—¡Te lo suplico, Alonzo, ven al cumpleaños de Benjamín! ¡Él es tu hijo! Está muy enfermo, ¡todo lo que quiere es verte! Podría ser la última vez… —la voz de Roma quebró, su garganta se cerró y sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas, pero no las dejaba caer.
No podía. No frente a él. No frente al hombre que había sido su amor, su vida, su todo. Y ahora… era un desconocido que la rechazaba, que la miraba con desdén.
Roma Valenti estaba de rodillas en el suelo, aferrada a las piernas de ese hombre, incapaz de levantarse, como si su cuerpo no le respondiera, como si la indignidad de esa situación la hubiera atrapado por completo.
Pero lo peor no era eso. A pesar de todo, ella haría lo que fuera por su hijo, por eso estaba ahí.
En lo más profundo de su ser, Roma sabía que se había perdido a sí misma en el amor por Alonzo.
Y ahora, estaba dispuesta a quemarse hasta el último aliento por su hijo, por Benjamín, quien no merecía vivir sin el padre que tanto lo necesitaba.
—¡No te cansarás nunca de mendigar por mi amor, Roma! —la voz de Alonzo era dura, fría como el acero.
La empujó, y Roma cayó al suelo con un golpe sordo, la mano aún estaba aferrada a sus piernas como si no pudiera soltarlo, como si él fuera la única tabla de salvación que le quedaba. Pero no lo era. Y ella lo sabía.
Con una mirada fulminante, Roma se levantó con dificultad, su alma dolía más que su cuerpo.
Le quemaba la rabia, el desprecio que sentía hacia él. Quiso gritarle, dejarle salir todo el veneno que llevaba dentro.
Pero no podía. No podía arriesgarse, Benjamín lo necesitaba. A él. No a ella. Y si no iba, ¿Qué le diría a su hijo?
—No lo hagas por mí… Hazlo por Benjamín. ¡Ten piedad por él! —las palabras salieron entrecortadas, impregnadas de desesperación—. ¡Está muriendo! Por favor…
Alonzo la miró con desdén, un brillo de diversión cruel asomándose en sus ojos.
La sacudió con una fuerza que hizo que Roma gimiera de dolor, su mejilla palpitó tras el pellizco brutal.
—¿No te cansas de ser manipuladora, Roma? —su voz era veneno puro—. ¡Usas a un pobre niño para tus esfuerzos de seducción! ¡Patética!
Cada palabra que salía de su boca, cada gesto que hacía era como una daga atravesando su pecho.
Roma no pudo evitar que las lágrimas comenzaran a brotar, pero rápidamente las apartó, limpiándolas con rabia, sin dejar que Alonzo viera la fragilidad que sentía por dentro. Era débil. Demasiado débil.
Pero cuando vio la mirada burlona de Kristal, que recién llegaba, esa mujer que siempre estuvo allí, y había destruido lo que quedaba de su familia, Roma sintió una oleada de indignación.
Se levantó con rapidez, enderezándose ante el desprecio de su enemigo.
—Qué rápido trajiste a tu amante —dijo Roma, mordiendo sus palabras, pero no pudo evitar que su voz temblara ligeramente.
Kristal la miró con una sonrisa venenosa, como si se regodeara en la humillación que Roma sentía.
La mujer no se movió ni un centímetro, disfrutando del poder que tenía sobre Roma.
—¡No la llames así! —Alonzo la interrumpió con voz áspera, levantó una mano para callar a Roma.
Roma tragó saliva con dificultad.
Ella sabía que estaba a punto de perder la última oportunidad para su hijo.
—Ya que tanto ruegas a Alonzo, él aceptará lo que quieres, siempre que sirvas como ayudante en nuestro compromiso de bodas —Kristal sonrió con suficiencia—. ¿Sí, mi amor? Tengo poco personal por lo rápido del evento, nos hacen falta manos. ¿Puede ser posible, mi amor?
Roma los miró, disgustada, con el asco, llenándola por dentro. Pero no podía permitirse hacer nada que la apartara de su objetivo: salvar a su hijo.
Alonzo la observó durante unos segundos, sus ojos vacíos de cualquier emoción que no fuera el desprecio. Finalmente, asintió, una sonrisa fría asomó en su rostro.
—¿Lo harás, Roma? —la desafió, sabiendo que tenía la ventaja—. Si ayudas en nuestra fiesta como una mesera, entonces iré a ver a Benjamín.
Roma sintió la rabia burbujear dentro de ella, pero se obligó a calmarse, a pensar en lo único que realmente importaba: su hijo. El rostro de Benjamín, su pequeño, su amor, su vida. No podía fallarle.
