En el hospital
El aire era denso en el hospital, impregnado del olor frío y metálico de los desinfectantes.
Roma irrumpió en el pasillo, sus pasos rápidos y descompasados resonaban.
Sus ojos, enrojecidos y llenos de lágrimas, parecían pedir un milagro a cualquiera que se cruzara en su camino.
Entonces lo vio.
El oncólogo de Benjamín. Al cruzar sus miradas, el médico se acercó, y sin decir nada, tomó las manos de Roma con una suavidad que ella interpretó como una advertencia.
—¿Cómo está? —preguntó Roma con voz rota, apenas un susurro—. Mi hijo estaba bien cuando lo dejé esta mañana...
El médico titubeó, buscando las palabras adecuadas. Pero no había manera de suavizar la verdad.
—Roma... sabes que hemos hecho todo lo posible. Él... está muriendo. No creo que pase de esta noche.
Las palabras cayeron sobre Roma como un mazazo. Su mundo se detuvo. Era como si el aire hubiera sido arrancado de sus pulmones.
—¡No! ¡No puede ser! ¡Por favor, no! —gimió, tambaleándose hacia adelante. Sus piernas flaquearon, y habría caído al suelo de no ser por los brazos del doctor que la sostuvieron.
—Escúchame, Roma —insistió con calma, aunque sus propios ojos parecían empañarse por la compasión—. Sabías que este momento llegaría. Tienes que ser fuerte. Ben está llamándote. Quiere verte.
Ella apenas podía procesar sus palabras. Su mente se aferraba desesperadamente a la esperanza, aunque su corazón sabía la verdad.
—¿Y su padre? —preguntó el médico, y Roma miró alrededor como si Alonzo fuera a aparecer de repente
—Él prometió que vendría...
El médico no respondió.
En todos los meses de tratamiento, había visto a Alonzo Wang apenas una vez. Había sido suficiente para notar su frialdad, la indiferencia con la que se dirigía tanto a Roma como al pequeño. Pero no quiso herirla con esas palabras.
—Debes entrar con Ben —le dijo finalmente, soltando un leve suspiro—. Te está esperando.
Roma asintió con un movimiento débil de cabeza, luchando por calmar sus temblores.
Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, respiró profundamente y se encaminó hacia la habitación.
Dentro de la habitación, parecía aún más sombrío de lo habitual, iluminado solo por la tenue luz de los monitores que emitían pitidos rítmicos.
Benjamín estaba recostado, su pequeño cuerpo casi perdido entre las sábanas blancas.
La niñera, sentada junto a él, lloraba en silencio.
Al ver a Roma, se levantó apresuradamente y la abrazó con fuerza.
—Señora... lo siento tanto...
Roma no respondió, solo asintió y acarició el brazo de la mujer en señal de agradecimiento antes de que saliera de la habitación.
Entonces, se acercó a su hijo.
Benjamín abrió lentamente los ojos al sentir su presencia. Con movimientos torpes y débiles, intentó quitarse la mascarilla de oxígeno.
—No, amor, no lo hagas —dijo Roma con dulzura, tratando de colocarla de nuevo.
—Mamita... —murmuró Benjamín, su voz apenas un hilo—. ¿Y papito? ¿No vino a verme? ¿No quiso?
El corazón de Roma se quebró en mil pedazos. Contuvo las lágrimas, apretando los labios mientras le devolvía la mascarilla.
—Claro que quiere verte, cariño. Está trabajando, pero viene en camino. Voy a llamarlo ahora mismo.
Se levantó rápidamente, casi tropezando con los cables, y sacó su teléfono.
Sus manos temblaban tanto que apenas podía marcar el número.
El tono sonó una y otra vez, pero nadie respondió. Finalmente, la llamada fue a buzón.
Llamó otra vez y de repente, un ruido rompió el silencio.
Voces al otro lado del teléfono, risas y.… gemidos.
Roma sintió que su estómago se hundía.
—¿Qué quieres, Roma? —la voz de Kristal, fría y burlona, resonó con fuerza—. Alonzo no irá a ver a tu bastardo. Ahora está conmigo, haciéndome un hijo de verdad, porque el que tú tienes... salió defectuoso.
El teléfono se le cayó de las manos antes de que pudiera escuchar algo más.
Su cuerpo entero se estremeció mientras las lágrimas caían sin control.
—¡No, no, no! —murmuró entre sollozos.
***
Lejos de ahí.
Alonzo miró a Kristal con el ceño fruncido mientras le quitaba el teléfono de las manos.
