—¡Señor Savelli…! —la voz de Kristal temblaba, atrapada entre el miedo y la impotencia, mientras observaba al hombre frente a ella. Su garganta parecía cerrarse con cada palabra que intentaba pronunciar.
—Señor Savelli, por favor, no se preocupe por esta situación, esto es entre nosotros tres —dijo Alonzo con una calma que no correspondía a la tensión en sus ojos, intentando mantener el control en una situación que ya se estaba desbordando.
Giancarlo Savelli levantó la copa con una sonrisa fría, su mirada fija en Alonzo.
—¿Y por qué no? Todos sabemos que esto fue causado por su futura esposa —dijo con voz grave, mientras un brillo cruel aparecía en su mirada—. ¿Dejarás que tu futura mujer sea una inútil que no puede ni limpiar sus propios zapatos?
Las palabras de Giancarlo parecieron golpear a Alonzo.
Sus puños se apretaron con fuerza, la mandíbula tensa, y un sabor amargo se instaló en su boca.
A pesar de su compostura exterior, en su interior algo se retorcía.
Giancarlo era un hombre peligroso, un CEO poderoso, y hasta peligroso, todos decían que tenían nexos con la mafia, era elegante pero implacable, y su presencia era una amenaza constante.
—Tal vez, señor Savelli, debería meterse en sus propios asuntos —respondió Alonzo con firmeza, pero su voz temblaba, apenas perceptiblemente.
Giancarlo soltó una carcajada llena de veneno, como si las palabras de Alonzo fueran una broma.
—¿Sí? —preguntó, alzando las cejas con desdén.
Roma nunca había visto a Alonzo tan desconcertado, tan vulnerable. Un sudor frío perlaba su frente.
—¿Puedes repetirlo? —dijo Giancarlo, acercándose peligrosamente a él. Su tono era oscuro, como una amenaza a punto de cumplirse—. Creo que mis asuntos son lo que yo diga, ¿verdad?
Se acercó aún más, hasta que su respiración se hizo casi palpable.
De repente, el silencio en la habitación se rompió por un ruido sordo: un hombre con una pistola se acercó rápidamente y apuntó directamente a la cabeza de Kristal.
La tensión se desbordó. La gente alrededor, antes indiferente, ahora observaba en estado de shock.
Nadie se atrevió a mover un dedo.
—¡Señor Savelli! —exclamó Alonzo, pero su voz sonó vacía, casi perdida en la enorme presión que lo envolvía.
—Ahora, deberías limpiar tú mismo los zapatos de tu futura esposa. ¿No la amas? —dijo Giancarlo, su risa cruel llenando el aire.
Kristal, al borde de las lágrimas, no podía creer lo que veía.
El terror en sus ojos era palpable, sus manos temblaban, y su mente luchaba por procesar la humillación a la que la estaban sometiendo.
Alonzo, con rabia creciente, se agachó y tomó el pañuelo con manos temblorosas, limpiando las zapatillas de Kristal con un gesto mecánico, como si fuera la única forma de apaciguar la furia que hervía en su interior.
La escena se volvió surrealista, como una pesadilla en la que todos los presentes parecían estancados, sin poder hacer nada.
Cuando terminó, Giancarlo estalló en una risa burlona.
—¡Un aplauso para los futuros esposos! ¿No son un encanto? —dijo con voz retumbante, mientras la confusión reinaba en el ambiente.
La multitud, desconcertada, comenzó a aplaudir, pero era un aplauso vacío, como si nada en esa habitación tuviera sentido.
—Señor Wang, no te molestes, tengo un regalo para ti —continuó Giancarlo, cambiando de tono con una suavidad inesperada—. Voy a aceptar ser tu socio en la empresa, te daré el dinero que pediste para salvar tu imperio.
Las palabras de Giancarlo fueron sorprendentes para Alonzo.
Su semblante, antes humillado, se iluminó con una sorpresa contenida. Sus ojos se abrieron en shock y su expresión pasó de la rabia a una inesperada felicidad.