—Bien, lo haré —respondió con firmeza, aunque su corazón se rompía en pedazos.
Dio media vuelta y salió del lugar sin mirar atrás, sabiendo que cada paso la alejaba más de su dignidad y más cerca de la desesperación.
Durante cuatro largos años, Roma había intentado todo para ganar el amor de Alonzo.
Cuando Roma quedó embarazada, Alonzo fue obligado por su padre a casarse con ella. Y Roma pensó, equivocadamente, que al menos él amaría a su hijo, que vería en Benjamín la parte de él que aún podría salvarse. Pero no. Alonzo despreciaba a su propio hijo, tanto como la despreciaba a ella. Roma lo sabía ahora con certeza.
Y cuando decidió finalmente divorciarse, Benjamín tenía solo cuatro años, ella creyó que todo se solucionaría.
Pero pronto descubrió el cáncer cerebral que su hijo padecía. Los médicos, los tratamientos, nada parecía funcionar.
Y Alonzo, a pesar de haber pagado los mejores médicos, se mantenía a una distancia emocional cruel.
Roma, destrozada por la falta de amor y la indiferencia de su exesposo, tuvo que enfrentarse a una cruda realidad: no había nada en el mundo que pudiera obligar a Alonzo a ser el padre que su hijo necesitaba. No había leyes que pudieran forzarlo a amar a su propio hijo.
Y ahora, con Benjamín al borde de la muerte, Roma solo tenía una opción. Una última oportunidad para darle a su hijo la posibilidad de ser feliz, aunque fuera por un solo día.
Y ella haría lo que fuera necesario para conseguirlo, incluso si eso significaba perder su dignidad en el proceso.
Roma cruzó el umbral de la habitación de Benjamín con una mezcla de ansiedad y alivio.Ahí estaba su pequeño, con una sonrisa iluminando su rostro mientras la niñera jugaba con él usando un pequeño dinosaurio de plástico. Ese dinosaurio había sido su favorito desde que lo encontraron en una tienda al salir de una consulta médica. Benjamín lo había sostenido con fuerza desde entonces, como si fuera un amuleto contra los miedos que su corta vida ya conocía.—¡Hijo! —exclamó Roma, conteniendo las lágrimas al ver su semblante algo más animado.—¡Mami! —Benjamín giró hacia ella con ojos brillantes, aunque el cansancio se reflejaba en la palidez de su rostro—. ¿Lo conseguiste? ¿Papito va a venir a verme? Por favorcito, yo quiero ver a mi papito.El puchero en sus labios, tan dulce y sincero, partió el corazón de Roma.Su hijo siempre había tenido esa habilidad de arrancarle una sonrisa, incluso en los momentos más oscuros. Pero esta vez, no pudo sonreír. No tenía el valor para destruir esa
—¡Señor Savelli…! —la voz de Kristal temblaba, atrapada entre el miedo y la impotencia, mientras observaba al hombre frente a ella. Su garganta parecía cerrarse con cada palabra que intentaba pronunciar.—Señor Savelli, por favor, no se preocupe por esta situación, esto es entre nosotros tres —dijo Alonzo con una calma que no correspondía a la tensión en sus ojos, intentando mantener el control en una situación que ya se estaba desbordando.Giancarlo Savelli levantó la copa con una sonrisa fría, su mirada fija en Alonzo.—¿Y por qué no? Todos sabemos que esto fue causado por su futura esposa —dijo con voz grave, mientras un brillo cruel aparecía en su mirada—. ¿Dejarás que tu futura mujer sea una inútil que no puede ni limpiar sus propios zapatos?Las palabras de Giancarlo parecieron golpear a Alonzo.Sus puños se apretaron con fuerza, la mandíbula tensa, y un sabor amargo se instaló en su boca.A pesar de su compostura exterior, en su interior algo se retorcía.Giancarlo era un hombr
En el hospitalEl aire era denso en el hospital, impregnado del olor frío y metálico de los desinfectantes.Roma irrumpió en el pasillo, sus pasos rápidos y descompasados resonaban.Sus ojos, enrojecidos y llenos de lágrimas, parecían pedir un milagro a cualquiera que se cruzara en su camino.Entonces lo vio.El oncólogo de Benjamín. Al cruzar sus miradas, el médico se acercó, y sin decir nada, tomó las manos de Roma con una suavidad que ella interpretó como una advertencia.—¿Cómo está? —preguntó Roma con voz rota, apenas un susurro—. Mi hijo estaba bien cuando lo dejé esta mañana...El médico titubeó, buscando las palabras adecuadas. Pero no había manera de suavizar la verdad.—Roma... sabes que hemos hecho todo lo posible. Él... está muriendo. No creo que pase de esta noche.Las palabras cayeron sobre Roma como un mazazo. Su mundo se detuvo. Era como si el aire hubiera sido arrancado de sus pulmones.—¡No! ¡No puede ser! ¡Por favor, no! —gimió, tambaleándose hacia adelante. Sus pie