—¿Por qué dijiste eso? —preguntó, aunque en el fondo no quería enfrentarse a la verdad de su propia crueldad.
Kristal sonrió con malicia, acercándose a él como una serpiente acechando a su presa.
—¿Lo has olvidado? Ese niño no es tuyo. Roma te engañó. Y yo te daré el hijo que realmente mereces.
Las palabras de Kristal eran dulces y venenosas al mismo tiempo.
Alonzo quiso creerle, pero una parte de él no podía dejar de pensar en Roma, y el pequeño Benjamín, pero al sentir las caricias de esa mujer, solo se dejó llevar por la pasión.
—¡Mami, no llores, por favor! —La voz de Benjamín, quebrada, pero tierna, irrumpió en el cuarto como un rayo de luz en medio de una tormenta.Roma, absorta en su dolor, se congeló al escuchar a su hijo, no quería que él la viera así, por eso había soportado tanto. La súplica la arrancó de las profundidades de su angustia, obligándola a mirar sus pequeños ojos llenos de inocencia y preocupación.Se arrodilló junto a la cama, tomó su mano y la besó como si su contacto pudiera detener el tiempo.—Estoy aquí, mi amor. Mamá está contigo —dijo y calmó su llanto, fingiendo una sonrisa falsa. Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, la sombra de la tristeza seguía pesando sobre su corazón. La traición de Alonzo era una herida abierta, pero por Benjamín, decidió que jamás permitiría que sintiera otra cosa que amor.El niño la miró con una mezcla de tristeza y resignación. Era demasiado pequeño para entender completamente, pero había un entendimiento silencioso en sus ojos.—Mi papito
Alonzo Wang regresó a la ciudad con Kristal unos días después.El ambiente en el jet privado era tenso, aunque ambos aparentaban calma.Kristal repasaba mentalmente cada detalle de la fiesta de esa noche, convencida de que sería su oportunidad de consolidar su posición junto a Alonzo.Él, por su parte, miraba por la ventana con indiferencia, mientras una inquietud invisible comenzaba a germinar en su interior, aunque no lo reconociera.La fiesta estaba en su apogeo cuando llegaron, pero algo en el aire se sintió extraño desde el primer paso que dieron.Las conversaciones parecían detenerse momentáneamente, reemplazadas por susurros que no tardaron en hacerse audibles.Mientras Alonzo y Kristal recorrían el salón, las miradas no eran de admiración, sino de reproche.—Alonzo Wang es un hombre cruel —susurró una mujer mientras agitaba su abanico de manera nerviosa—. Su hijo acaba de morir, ¡y está aquí como si nada!—Qué sangre tan fría. Ni siquiera fue a su funeral —respondió otra con un
Roma dejó escapar un grito desgarrador que resonó en el pequeño cuarto de la vieja granja.Su teléfono, ahora en el suelo, mostraba una pantalla rota, reflejo de la tormenta que se desataba en su interior.Hundió los puños contra el suelo de madera con una fuerza desesperada, como si con cada golpe intentara liberar la furia y la tristeza que la consumían. Las lágrimas caían con violencia, ardiendo en sus mejillas, mezclando dolor y rabia.—¡¿Cómo pueden decir eso?! —sollozó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudo negar que es tu padre, Benjamín? ¡Nunca estuve con otro hombre! ¡Nunca! ¡Siempre lo amé a él, solo a él! —Su voz se rompió aún más mientras las palabras se deshacían en el aire—. ¿Por qué me hace esto? ¿No es suficiente con haberme arrebatado todo? ¿Con dejarme muerta en vida sin mi hijo? ¡De verdad quiere destruirme por completo!El peso de su propio lamento la aplastó, dejándola de rodillas en el suelo, abrazando la ausencia de su hijo como si pudiera tocarlo aún.En medio de su
Mansión SavelliLa noche era tranquila en la imponente mansión Savelli, pero la calma se rompió cuando Giancarlo, dispuesto a salir para una reunión de negocios, escuchó risas y murmullos provenientes del piso superior.Instintivamente, giró sobre sus talones y subió las escaleras, con pasos decididos, directo a la habitación de sus gemelos.Abrió la puerta con cuidado, pero no pudo evitar sonreír al ver a Mateo y Matías de pie sobre sus camas, vestidos con sus mamelucos a juego, Mateo reía.—¿Qué hacen despiertos a estas horas, pequeños bribones? —preguntó con una sonrisa cansada mientras los cargaba a ambos en sus brazos.Mateo, siempre el portavoz de ambos, lo miró con ojos llenos de ilusión.—Papito, mañana es nuestro cumpleaños, ¿lo sabías? —dijo con seriedad infantil.Giancarlo asintió, aunque ya lo sabía.Pero lo que vino después lo dejó sin palabras.—Ya sabemos qué regalo queremos.El silencio que siguió fue breve, pero tenso. Giancarlo miró a Matías, quien, incapaz de hablar