—No te vas a arrepentir, Savelli —dijo Alonzo, como si fuera la única salida a su tormento.
Giancarlo le dio una palmada en la espalda, que resonó en el aire, tan fría y calculada.
—Vamos, brindemos —dijo, levantando su copa con una sonrisa triunfal.
Kristal miró a Roma con una mezcla de odio y desesperación. Estaba a punto de estallar, de reclamarle, pero entonces, la voz de Giancarlo la interrumpió.
—Futura señora Wang, venga aquí.
La orden fue clara, y Kristal no tuvo más opción que alejarse,
Roma, por su parte, caminó hacia el baño de empleados.
Necesitaba un respiro, su corazón latía con fuerza, y su mente no podía dejar de dar vueltas a todo lo que acababa de suceder.
La fiesta continuó, pero Roma solo quería irse.
La noche llegó a su fin, y cuando Giancarlo finalmente se retiró, Roma buscó a Alonzo.
—¡Basta de caprichos, Kristal! —dijo Alonzo, su tono firme, pero Roma podía ver la tensión en su rostro.
—El dinero que Savelli invertirá en mi empresa es demasiado, no voy a perder esa inversión.
Kristal dio media vuelta, su rabia visible en cada movimiento, mientras se alejaba furiosa.
—Alonzo, prometiste que vendrías a ver a nuestro hijo —dijo Roma, su voz cargada de una desesperación contenida.
Alonzo la miró con una mezcla de agotamiento y frustración.
Lanzó un suspiro profundo, mirando la hora con impaciencia.
—Está bien, vamos —respondió
Pero antes de que pudieran irse, Kristal los detuvo, su tono exigente y herido.
—Amor, al menos llévame a casa, luego puedes ir con Roma, por favor.
Roma sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras. La incertidumbre se apoderó de ella.
—Tenemos un acuerdo, Alonzo, debes cumplirlo —dijo Roma, su voz más firme que nunca.
Él la miró con severidad, sus ojos oscuros brillando con un rencor que Roma no entendía.
—Ya lo sé, ve al hospital, en media hora estaré allí, lo prometo —respondió con una frialdad que le hizo dudar.
Roma titubeó, pero al final cedió.
Mientras ella se alejaba del salón, su mente no dejaba de repasar lo ocurrido.
Al salir, sintió unas manos frías que la sujetaron por los hombros con fuerza.
Giró rápidamente, y ahí estaba Giancarlo Savelli, su presencia imponente.
Él la empujó contra la pared con una fuerza inesperada, acorralándola en la oscuridad.
—¡¿Qué…?! ¿Qué es lo que quiere, señor Savelli? —su voz salió quebrada, temblorosa.
La figura de Giancarlo se alzó ante ella como una sombra, su perfume penetrante, su mirada profunda y enigmática.
Era un hombre atractivo, pero la maldad que lo rodeaba lo hacía temible.
—¿Por qué dejas que te humillen como un zapato viejo, mujer? —su voz grave se deslizó como una amenaza.
Roma titubeó, su corazón palpitando con fuerza.
—No se meta en mis asuntos —respondió con rabia, harta de ser ofendida, pero Giancarlo la empujó más fuerte contra la pared, acercándose aún más.
—¿No tienes dignidad? —sus palabras fueron acompañadas de un toque inesperadamente suave en su mejilla. Roma cerró los ojos, estremecida.
Tenía tanto tiempo sin sentir una caricia, pero el toque de Giancarlo la helaba por dentro.
—Si la recuperas, puedes llamarme. Si fueras mi esposa, nunca dejaría que nadie te lastimara —dijo con una voz que no dejaba lugar a dudas.
Él le ofreció su tarjeta, y Roma, confundida, la tomó entre sus manos temblorosas.
La presencia de Giancarlo se desvaneció cuando se alejó, dejando un eco de incertidumbre en su mente.
