—¡Mami, no llores, por favor! —La voz de Benjamín, quebrada, pero tierna, irrumpió en el cuarto como un rayo de luz en medio de una tormenta.
Roma, absorta en su dolor, se congeló al escuchar a su hijo, no quería que él la viera así, por eso había soportado tanto.
La súplica la arrancó de las profundidades de su angustia, obligándola a mirar sus pequeños ojos llenos de inocencia y preocupación.
Se arrodilló junto a la cama, tomó su mano y la besó como si su contacto pudiera detener el tiempo.
—Estoy aquí, mi amor. Mamá está contigo —dijo y calmó su llanto, fingiendo una sonrisa falsa.
Pero incluso mientras pronunciaba esas palabras, la sombra de la tristeza seguía pesando sobre su corazón. La traición de Alonzo era una herida abierta, pero por Benjamín, decidió que jamás permitiría que sintiera otra cosa que amor.
El niño la miró con una mezcla de tristeza y resignación. Era demasiado pequeño para entender completamente, pero había un entendimiento silencioso en sus ojos.
—Mi papito no quiso venir, ¿verdad? —Su voz apenas era un susurro.
Roma abrió la boca, dispuesta a inventar una mentira piadosa, algo que protegiera la inocencia de su hijo un poco más. Pero Benjamín negó con la cabeza antes de que ella pudiera responder.
—No mientas más, mami —dijo, y su voz tembló—. Papi no me quiere...
—¡No! —La negación salió de Roma como un grito ahogado, y las lágrimas empezaron a caer sin control—. No, mi amor, él te ama. Solo... solo no me ama a mí.
Benjamín pareció considerar esas palabras por un momento. Luego, con la franqueza de los niños, declaró:
—Si papi no ama a mami, entonces ya no lo amo... —dijo con firmeza.
El sonido de una tos repentina llenó el cuarto, rompiendo el aire cargado de tristeza.
Roma se apresuró a sostenerlo, acariciando su espalda hasta que la tos cesó.
—Olvídalo, mi amor —le dijo, tratando de recuperar la calma—. Todo lo que importa eres tú. Te amo, mi niño. Eres mi vida, mi todo.
Benjamín levantó su rostro, pálido y frágil, y susurró:
—Mami, estoy muy cansado... soñé con un angelito. Me dijo que iba a venir por mí.
El miedo la golpeó como una ola helada, no quería perderlo, ese era su peor temor en la vida.
—No... no digas eso, Benjamín. Estás aquí conmigo. Todo estará bien.
—Mami... prométeme algo —dijo el pequeño con voz muy débil
Roma, temblando, asintió rápidamente.
—Lo que quieras, mi amor. Pídeme lo que quieras.
El niño levantó una manita para limpiar las lágrimas de su madre.
—Prométeme que nunca más llorarás por papito. Júrame que no lo vas a querer más... y que buscarás un papito que te haga feliz cuando yo no esté.
Las palabras de Benjamín perforaron el corazón de Roma como mil agujas. La desesperación la invadió, pero no quiso discutir. Con una amarga sonrisa, asintió.
—Lo prometo, mi amor —dijo fingiendo una calma que ya no sentía
Unieron sus meñiques en señal de promesa, y Benjamín suspiró aliviado.
—Mami, ¿duermes conmigo?
Roma asintió una vez más, dejando que su cabeza descansara sobre la cama, junto a la de su hijo. Entrelazaron sus manos, aferrándose el uno al otro como si al hacerlo pudieran detener el inevitable paso del tiempo.
A pesar de su determinación por no dormir, el sueño la venció por el cansancio.
***
Roma despertó con un sobresalto, una brisa fría rozando su rostro. El sonido de la máquina de latidos era irregular, errático. El pánico la invadió.
—¡Benjamín! —Lo llamó mientras lo sacudía suavemente. No respondió.
El aire pareció desaparecer del cuarto y cuando lo vio, a pesar de estar con ojos cerrados, supo que no dormía.
