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Capítulo: Limpiador de zapatos.

Roma cruzó el umbral de la habitación de Benjamín con una mezcla de ansiedad y alivio.

Ahí estaba su pequeño, con una sonrisa iluminando su rostro mientras la niñera jugaba con él usando un pequeño dinosaurio de plástico. Ese dinosaurio había sido su favorito desde que lo encontraron en una tienda al salir de una consulta médica.

 Benjamín lo había sostenido con fuerza desde entonces, como si fuera un amuleto contra los miedos que su corta vida ya conocía.

—¡Hijo! —exclamó Roma, conteniendo las lágrimas al ver su semblante algo más animado.

—¡Mami! —Benjamín giró hacia ella con ojos brillantes, aunque el cansancio se reflejaba en la palidez de su rostro—. ¿Lo conseguiste? ¿Papito va a venir a verme? Por favorcito, yo quiero ver a mi papito.

El puchero en sus labios, tan dulce y sincero, partió el corazón de Roma.

Su hijo siempre había tenido esa habilidad de arrancarle una sonrisa, incluso en los momentos más oscuros. Pero esta vez, no pudo sonreír. No tenía el valor para destruir esa pequeña chispa de esperanza que veía en su mirada.

—¡Claro que sí! Papá dijo que vendría, y traerá un regalo, mi amor. No te preocupes.

Roma se acercó, besándole la frente con ternura. Benjamín sonrió y dejó escapar una pequeña risita que llenó el cuarto.

Su cabeza, sin cabello y más blanca que la nieve, era un recordatorio constante de la fragilidad de su situación. Y, sin embargo, sus ojos azules parecían un cielo despejado en medio de la tormenta.

Cuando la niñera salió, Roma tomó un libro y comenzó a leerle un cuento. Las palabras fluían como un bálsamo, calmando a su pequeño hasta que el sueño se lo llevó, dejándole respirar con tranquilidad.

Roma permaneció a su lado, acariciando su mejilla mientras las lágrimas, silenciosas y contenidas, caían.

—Haré lo que sea, Benjamín. Lo que sea... —susurró, más como una promesa para sí misma que para él.

***

La noche siguiente.

Roma ajustó la cinta de su vestido frente al espejo. Su reflejo le devolvía una mirada que no reconocía: resignación, rabia y una pizca de temor.

Había enviado un mensaje a Alonzo Wang, y su respuesta fue clara: debía llegar una hora antes al salón.

No tuvo opción.

Al cruzar las puertas del salón de fiestas, el ambiente le golpeó como una bofetada.

Las luces resplandecían sobre las mesas decoradas con flores blancas y doradas.

En el centro de la atención estaban ellos: Alonzo Wang, impecable, con un traje oscuro que lo hacía parecer sacado de una portada de revista, y Kristal, radiante con un vestido de diseñador que resaltaba su figura. Su sonrisa dulce parecía un disfraz, una máscara para ocultar lo que Roma sabía que era una naturaleza venenosa.

—¡Gracias por ayudarnos, Roma! —dijo Kristal con una sonrisa cargada de hipocresía—. Eres tan gentil. Me alegra que nos apoyes. Así debe hacerlo la familia. Como pronto seré la madrastra de Benjamín, me llena de felicidad que estés aquí. Y, claro, Alonzo se encargará de ayudarte con tu hijo.

Roma sintió cómo se tensaban sus puños. Todo en ella quería lanzarse sobre esa mujer, arrancarle esa falsa sonrisa del rostro.

—Eso no es ayuda. ¡Es la obligación de Alonzo! —espetó con rabia contenida, su voz temblando.

Alonzo, sin embargo, no se inmutó. Sus ojos, oscuros como pozos, la atravesaron con frialdad.

—¿Acaso no te ayudé con tu hijo, Roma? —su tono era bajo pero cargado de desprecio—. ¿No te doy suficiente dinero? Incluso doy más de lo que marca la ley. Te pago el hospital más caro del país, y aun así nunca estás conforme, ¿verdad?

Roma apretó los dientes, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con traicionarla.

—¿Y verlo? ¿Eso cuándo lo harás, Alonzo? —preguntó con voz rota, clavando su mirada en él, buscando cualquier rastro de humanidad.

Pero Alonzo simplemente rodó los ojos.

Con un ademán, una empleada se acercó y le entregó un traje de camarera.

—¿Quieres que vea a Benjamín? Entonces, haz lo que debes hacer por él.

Roma miró la ropa en sus manos, sintiendo cómo la humillación se arremolinaba en su pecho.

Miró a Alonzo y luego a Kristal, quien esbozaba una sonrisa triunfante.

—Esto es por Benjamín —murmuró para sí misma, como un mantra que la mantenía de pie.

***

Cuando la fiesta comenzó, Roma salió con su uniforme, sirviendo copas, mientras los murmullos llenaban el salón como un veneno invisible.

—¿Es la exesposa de Alonzo Wang?

—¡Qué vergüenza! La antigua señora Wang, ahora vestida de camarera.

Cada comentario era como una daga, pero Roma mantuvo la cabeza alta.

Sin embargo, todo se derrumbó cuando Kristal se acercó, su mirada llena de malicia.

Con un movimiento intencionado, la empujó suavemente, y el vino se derramó sobre sus zapatos.

—¡¿Qué hiciste, Roma?! —gritó Kristal, su voz resonando por todo el salón—. ¡Arruinaste mis zapatos!

Los ojos de Alonzo se volvieron hacia ella como cuchillas. Tomándola del brazo, la arrastró frente a todos.

—¡Limpia ahora esos zapatos!

Roma sintió que el rubor de la vergüenza encendía su rostro. Apenas levantó el pañuelo para obedecer cuando una voz profunda y llena de autoridad rompió el silencio.

—Detente.

La atención de todos giró hacia el hombre que se acercaba.

Giancarlo Savelli, con su imponente figura y una presencia que helaba el aire a su paso, miraba la escena con desdén.

Sin decir más, tomó el pañuelo de las manos de Roma y lo entregó a Kristal.

—Tú limpias. Fuiste la causante.

El salón quedó en un silencio sepulcral.

Kristal, temblando, tomó el pañuelo mientras Roma observaba, sorprendida, a este inesperado salvador.

Por primera vez en años, alguien la había defendido.

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