Con el corazón aún acelerado, Roma vio cómo se alejaba hacia su Bentley. En ese momento, su teléfono sonó, rompiendo el silencio.
—¡Señora, tiene que venir, su hijo la necesita! ¡Se puso enfermo!
El terror la invadió, y sin pensarlo, corrió hacia el hospital, con el miedo, apretándole el pecho.
En el hospitalEl aire era denso en el hospital, impregnado del olor frío y metálico de los desinfectantes.Roma irrumpió en el pasillo, sus pasos rápidos y descompasados resonaban.Sus ojos, enrojecidos y llenos de lágrimas, parecían pedir un milagro a cualquiera que se cruzara en su camino.Entonces lo vio.El oncólogo de Benjamín. Al cruzar sus miradas, el médico se acercó, y sin decir nada, tomó las manos de Roma con una suavidad que ella interpretó como una advertencia.—¿Cómo está? —preguntó Roma con voz rota, apenas un susurro—. Mi hijo estaba bien cuando lo dejé esta mañana...El médico titubeó, buscando las palabras adecuadas. Pero no había manera de suavizar la verdad.—Roma... sabes que hemos hecho todo lo posible. Él... está muriendo. No creo que pase de esta noche.Las palabras cayeron sobre Roma como un mazazo. Su mundo se detuvo. Era como si el aire hubiera sido arrancado de sus pulmones.—¡No! ¡No puede ser! ¡Por favor, no! —gimió, tambaleándose hacia adelante. Sus pie
—¡Mami, no llores, por favor! —La voz de Benjamín, quebrada, pero tierna, irrumpió en el cuarto como un rayo de luz en medio de una tormenta.Roma, absorta en su dolor, se congeló al escuchar a su hijo, no quería que él la viera así, por eso había soportado tanto. La súplica la arrancó de las profundidades de su angustia, obligándola a mirar sus pequeños ojos llenos de inocencia y preocupación.Se arrodilló junto a la cama, tomó su mano y la besó como si su contacto pudiera detener el tiempo.—Estoy aquí, mi amor. Mamá está contigo —dijo y calmó su llanto, fingiendo una sonrisa falsa. Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, la sombra de la tristeza seguía pesando sobre su corazón. La traición de Alonzo era una herida abierta, pero por Benjamín, decidió que jamás permitiría que sintiera otra cosa que amor.El niño la miró con una mezcla de tristeza y resignación. Era demasiado pequeño para entender completamente, pero había un entendimiento silencioso en sus ojos.—Mi papito
Alonzo Wang regresó a la ciudad con Kristal unos días después.El ambiente en el jet privado era tenso, aunque ambos aparentaban calma.Kristal repasaba mentalmente cada detalle de la fiesta de esa noche, convencida de que sería su oportunidad de consolidar su posición junto a Alonzo.Él, por su parte, miraba por la ventana con indiferencia, mientras una inquietud invisible comenzaba a germinar en su interior, aunque no lo reconociera.La fiesta estaba en su apogeo cuando llegaron, pero algo en el aire se sintió extraño desde el primer paso que dieron.Las conversaciones parecían detenerse momentáneamente, reemplazadas por susurros que no tardaron en hacerse audibles.Mientras Alonzo y Kristal recorrían el salón, las miradas no eran de admiración, sino de reproche.—Alonzo Wang es un hombre cruel —susurró una mujer mientras agitaba su abanico de manera nerviosa—. Su hijo acaba de morir, ¡y está aquí como si nada!—Qué sangre tan fría. Ni siquiera fue a su funeral —respondió otra con u