—¡Por favor, Benjamín! ¡Despierta! —gritó desesperada
Los médicos y enfermeras entraron apresurados, tratando de apartarla, pero Roma se resistió.
—¡Déjenme estar con él! ¡Es mi hijo! —exclamó fuera de sí, temiendo lo peor.
Intentaron reanimarlo, pero las miradas sombrías de los médicos no dejaban lugar a esperanzas. Finalmente, uno de ellos habló:
—Lo siento... Benjamín falleció mientras dormía —dijo con voz triste, pero clara.
El grito de Roma resonó como un eco interminable, llenando cada rincón del hospital.
—¡No! ¡No puede ser! ¡Devuélvanmelo! ¡Por favor! —Se lanzó sobre el pequeño cuerpo de su hijo, abrazándolo como si pudiera devolverle la vida con el calor de su amor.
—¡No me dejes, mi amor! ¡Haré lo que sea! ¡Juro que traeré a ese maldito de Alonzo aquí si eso te trae de vuelta! ¡Lo juro! —Roma parecìa estar volviéndose loca, mientras las enfermeras luchaban por calmarla
La sacaron de la habitación mientras sus lágrimas caían como un torrente imparable. En ese momento, el mundo dejó de tener color.
***
El entierro de Benjamín fue silencioso, casi desolado. Solo unas pocas personas asistieron, pero ninguna podía entender el abismo de sufrimiento que consumía a Roma.
Por supuesto, Alonzo Wang no apareció por ahí, ni siquiera una llamada, nada en lo absoluto, solo un silencio demoledor para Roma, que casi ya no podía más, después, escuchó de la gente, que hablaba sin pensar en su dolor, que Alonzo y Kristal habían salido de la ciudad, sin importarles nada, ahora Roma no sabìa nada de ellos, pero ya no importaba.
Roma solo pensaba en su amado hijo, en tener que dejarlo en esa tumba, tres metros bajo tierra, y no podía detenerlo, no podía estar con él, eso la estaba destrozando.
Pronto, la poca gente ahí se marchó, solo quedó ella, frente a la tumba de su hijo, desesperada, con el corazón, aun ardiendo de dolor y tristeza.
Con una rosa blanca en la mano, se arrodilló ante el pequeño ataúd. Su rostro estaba empapado de lágrimas mientras murmuraba:
—Ya no tengo nada, mi niño. Espérame en el paraíso. Mami hará algo y luego volverá a ti... —dijo con la voz rota y adolorida
Depositó la rosa con delicadeza y tomó un puñado de tierra. Mientras lo dejaba caer, sintió que una parte de ella misma era enterrada junto a su hijo.
Cuando se levantó, su mirada ya no reflejaba tristeza, sino algo más profundo: una furia fría, letal.
—Alonzo Wang —murmuró con voz temblorosa, llena de odio—, tú y Kristal destruyeron mi vida. Hasta llevaron a la muerte a mi hijo. Juro que me vengaré. Nunca conocerán la felicidad. Si el karma no actúa, yo lo haré.
Roma se alejó del cementerio, dejando atrás lo que quedaba de su corazón. En su interior, solo quedaba un juramento que la guiaría: no descansaría hasta que Alonzo y Kristal pagaran por todo lo que habían hecho.