—¡Mami, no llores, por favor! —La voz de Benjamín, quebrada, pero tierna, irrumpió en el cuarto como un rayo de luz en medio de una tormenta.Roma, absorta en su dolor, se congeló al escuchar a su hijo, no quería que él la viera así, por eso había soportado tanto. La súplica la arrancó de las profundidades de su angustia, obligándola a mirar sus pequeños ojos llenos de inocencia y preocupación.Se arrodilló junto a la cama, tomó su mano y la besó como si su contacto pudiera detener el tiempo.—Estoy aquí, mi amor. Mamá está contigo —dijo y calmó su llanto, fingiendo una sonrisa falsa. Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, la sombra de la tristeza seguía pesando sobre su corazón. La traición de Alonzo era una herida abierta, pero por Benjamín, decidió que jamás permitiría que sintiera otra cosa que amor.El niño la miró con una mezcla de tristeza y resignación. Era demasiado pequeño para entender completamente, pero había un entendimiento silencioso en sus ojos.—Mi papito
Alonzo Wang regresó a la ciudad con Kristal unos días después.El ambiente en el jet privado era tenso, aunque ambos aparentaban calma.Kristal repasaba mentalmente cada detalle de la fiesta de esa noche, convencida de que sería su oportunidad de consolidar su posición junto a Alonzo.Él, por su parte, miraba por la ventana con indiferencia, mientras una inquietud invisible comenzaba a germinar en su interior, aunque no lo reconociera.La fiesta estaba en su apogeo cuando llegaron, pero algo en el aire se sintió extraño desde el primer paso que dieron.Las conversaciones parecían detenerse momentáneamente, reemplazadas por susurros que no tardaron en hacerse audibles.Mientras Alonzo y Kristal recorrían el salón, las miradas no eran de admiración, sino de reproche.—Alonzo Wang es un hombre cruel —susurró una mujer mientras agitaba su abanico de manera nerviosa—. Su hijo acaba de morir, ¡y está aquí como si nada!—Qué sangre tan fría. Ni siquiera fue a su funeral —respondió otra con u
Roma dejó escapar un grito desgarrador que resonó en el pequeño cuarto de la vieja granja.Su teléfono, ahora en el suelo, mostraba una pantalla rota, reflejo de la tormenta que se desataba en su interior.Hundió los puños contra el suelo de madera con una fuerza desesperada, como si con cada golpe intentara liberar la furia y la tristeza que la consumían. Las lágrimas caían con violencia, ardiendo en sus mejillas, mezclando dolor y rabia.—¡¿Cómo pueden decir eso?! —sollozó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudo negar que es tu padre, Benjamín? ¡Nunca estuve con otro hombre! ¡Nunca! ¡Siempre lo amé a él, solo a él! —Su voz se rompió aún más mientras las palabras se deshacían en el aire—. ¿Por qué me hace esto? ¿No es suficiente con haberme arrebatado todo? ¿Con dejarme muerta en vida sin mi hijo? ¡De verdad quiere destruirme por completo!El peso de su propio lamento la aplastó, dejándola de rodillas en el suelo, abrazando la ausencia de su hijo como si pudiera tocarlo aún.En medio de su
Mansión SavelliLa noche era tranquila en la imponente mansión Savelli, pero la calma se rompió cuando Giancarlo, dispuesto a salir para una reunión de negocios, escuchó risas y murmullos provenientes del piso superior.Instintivamente, giró sobre sus talones y subió las escaleras, con pasos decididos, directo a la habitación de sus gemelos.Abrió la puerta con cuidado, pero no pudo evitar sonreír al ver a Mateo y Matías de pie sobre sus camas, vestidos con sus mamelucos a juego, Mateo reía.—¿Qué hacen despiertos a estas horas, pequeños bribones? —preguntó con una sonrisa cansada mientras los cargaba a ambos en sus brazos.Mateo, siempre el portavoz de ambos, lo miró con ojos llenos de ilusión.—Papito, mañana es nuestro cumpleaños, ¿lo sabías? —dijo con seriedad infantil.Giancarlo asintió, aunque ya lo sabía.Pero lo que vino después lo dejó sin palabras.—Ya sabemos qué regalo queremos.El silencio que siguió fue breve, pero tenso. Giancarlo miró a Matías, quien, incapaz de hablar