Roma dejó escapar un grito desgarrador que resonó en el pequeño cuarto de la vieja granja.Su teléfono, ahora en el suelo, mostraba una pantalla rota, reflejo de la tormenta que se desataba en su interior.Hundió los puños contra el suelo de madera con una fuerza desesperada, como si con cada golpe intentara liberar la furia y la tristeza que la consumían. Las lágrimas caían con violencia, ardiendo en sus mejillas, mezclando dolor y rabia.—¡¿Cómo pueden decir eso?! —sollozó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudo negar que es tu padre, Benjamín? ¡Nunca estuve con otro hombre! ¡Nunca! ¡Siempre lo amé a él, solo a él! —Su voz se rompió aún más mientras las palabras se deshacían en el aire—. ¿Por qué me hace esto? ¿No es suficiente con haberme arrebatado todo? ¿Con dejarme muerta en vida sin mi hijo? ¡De verdad quiere destruirme por completo!El peso de su propio lamento la aplastó, dejándola de rodillas en el suelo, abrazando la ausencia de su hijo como si pudiera tocarlo aún.En medio de su
Mansión SavelliLa noche era tranquila en la imponente mansión Savelli, pero la calma se rompió cuando Giancarlo, dispuesto a salir para una reunión de negocios, escuchó risas y murmullos provenientes del piso superior.Instintivamente, giró sobre sus talones y subió las escaleras, con pasos decididos, directo a la habitación de sus gemelos.Abrió la puerta con cuidado, pero no pudo evitar sonreír al ver a Mateo y Matías de pie sobre sus camas, vestidos con sus mamelucos a juego, Mateo reía.—¿Qué hacen despiertos a estas horas, pequeños bribones? —preguntó con una sonrisa cansada mientras los cargaba a ambos en sus brazos.Mateo, siempre el portavoz de ambos, lo miró con ojos llenos de ilusión.—Papito, mañana es nuestro cumpleaños, ¿lo sabías? —dijo con seriedad infantil.Giancarlo asintió, aunque ya lo sabía.Pero lo que vino después lo dejó sin palabras.—Ya sabemos qué regalo queremos.El silencio que siguió fue breve, pero tenso. Giancarlo miró a Matías, quien, incapaz de hablar
—¡Te lo suplico, Alonzo, ven al cumpleaños de Benjamín! ¡Él es tu hijo! Está muy enfermo, ¡todo lo que quiere es verte! Podría ser la última vez… —la voz de Roma quebró, su garganta se cerró y sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas, pero no las dejaba caer.No podía. No frente a él. No frente al hombre que había sido su amor, su vida, su todo. Y ahora… era un desconocido que la rechazaba, que la miraba con desdén.Roma Valenti estaba de rodillas en el suelo, aferrada a las piernas de ese hombre, incapaz de levantarse, como si su cuerpo no le respondiera, como si la indignidad de esa situación la hubiera atrapado por completo.Pero lo peor no era eso. A pesar de todo, ella haría lo que fuera por su hijo, por eso estaba ahí.En lo más profundo de su ser, Roma sabía que se había perdido a sí misma en el amor por Alonzo.Y ahora, estaba dispuesta a quemarse hasta el último aliento por su hijo, por Benjamín, quien no merecía vivir sin el padre que tanto lo necesitaba.—¡No te cansarás
Roma cruzó el umbral de la habitación de Benjamín con una mezcla de ansiedad y alivio.Ahí estaba su pequeño, con una sonrisa iluminando su rostro mientras la niñera jugaba con él usando un pequeño dinosaurio de plástico. Ese dinosaurio había sido su favorito desde que lo encontraron en una tienda al salir de una consulta médica. Benjamín lo había sostenido con fuerza desde entonces, como si fuera un amuleto contra los miedos que su corta vida ya conocía.—¡Hijo! —exclamó Roma, conteniendo las lágrimas al ver su semblante algo más animado.—¡Mami! —Benjamín giró hacia ella con ojos brillantes, aunque el cansancio se reflejaba en la palidez de su rostro—. ¿Lo conseguiste? ¿Papito va a venir a verme? Por favorcito, yo quiero ver a mi papito.El puchero en sus labios, tan dulce y sincero, partió el corazón de Roma.Su hijo siempre había tenido esa habilidad de arrancarle una sonrisa, incluso en los momentos más oscuros. Pero esta vez, no pudo sonreír. No tenía el valor para destruir esa