Alonzo Wang regresó a la ciudad con Kristal unos días después.El ambiente en el jet privado era tenso, aunque ambos aparentaban calma.Kristal repasaba mentalmente cada detalle de la fiesta de esa noche, convencida de que sería su oportunidad de consolidar su posición junto a Alonzo.Él, por su parte, miraba por la ventana con indiferencia, mientras una inquietud invisible comenzaba a germinar en su interior, aunque no lo reconociera.La fiesta estaba en su apogeo cuando llegaron, pero algo en el aire se sintió extraño desde el primer paso que dieron.Las conversaciones parecían detenerse momentáneamente, reemplazadas por susurros que no tardaron en hacerse audibles.Mientras Alonzo y Kristal recorrían el salón, las miradas no eran de admiración, sino de reproche.—Alonzo Wang es un hombre cruel —susurró una mujer mientras agitaba su abanico de manera nerviosa—. Su hijo acaba de morir, ¡y está aquí como si nada!—Qué sangre tan fría. Ni siquiera fue a su funeral —respondió otra con un
Roma dejó escapar un grito desgarrador que resonó en el pequeño cuarto de la vieja granja.Su teléfono, ahora en el suelo, mostraba una pantalla rota, reflejo de la tormenta que se desataba en su interior.Hundió los puños contra el suelo de madera con una fuerza desesperada, como si con cada golpe intentara liberar la furia y la tristeza que la consumían. Las lágrimas caían con violencia, ardiendo en sus mejillas, mezclando dolor y rabia.—¡¿Cómo pueden decir eso?! —sollozó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudo negar que es tu padre, Benjamín? ¡Nunca estuve con otro hombre! ¡Nunca! ¡Siempre lo amé a él, solo a él! —Su voz se rompió aún más mientras las palabras se deshacían en el aire—. ¿Por qué me hace esto? ¿No es suficiente con haberme arrebatado todo? ¿Con dejarme muerta en vida sin mi hijo? ¡De verdad quiere destruirme por completo!El peso de su propio lamento la aplastó, dejándola de rodillas en el suelo, abrazando la ausencia de su hijo como si pudiera tocarlo aún.En medio de su
Mansión SavelliLa noche era tranquila en la imponente mansión Savelli, pero la calma se rompió cuando Giancarlo, dispuesto a salir para una reunión de negocios, escuchó risas y murmullos provenientes del piso superior.Instintivamente, giró sobre sus talones y subió las escaleras, con pasos decididos, directo a la habitación de sus gemelos.Abrió la puerta con cuidado, pero no pudo evitar sonreír al ver a Mateo y Matías de pie sobre sus camas, vestidos con sus mamelucos a juego, Mateo reía.—¿Qué hacen despiertos a estas horas, pequeños bribones? —preguntó con una sonrisa cansada mientras los cargaba a ambos en sus brazos.Mateo, siempre el portavoz de ambos, lo miró con ojos llenos de ilusión.—Papito, mañana es nuestro cumpleaños, ¿lo sabías? —dijo con seriedad infantil.Giancarlo asintió, aunque ya lo sabía.Pero lo que vino después lo dejó sin palabras.—Ya sabemos qué regalo queremos.El silencio que siguió fue breve, pero tenso. Giancarlo miró a Matías, quien, incapaz de hablar
El ambiente en la habitación se volvió pesado, cargado con una tensión palpable que parecía estallar con cada respiración que tomaban.Giancarlo, observando cada gesto de Roma, tenía los ojos fijos en ella, como si analizara cada parte de su ser.Su sonrisa se desdibujaba lentamente, pero su mirada, penetrante y desafiante, la atravesaba.Las mujeres a su alrededor se quedaron en silencio, conscientes de la dinámica que se desataba entre ambos, como si esperaran un desenlace.—¿Y por qué negociaría contigo, Roma Valenti? —preguntó él, su voz baja, casi un susurro, mientras recorría con la mirada el cuerpo de la mujer—. ¿Qué tienes tú, que no tengan todas esas mujeres que están aquí a mi lado? ¿Te crees más hermosa que ellas?Las mujeres rieron, un sonido burlón que resonó en el aire, sus ojos fijos en Roma con una mezcla de desafío y desdén. Se acercaron a él, sonriéndose con complicidad, como si estuvieran jugando un juego que Roma no entendía.Pero Roma, con un brillo de determinació
