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El ambiente en la habitación se volvió pesado, cargado con una tensión palpable que parecía estallar con cada respiración que tomaban.Giancarlo, observando cada gesto de Roma, tenía los ojos fijos en ella, como si analizara cada parte de su ser.Su sonrisa se desdibujaba lentamente, pero su mirada, penetrante y desafiante, la atravesaba.Las mujeres a su alrededor se quedaron en silencio, conscientes de la dinámica que se desataba entre ambos, como si esperaran un desenlace.—¿Y por qué negociaría contigo, Roma Valenti? —preguntó él, su voz baja, casi un susurro, mientras recorría con la mirada el cuerpo de la mujer—. ¿Qué tienes tú, que no tengan todas esas mujeres que están aquí a mi lado? ¿Te crees más hermosa que ellas?Las mujeres rieron, un sonido burlón que resonó en el aire, sus ojos fijos en Roma con una mezcla de desafío y desdén. Se acercaron a él, sonriéndose con complicidad, como si estuvieran jugando un juego que Roma no entendía.Pero Roma, con un brillo de determinació
Roma se estremeció ante las palabras de Giancarlo, como si una ola de frío recorriera su cuerpo.Sus ojos se encontraron con los suyos, pero en su mente no había espacio para nada más que una imagen: su hijo.Todos los años de humillaciones, de dolores silenciosos, de sacrificios por los que había callado... Ahora, todo había desaparecido.El sufrimiento de su alma no importaba ya. Lo único que quedaba era el ardor de la venganza, esa que quemaba en su pecho con la intensidad de mil inviernos.«Ya no tengo nada que perder, nada que ganar. Todo lo que tengo ahora es esta sed de venganza, este deseo de arrancarle a quien me destruyó lo que más amaba», pensó, con una resolución que le sorprendió a sí misma.Con la cabeza erguida y una serenidad helada en sus ojos, Roma se adelantó, acercándose peligrosamente a Giancarlo. No importaba lo que él pensara. Nada importaba.Solo él y sus palabras le eran suficientes.—Sí, incluso puedo pagar con mi cuerpo.El impacto fue inmediato.Giancarlo ab
—¿Aceptas, Roma?Las palabras de Giancarlo se clavaron como dagas en su mente.Roma sintió el peso del momento; un temblor recorrió sus labios mientras su corazón palpitaba con fuerza. Por un instante, el rostro de Benjamín se dibujó en su mente, su sonrisa tímida y sus ojos llenos de preguntas inocentes. Pensó en todas las veces que había prometido protegerlo, en su juramento de no llorar por un hombre, ahora su hijo no estaba vivo, no tenía nada por ganar o perder.Con un suspiro profundo, cerró los ojos.—Acepto.La respuesta salió más débil de lo que esperaba, pero cada palabra llevaba una mezcla de determinación y resignación.Giancarlo arqueó una ceja, claramente sorprendido.Había esperado resistencia, un juego de evasivas, tal vez lágrimas.Pero aquella aceptación inmediata lo tomó desprevenido, tanto que por un instante sintió nervios. Aun así, esbozó una sonrisa, ocultando sus emociones bajo su habitual máscara de control.—Maravilloso. Entonces… mañana te veré. ¿Conoces el p
Roma luchaba con todas sus fuerzas, pero los brazos de los hombres que la sujetaban eran como tenazas de hierro.Se debatía desesperada mientras la arrastraban hacia el auto negro que aguardaba en la penumbra.Desde la ventanilla, alcanzaba a ver los ojos impasibles de los guardias, y una ola de rabia se encendía en su pecho.Su cuerpo temblaba, pero no era de miedo, sino de furia contenida.¿Cómo Alonzo Wang se atrevía a invadir su vida nuevamente, después de todo el daño que le había causado?Cuando el auto finalmente se detuvo, el silencio del motor apagado fue roto por el crujir de sus tacones al ser obligada a descender.Roma levantó la mirada y su corazón dio un vuelco. Reconoció el lugar de inmediato: las viejas bodegas de la empresa Wang.Frías, desoladas y carcomidas por el abandono, como los restos de un amor que alguna vez creyó eterno.La empujaron hacia el interior del edificio, donde la penumbra era apenas perforada por las luces vacilantes de unas lámparas industriales.
