundos, sus ojos vacíos de cualquier emoción que no fuera el desprecio. Finalmente, asintió, una sonrisa fría asomó en su rostro.

—¿Lo harás, Roma? —la desafió, sabiendo que tenía la ventaja—. Si ayudas en nuestra fiesta como una mesera, entonces iré a ver a Benjamín.

Roma sintió la rabia burbujear dentro de ella, pero se obligó a calmarse, a pensar en lo único que realmente importaba: su hijo. El rostro de Benjamín, su pequeño, su amor, su vida. No podía fallarle.

—Bien, lo haré —respondió con firmeza, aunque su corazón se rompía en pedazos.

Dio media vuelta y salió del lugar sin mirar atrás, sabiendo que cada paso la alejaba más de su dignidad y más cerca de la desesperación.

Durante cuatro largos años, Roma había intentado todo para ganar el amor de Alonzo.

Cuando Roma quedó embarazada, Alonzo fue obligado por su padre a casarse con ella. Y Roma pensó, equivocadamente, que al menos él amaría a su hijo, que vería en Benjamín la parte de él que aún podría salvarse. Pero no. Alonzo despreciaba a su propio hijo, tanto como la despreciaba a ella. Roma lo sabía ahora con certeza.

Y cuando decidió finalmente divorciarse, Benjamín tenía solo cuatro años, ella creyó que todo se solucionaría.

Pero pronto descubrió el cáncer cerebral que su hijo padecía. Los médicos, los tratamientos, nada parecía funcionar.

Y Alonzo, a pesar de haber pagado los mejores médicos, se mantenía a una distancia emocional cruel.

Roma, destrozada por la falta de amor y la indiferencia de su exesposo, tuvo que enfrentarse a una cruda realidad: no había nada en el mundo que pudiera obligar a Alonzo a ser el padre que su hijo necesitaba. No había leyes que pudieran forzarlo a amar a su propio hijo.

Y ahora, con Benjamín al borde de la muerte, Roma solo tenía una opción. Una última oportunidad para darle a su hijo la posibilidad de ser feliz, aunque fuera por un solo día.

Y ella haría lo que fuera necesario para conseguirlo, incluso si eso significaba perder su dignidad en el proceso.

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