Roma se estremeció ante las palabras de Giancarlo, como si una ola de frío recorriera su cuerpo.Sus ojos se encontraron con los suyos, pero en su mente no había espacio para nada más que una imagen: su hijo.Todos los años de humillaciones, de dolores silenciosos, de sacrificios por los que había callado... Ahora, todo había desaparecido.El sufrimiento de su alma no importaba ya. Lo único que quedaba era el ardor de la venganza, esa que quemaba en su pecho con la intensidad de mil inviernos.«Ya no tengo nada que perder, nada que ganar. Todo lo que tengo ahora es esta sed de venganza, este deseo de arrancarle a quien me destruyó lo que más amaba», pensó, con una resolución que le sorprendió a sí misma.Con la cabeza erguida y una serenidad helada en sus ojos, Roma se adelantó, acercándose peligrosamente a Giancarlo. No importaba lo que él pensara. Nada importaba.Solo él y sus palabras le eran suficientes.—Sí, incluso puedo pagar con mi cuerpo.El impacto fue inmediato.Giancarlo ab
—¿Aceptas, Roma?Las palabras de Giancarlo se clavaron como dagas en su mente.Roma sintió el peso del momento; un temblor recorrió sus labios mientras su corazón palpitaba con fuerza. Por un instante, el rostro de Benjamín se dibujó en su mente, su sonrisa tímida y sus ojos llenos de preguntas inocentes. Pensó en todas las veces que había prometido protegerlo, en su juramento de no llorar por un hombre, ahora su hijo no estaba vivo, no tenía nada por ganar o perder.Con un suspiro profundo, cerró los ojos.—Acepto.La respuesta salió más débil de lo que esperaba, pero cada palabra llevaba una mezcla de determinación y resignación.Giancarlo arqueó una ceja, claramente sorprendido.Había esperado resistencia, un juego de evasivas, tal vez lágrimas.Pero aquella aceptación inmediata lo tomó desprevenido, tanto que por un instante sintió nervios. Aun así, esbozó una sonrisa, ocultando sus emociones bajo su habitual máscara de control.—Maravilloso. Entonces… mañana te veré. ¿Conoces el p
Roma luchaba con todas sus fuerzas, pero los brazos de los hombres que la sujetaban eran como tenazas de hierro.Se debatía desesperada mientras la arrastraban hacia el auto negro que aguardaba en la penumbra.Desde la ventanilla, alcanzaba a ver los ojos impasibles de los guardias, y una ola de rabia se encendía en su pecho.Su cuerpo temblaba, pero no era de miedo, sino de furia contenida.¿Cómo Alonzo Wang se atrevía a invadir su vida nuevamente, después de todo el daño que le había causado?Cuando el auto finalmente se detuvo, el silencio del motor apagado fue roto por el crujir de sus tacones al ser obligada a descender.Roma levantó la mirada y su corazón dio un vuelco. Reconoció el lugar de inmediato: las viejas bodegas de la empresa Wang.Frías, desoladas y carcomidas por el abandono, como los restos de un amor que alguna vez creyó eterno.La empujaron hacia el interior del edificio, donde la penumbra era apenas perforada por las luces vacilantes de unas lámparas industriales.
Roma tocó su mejilla con dedos temblorosos, mientras una carcajada amarga brotaba de sus labios.La risa resonó como una bofetada en el espacio vacío, y la sangre de su labio roto se mezcló con su furia. Era una risa rota, cargada de incredulidad y desprecio.—¡Golpéame, Alonzo! —escupió, su voz cargada de veneno—. ¡Claro que lo harás! Porque decir la verdad siempre fue lo único que te hacía daño, y tú… tú nunca soportaste enfrentarte a ella.Alonzo apretó los puños.Su mirada se ensombreció, pero detrás de esa máscara de ira, algo más lo carcomía: una chispa de duda, un retazo de culpa que él mismo se negaba a reconocer.—¡Roma! ¿Te volviste loca por la muerte de tu hijo? —rugió, pero su voz vaciló al final, como si las palabras se resistieran a salir.Roma se levantó del suelo tambaleándose, con las piernas temblorosas, pero con el orgullo intacto.Le apuntó con un dedo, como si ese gesto fuera un arma.—¡Sí, Alonzo, estoy loca! ¡Completamente loca de dolor, de rabia, de odio! ¿Y sab