Roma tocó su mejilla con dedos temblorosos, mientras una carcajada amarga brotaba de sus labios.La risa resonó como una bofetada en el espacio vacío, y la sangre de su labio roto se mezcló con su furia. Era una risa rota, cargada de incredulidad y desprecio.—¡Golpéame, Alonzo! —escupió, su voz cargada de veneno—. ¡Claro que lo harás! Porque decir la verdad siempre fue lo único que te hacía daño, y tú… tú nunca soportaste enfrentarte a ella.Alonzo apretó los puños.Su mirada se ensombreció, pero detrás de esa máscara de ira, algo más lo carcomía: una chispa de duda, un retazo de culpa que él mismo se negaba a reconocer.—¡Roma! ¿Te volviste loca por la muerte de tu hijo? —rugió, pero su voz vaciló al final, como si las palabras se resistieran a salir.Roma se levantó del suelo tambaleándose, con las piernas temblorosas, pero con el orgullo intacto.Le apuntó con un dedo, como si ese gesto fuera un arma.—¡Sí, Alonzo, estoy loca! ¡Completamente loca de dolor, de rabia, de odio! ¿Y sab
Alonzo observó la puerta con el ceño fruncido.El sonido de los disparos había cesado, pero lo que vino después lo dejó helado.Un grupo de hombres encapuchados apareció, arrastrando a los guardias de Alonzo, heridos y ensangrentados, apenas vivos.La sangre fresca manchaba el suelo de la bodega, y el aire se impregnó con el aroma metálico de la muerte.—¿Quién demonios son ustedes? —gruñó Alonzo, alzando su pistola.Roma, con el rostro aún marcado por el golpe, miraba la escena con una mezcla de sorpresa.La fuerza con la que Alonzo la puso detrás de él la desconcertó.—¿Qué estás haciendo? —susurró ella con incredulidad.¿Acaso estaba intentando protegerla?Los encapuchados avanzaron con pasos firmes, implacables como la muerte misma.Las armas apuntaron directamente a Alonzo.—¡Suelte el arma, señor Wang! —ordenó uno de ellos con voz autoritaria—. Libere a Roma Valenti, o lo mataremos aquí mismo.La mente de Alonzo se debatió frenéticamente. Cinco hombres armados, ningún escape posi
«Somos tus hijos»Matías levantó las manos, gesticulando en su lenguaje de señas.—Maty dice que somos tus hijos, mami, ¿no nos quieres? —traducía Mateo con una voz dulce, pero sus ojos reflejaban un abismo de tristeza que Roma no pudo ignorar.El aire en la habitación se volvió denso.Roma sintió que algo en su pecho se quebraba, sus ojos se abrieron enormemente al mirar a los gemelos, y por un instante creyó ver a Benjamín en ellos: la misma expresión inocente, la misma forma de inclinar la cabeza. Su mente comenzó a desmoronarse.—Yo… yo… —las palabras se ahogaron en su garganta.—¡Lo sabía! ¡Ninguna mamita nos quiere! —gritó Aria, su voz entrecortada por un sollozo que no terminaba de salir.—¡No! —exclamó Roma, dando un paso hacia ellos. Una culpa sofocante se apoderó de ella—. Claro que mamita los quiere.Antes de que pudiera reaccionar, los niños se arrojaron a sus brazos, abrazándola con fuerza.Roma sintió el peso de sus pequeños cuerpos contra el suyo, como un ancla que la ma
La pequeña Aria vaciló, su manita aún suspendida en el aire, demasiado cerca del fuego.Su mirada se clavó en Roma, buscando algo, quizás una súplica desesperada, o tal vez la confirmación de que era importante para ella,Roma dio un paso hacia ella, los nervios traicionándola.—¡Aria, no lo hagas! —suplicó, su voz cargada de angustia—. Por favor.Pero la pequeña negó con un cabeceo obstinado, lágrimas acumulándose en sus ojos grandes y oscuros.—¡No! Mamita solo debe querernos a nosotros. ¡Solo a nosotros! —gritó con una furia que parecía mayor a la que un niño de su edad podía contener.Cuanto más acercaba la foto al fuego, más se rompía algo dentro de Roma.En un impulso inconsciente, levantó una mano, como si fuera a detenerla... o peor.Aria retrocedió, encogiéndose de miedo al ver el gesto.Comenzó a llorar, cubriéndose la cara con sus pequeños brazos.—¡No me pegues, mamita! ¡No me pegues!La escena golpeó a Roma como un balde de agua helada.Sintió el peso de sus propias emocio