El ambiente en la habitación se volvió pesado, cargado con una tensión palpable que parecía estallar con cada respiración que tomaban.Giancarlo, observando cada gesto de Roma, tenía los ojos fijos en ella, como si analizara cada parte de su ser.Su sonrisa se desdibujaba lentamente, pero su mirada, penetrante y desafiante, la atravesaba.Las mujeres a su alrededor se quedaron en silencio, conscientes de la dinámica que se desataba entre ambos, como si esperaran un desenlace.—¿Y por qué negociaría contigo, Roma Valenti? —preguntó él, su voz baja, casi un susurro, mientras recorría con la mirada el cuerpo de la mujer—. ¿Qué tienes tú, que no tengan todas esas mujeres que están aquí a mi lado? ¿Te crees más hermosa que ellas?Las mujeres rieron, un sonido burlón que resonó en el aire, sus ojos fijos en Roma con una mezcla de desafío y desdén. Se acercaron a él, sonriéndose con complicidad, como si estuvieran jugando un juego que Roma no entendía.Pero Roma, con un brillo de determinació
Roma se estremeció ante las palabras de Giancarlo, como si una ola de frío recorriera su cuerpo.Sus ojos se encontraron con los suyos, pero en su mente no había espacio para nada más que una imagen: su hijo.Todos los años de humillaciones, de dolores silenciosos, de sacrificios por los que había callado... Ahora, todo había desaparecido.El sufrimiento de su alma no importaba ya. Lo único que quedaba era el ardor de la venganza, esa que quemaba en su pecho con la intensidad de mil inviernos.«Ya no tengo nada que perder, nada que ganar. Todo lo que tengo ahora es esta sed de venganza, este deseo de arrancarle a quien me destruyó lo que más amaba», pensó, con una resolución que le sorprendió a sí misma.Con la cabeza erguida y una serenidad helada en sus ojos, Roma se adelantó, acercándose peligrosamente a Giancarlo. No importaba lo que él pensara. Nada importaba.Solo él y sus palabras le eran suficientes.—Sí, incluso puedo pagar con mi cuerpo.El impacto fue inmediato.Giancarlo ab
—¿Aceptas, Roma?Las palabras de Giancarlo se clavaron como dagas en su mente.Roma sintió el peso del momento; un temblor recorrió sus labios mientras su corazón palpitaba con fuerza. Por un instante, el rostro de Benjamín se dibujó en su mente, su sonrisa tímida y sus ojos llenos de preguntas inocentes. Pensó en todas las veces que había prometido protegerlo, en su juramento de no llorar por un hombre, ahora su hijo no estaba vivo, no tenía nada por ganar o perder.Con un suspiro profundo, cerró los ojos.—Acepto.La respuesta salió más débil de lo que esperaba, pero cada palabra llevaba una mezcla de determinación y resignación.Giancarlo arqueó una ceja, claramente sorprendido.Había esperado resistencia, un juego de evasivas, tal vez lágrimas.Pero aquella aceptación inmediata lo tomó desprevenido, tanto que por un instante sintió nervios. Aun así, esbozó una sonrisa, ocultando sus emociones bajo su habitual máscara de control.—Maravilloso. Entonces… mañana te veré. ¿Conoces el p
Roma luchaba con todas sus fuerzas, pero los brazos de los hombres que la sujetaban eran como tenazas de hierro.Se debatía desesperada mientras la arrastraban hacia el auto negro que aguardaba en la penumbra.Desde la ventanilla, alcanzaba a ver los ojos impasibles de los guardias, y una ola de rabia se encendía en su pecho.Su cuerpo temblaba, pero no era de miedo, sino de furia contenida.¿Cómo Alonzo Wang se atrevía a invadir su vida nuevamente, después de todo el daño que le había causado?Cuando el auto finalmente se detuvo, el silencio del motor apagado fue roto por el crujir de sus tacones al ser obligada a descender.Roma levantó la mirada y su corazón dio un vuelco. Reconoció el lugar de inmediato: las viejas bodegas de la empresa Wang.Frías, desoladas y carcomidas por el abandono, como los restos de un amor que alguna vez creyó eterno.La empujaron hacia el interior del edificio, donde la penumbra era apenas perforada por las luces vacilantes de unas lámparas industriales.